Tribuna
El cuerpo femenino como extensión del territorio dominado
No deja de sorprender cómo la lucha contra el cambio climático, en Europa, ha conseguido desligarse del ‘femicidio territorial’ derivado de la acción de las multinacionales extractivistas
Mª Eugenia R. Palop 18/12/2019
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Hay quienes quieren un mundo lleno de cosas, producir y crecer, incorporar cada vez más territorios y seres humanos a su lógica de acumulación, obtener beneficios económicos en espacios cortos de tiempo, externalizar los costes de su despelote, buscar, a la desesperada, nuevos nichos de negocio. Poseerlo todo, comprarlo todo, dominarlo todo.
Hoy hay diez corporaciones en el mundo que acumulan el PIB de 180 países y ejercen una enorme influencia sobre Estados y medios de comunicación. Gracias a sus lobbies, su diplomacia económica y sus puertas giratorias, se benefician de una legislación privatizadora que liberaliza los mercados de una arquitectura jurídica que les garantiza impunidad y de una publicidad que identifica sus beneficios económicos con el bienestar de todas.
La población que vive acosada por estos enormes parques industriales es desposeída de sus territorios, sus ríos, sus cultivos y sus tejidos comunitarios. Sufren una muerte lenta
En América Latina, buena parte de estas corporaciones generan conflictos y desplazan población debilitando la resiliencia de los pueblos originarios, las comunidades rurales, campesinos e indígenas, en cuyas manos ha recaído la preservación de los recursos desde tiempo inmemorial. El paisaje de devastación que generan es espectacular. En unos pocos kilómetros suelen acumular cementeras, termoeléctricas, refinerías, gasoductos, vertidos de aguas negras y cientos de sustancias químicas que provocan cánceres, insuficiencia renal, abortos espontáneos, enfermedades respiratorias, afecciones de la piel, malformaciones, mutaciones de todo tipo. La población que vive acosada por estos enormes parques industriales es desposeída de sus territorios, sus ríos, sus cultivos y sus tejidos comunitarios. Sufren una muerte lenta, un exterminio perfectamente programado por el gran capital, por un poder difuso al que resulta prácticamente imposible señalar con el dedo.
En México, uno de los países con más tratados comerciales del mundo, donde prima la mano de obra barata y la desregulación ambiental, solo en 2017 la contaminación del aire provocó 48.100 muertes, según el Instituto para la Métrica y Evaluación de la Salud, Universidad de Washington. Para el propio ministro de Medio Ambiente, Víctor Manuel Toledo, hay seis regiones en las que se viven auténticos “infiernos ambientales” derivados de la contaminación del agua y del suelo por motivo de la industria. Corredores industriales y agroindustriales en los que se practica la necropolítica; auténticas “zonas de sacrificio”, en palabras de la Asamblea Nacional de Afectados/as Ambientales de México.
De este modo tan siniestro se cuela el 1% más rico en la vida de los más pobres, cuya resistencia se paga con represión policial, agresiones sexuales y ejecuciones sumarias.
En los lugares en los que las extractivas y las grandes multinacionales campan a sus anchas, brotan burdeles y redes de trata, se montan auténticas escuelas de proxenetismo para 'machos' que quieren participar del negocio
En América Latina se asesina a cuatro defensores ambientales por semana y el 40% de esas muertes recae sobre comunidades originarias. La expansión depredadora es, pues, colonial, racista y clasista. Su impacto tiene, además, un componente de género porque, como analiza muy bien Miriam García-Torres en El Ibex35 en guerra contra la vida (Ecologistas en Acción), impone o reactiva un sistema machista y patriarcal que violenta a las mujeres y las coloca en una posición subalterna.
1. Para empezar, las grandes empresas solo negocian con varones, propietarios de tierras o cabezas de familia, saltándose la obligación de consultar a las comunidades (Convenio 169 OIT), amañando las consultas, engañando, sobornando o extorsionando, gracias a la complicidad de los gobiernos locales y a sus redes clientelares. En este escenario, las mujeres quedan marginadas de la toma de decisiones y sometidas a la tutela masculina.
2. Como la actividad económica gira en torno al trabajo masculino, esporádico, no cualificado y precarizado, y se van generando nuevas pautas de consumo que dependen de esa economía asalariada, las mujeres se ven subordinadas, además, a los salarios masculinos. Se reproduce de este modo el “patriarcado del salario”, el esquema del hombre proveedor y la mujer dependiente, y la división sexual del trabajo.
3. El despojo de bienes comunes, por la vía de su privatización y/o su contaminación, se traduce en la pérdida de cultivos y de soberanía alimentaria y esto también tiene un efecto directo sobre las mujeres porque son ellas las que se ocupan del abastecimiento alimentario de los hogares, de la reproducción social y del sostenimiento de la vida.
4. A lo anterior se añade el impacto de la expansión industrial sobre la salud colectiva que exige una intensificación de los cuidados y obliga a las mujeres a abandonar otras tareas remuneradas. Las mujeres quedan así confinadas en el espacio doméstico, invisibilizadas y convertidas en una simple condición de producción.
5. Finalmente, la concentración de obreros, la multiplicación sin control de la población, en estos paraísos industriales, viene acompañada a menudo de procesos de militarización, trata con fines de explotación sexual y prostitución forzada, lo que supone un serio factor de riesgo para las mujeres, según el mismo informe de Ecologistas en Acción.
En los lugares en los que las extractivas y las grandes multinacionales campan a sus anchas, brotan burdeles y redes de trata, se montan auténticas escuelas de proxenetismo para “machos” que quieren participar del negocio, y se incrementan de manera alarmante los índices de feminicidio. Las mujeres que han sido “usadas” y ya no pueden ser “reutilizadas”, las que no están a la altura de la demanda o las que se resisten, son puros restos humanos, simple basura orgánica. Sus cuerpos, como los ríos, los bosques y los cultivos, se someten y se dominan sin piedad, y los que no “valen” pasan a ser despojos.
El cuerpo femenino es, aquí, una extensión del territorio dominado. La obsesión machista con la que se domina y se somete a la naturaleza (feminizada), es la que anima también la imperiosa “necesidad” de controlar el cuerpo (naturalizado) de las mujeres.
Esta es la cadena trófica que se deriva de los tratados de “libre” comercio que firma Europa y de la acción sin control de las empresas extractivas. Y de esta cadena también forma parte la periferia que nosotras habitamos. Por eso no deja de sorprender el modo en que la lucha contra el cambio climático, en Europa, ha conseguido desligarse de este gran “femicidio territorial”; de la feroz resistencia de las comunidades originarias, indígenas y afrodescendientes frente a los megaproyectos y de la deuda ecológica y social que hemos contraído con ellas, porque es a esta resistencia a la que debemos el aire que respiramos y el agua que bebemos en cada rincón del planeta.
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Mª Eugenia R. Palop
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