CINE
Lina Wertmüller o el deseo de ser goliarda
La filmografía de la cineasta romana, ganadora del Oscar honorífico, es extraña, provocadora, compleja y ambivalente
Santiago Alonso 29/02/2020
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Al poco de terminar el rodaje de 8½ a mediados de 1962, Federico Fellini recibió en su casa de Fregene a una amiga que era cómplice secreta en sus trapisondas fuera de los platós y había participado como ayudante de dirección en esa obra maestra. Era una vivacísima mujer de treinta y pocos años, de baja estatura y con una alegre sonrisa dibujada siempre en la boca. Se llamaba Lina Wertmüller e iba a empezar el rodaje de su primera película, todo un reto para alguien con formación teatral, que había trabajado en los escenarios, también como ayudante, durante muchos años, pero que no tenía prácticamente ninguna experiencia con la cámara. Paseando los dos aquel día por la playa, tal y como ella recuerda en sus memorias (Tutto a posto e niente in ordine, publicadas en 2012), Federico le dio un consejo que jamás habría de olvidar: “Mira, todos se te echarán encima. Que si las técnicas cinematográficas, las miradas a derecha e izquierda, las panorámicas, los focos, los movimientos de cámara… No te dejes impresionar. Cuenta tu historia como si se la contaras a un amigo en el bar o la escribieras a máquina. Si tienes talento como narradora, la contarás bien. En caso contrario, toda la técnica del mundo no te podría ayudar. Por lo tanto, ¡estate tranquila y cuenta!”.
Y así lo hizo. La actitud de ir siempre a su aire y no arredrarse por muy incómodas o descarnadas que sean los tonalidades con las que suele pintar en pantalla sus relatos tuvo como primer resultado I basilischi (1963), uno de esos sorprendentes debuts que parecen tener detrás la sabiduría de un profesional curtido en mil lides previas. La cinta –rodada en blanco negro, con muy poco presupuesto y nacida de la fuerte impresión que recibió la autora romana al entrar en contacto por primera vez con la forma de vida de los habitantes del pueblo paterno, situado en la región sureña de Apulia– le llevó a ganar dos premios en el Festival de Locarno. A partir de ahí, Wertmüller emprendió una carrera sorprendente y repleta de grandes hitos, cuya culminación tuvo lugar el pasado octubre cuando le dieron un Oscar honorífico a sus 91 años. Un justo reconocimiento a quien se ha ganado a pulso que la llamen “gran dama del cine italiano” –sin olvidar su trabajo en radio, televisión y teatro–, pues con una filmografía cercana a los treinta títulos, rodando guiones escritos casi siempre en solitario, ha sido una incansable pionera. La primera mujer de la historia, por ejemplo, en ser nominada precisamente a un Oscar a la mejor dirección, por Pascualino Siete bellezas (1975); o la primera y la única en firmar, aunque con seudónimo, un spaghetti western, Il mio corpo per un poker (1968).
Sin embargo, aparte de estas medallas, donde realmente conviene detenerse es en lo singular que es su obra, una fuente tanto de adhesiones como de rechazos: resulta tan extraña, provocadora, compleja, rica en detalles y ambivalente, cuando no abiertamente contradictoria, que a día de hoy sigue necesitando una revisión general, aún pendiente. El premio de Hollywood bien podría considerarse un guante lanzado a los críticos (y las críticas) jóvenes, aunque parece que de momento nadie ha querido recogerlo.
Fue la primera mujer de la historia en ser nominada a un Oscar a la mejor dirección, por Pascualino Siete bellezas (1975)
A partir principalmente de Mimí metalúrgico, herido en el amor (1972), la primera de una serie de películas rodadas con Giancarlo Giannini y Mariangela Melato, sus dos intérpretes predilectos, Wertmüller se lanzó a retratar con una expresión agresivamente turbulenta la tipicidad itálica, sobre todo la masculina, y su confrontación con los nuevos tiempos que corrían a partir de los setenta. Su modus operandi está claro a primera vista y lo ha definido a la perfección el historiador cinematográfico Gian Piero Brunetta al señalar la constante “aglomeración heterogénea de materiales sentimentales, sociológicos e ideológicos” que conforman una y otra vez cada cinta rodada por la directora. Mientras tanto, entre el estrépito y un aparente desorden, va desarrollando los temas que quiere tratar.
La cineasta repite con insistencia en todas las declaraciones y entrevistas su fijación por lo grotesco. Y el hecho de que haya llegado a establecer esta clave expresiva casi como un género en sí mismo constituye otra perfecta definición de su cine. Con los constantes dibujos extravagantes y deformados con los que gusta de representar la realidad, no pretende alejarse de ella, sino señalar los aspectos que le interesa recalcar. Aun así, también hay que decir que se aprecia cierta atemperación general de estos modos a partir de los años ochenta, cuando comienza a explorar otros campos. Algunos ejemplos: con Scherzo del destino in agguato… (1983) aborda el tema del terrorismo; Camorra: contacto en Nápoles (1986) es una historia acerca de un grupo de madres coraje enfrentadas a los jefes de la droga, protagonizada por Ángela Molina, Harvey Keitel y Paco Rabal; o Un claro de luna (1989), con Rutger Hauer y Nastassja Kinski, se presenta como un drama sobre el sida que cobra tintes bastante rabiosos.
En cualquier caso, conviene insistir y subrayar la necesidad de redescubrir de manera razonada la totalidad de su filmografía, poniendo igualmente suma atención a su última etapa, bastante menos conocida. Podrán encontrarse nuevos argumentos para aplaudir a la artista y para cuestionarla: es lo que tienen los creadores con una obra viva de verdad. ¿Una mujer libre? Sin duda. Pero ¿se ha amoldado sin más a un oficio concebido por y para los hombres? ¿O su ruptura de los esquemas proviene de una perpetua alergia a la ortodoxia? El debate está asegurado. Y asimismo podemos tener la certeza de que, como ha pasado antes, si llega a sus oídos cualquier opinión menos favorable a su figura, seguirá reaccionando con un non me ne può fregare di meno (no puede importarme menos).
Muy contenta y agradecida por la atención que desde hace décadas le han brindado fuera de su país, llevando por supuesto sus características gafas de montura blanca, subió hace cinco meses al estrado, en Los Ángeles, a recoger su estatuilla dorada. Aparte de Sofía Loren, la recibieron Jane Campion, quien recordó lo determinantes que fueron para ella los consejos que le escuchó a la italiana en la escuela de cine donde estudiaba, y Greta Gerwig, una de las mejores directoras estadounidenses de la actualidad. Las palabras de esta última marcan unas pautas muy válidas para cualquier espectador inquieto que desee adentrarse en el universo de Wertmüller: “En sus películas todo es demasiado y, a la vez, completamente veraz. Sus personajes no exageran, sino que exteriorizan las intensas emociones del ser humano. […] El hecho de que sea mujer supone algo esencial y secundario al mismo tiempo. […] No está al servicio de ninguna ideología. Lo que le interesa siempre es romper una regla. Cuando piensas que ya la has clasificado de una manera, va y tira por el camino contrario. […] Me asombra como mujer, como pionera y como madrina de todas nosotras, pero por encima de todo, como inmensa cineasta”.
Y para rematar, si los elogios de Gerwig han intrigado a los lectores (y futuros espectadores) que hayan oído hablar poco de Lina Wertmüller, pueden continuar el camino guiándose por estas seis paradas fundamentales:
I basilischi (1963)
Durante los títulos de crédito de su ópera prima hay un pequeño detalle en la banda sonora cuyo efecto condensa el espíritu del filme. De repente, el melancólico tema principal (una de las primerísimas composiciones para el cine de Ennio Morricone, que canta en dialecto Fausto Cigliano) se interrumpe y se oye a un niño muy pequeño canturrear con entusiasmo, inventándose las palabras inglesas, la canción Let’s Twist Again. Lo que podría ser una simple nota simpática, acaba señalando los pocos ecos de la modernidad que llegan al sur profundo de Italia y los efectos que producen en un ámbito geográfico olvidado y prácticamente ajeno a la Historia. I basilischi es el retrato de tres amigos que arrastran su existencia en un típico pueblecillo situado entre Basilicata y Apulia. Para este análisis tan pesimista del provincianismo, visto como un cúmulo de apatía y de prejuicios hacia lo que viene de fuera, la directora cumple una especie de rito de iniciación al cine recurriendo a una estética eminentemente neorrealista. Y, aparte del fresco humano, su mirada capta a la perfección la adustez de las calles y los paisajes campestres.
La Italia eterna y la Italia que cambia han sido a menudo los lugares donde Lina Wertmüller ha dirigido con loca firmeza su cámara
Questa volta parliamo di uomini (1965)
No aparece en los diccionarios de cine italiano como ejemplo especialmente destacado de commedia all’italiana, el filón al que parece adscrita, pero ahora salta a la vista que la segunda película dirigida por Wertmüller sobrepasa con mucho el modelo del que parece partir. Primero, porque demuestra algo que siempre ha afirmado la cineasta, y es que ella, en realidad, jamás ha hecho comedia. Y segundo, porque acaba convirtiéndose en una diatriba contra ciertos comportamientos del varón italiano, con la mujer como víctima, que alcanza una ferocidad que rara vez se ha asomado a unas pantallas donde sí, de acuerdo, a veces se hacía crítica de la condición masculina, pero a menudo con una buena dosis de indulgencia. Entre las cuatro relaciones conyugales que se describen (al gran Nino Manfredi, que interpreta a un protagonista diferente por episodio, lo acompañan en cada uno de ellos Liliana Paluzzi, Milena Vukotic, Margaret Lee y Patricia De Clara), hay dos que hielan la sangre: la de la pareja circense, que forman un viejo lanzador de cuchillos, casi ciego, y su compañera mutilada tras años de espectáculo juntos; y la del campesino en huelga que se pasa todo la jornada bebiendo y jugando en la tasca, mientras la esposa se mata a trabajar. Questa volta parliamo di uomini supuso un acercamiento muy importante de la directora al feminismo, aunque su participación por aquel entonces en los actos del movimiento a los que la invitaron, como refleja en sus memorias, no acabó nada bien.
Film de amor y de anarquía (1973)
Coincidiendo con una época de especial efervescencia contestataria en la juventud de su país, la cineasta decidió adentrarse en la historia del anarquismo. Concretamente revisó las figuras del movimiento que llevaron a cabo atentados contra Umberto I (Giovanni Passannante y Gaetano Bresci) o, décadas más tarde, contra Benito Mussolini (Michele Schirru). Partiendo de ellas, idea la figura de Tunin, un campesino véneto que es enviado a Roma para matar al Duce y tiene allí como único contacto a una meretriz llamada Salomè. Los días previos al magnicidio los pasa en la casa chiusa donde vive la chica, un escenario perfecto donde Wertmüller puede dar rienda suelta a su estilo arrollador. Entre las largas escenas de alcoba prostibularia que protagoniza la pareja Giannini-Melato (con la contribución de la estupenda debutante Lina Hipolito), la plasmación de la frenética actividad de las mujeres del lugar (cuando descansan o cuando reciben a los clientes: todo un recital por parte de las secundarias) y los certeros apuntes sociológicos sobre el fascismo, se consigue un inaudito cóctel de sensaciones, con un último trago en forma de secuencia final que se siente como un puñetazo en el estómago. La guinda al conjunto la pone el maestro Nino Rota con unas formidables composiciones, muy evocadoras.
Insólita aventura de verano (1974)
Probablemente la mutación más salvaje que ha experimentado la screwball comedy a lo largo de la historia del cine. Algo de eso debió de ver en su día (y debe de seguir viendo aún hoy) el público estadounidense, pues su estreno no se quedó en el circuito neoyorquino de arte y ensayo, sino que llegó con éxito de crítica y público a los cines de todo el país. Hasta el escritor Henry Miller elogió la cinta. Las ideas rectoras que vertebran la propuesta son dos: a) la inversión de las posiciones sociales de los protagonistas en su particular guerra de sexos; y b) el feliz y también imposible regreso al estado natural del ser humano cuando se aleja de la civilización. La clave de la reformulación reside en que él es un proletario comunista y siciliano de pura cepa, mientras que ella representa a la pija milanesa perteneciente a una familia de ricos industriales. El choque entre estos dos náufragos que llegan a una idílica isla desierta desencadena una tormenta erótico-sentimental donde arrecian los gritos y las bofetadas. Insólita aventura de verano puede hacer sin problemas las delicias de las espectadoras con alma más punk, pero asimismo plantea serios problemas, como muy bien señaló la crítica Pauline Kael, firme detractora del cine de la italiana, que pasan por la práctica asunción de la dominación machista (y la cultura de la violación, habría que añadir) como algo connatural al ser humano.
Pascualino Siete bellezas (1975)
Para muchos, su obra maestra. Febril y exacerbada, con momentos sumamente descarnados, es sin duda la película en la que lleva al límite los tonos farsescos. Todavía cabe preguntarse cómo pudo el público estadounidense aceptar y aplaudir un producto europeo con unas trazas tan extremas, propiciando que obtuviera hasta cuatro nominaciones de los premios hollywoodienses en 1977, nada más y nada menos que a mejor directora, mejor guionista, mejor película extranjera y mejor actor protagonista (un inmenso Giannini). Porque para perplejidad de quienes nos colocamos al otro de la pantalla, la historia de Pascualino, prototipo del guappo napolitano y superviviente nato, refleja un alucinante viaje desde la vivaz pero también terrible realidad de la ciudad partenopea hasta el horror del Holocausto. A riesgo de que suene a frase hecha, esta película no se parece a nada que se haya hecho antes o después de ella. Y si solo se nos permitiera alabar un rasgo artístico entre tanto contraste e intensidad, quizás nos quedaríamos con el sobrecogedor acercamiento al alma de los personajes mediante planos detalle de sus ojos, un estilema de Wertmüller que suele contar con la inestimable labor de los intérpretes.
Mi querido profesor (1992)
Salta a la vista el cambio formal en la última etapa de la realizadora. Se caracteriza por una mayor sobriedad y sencillez en la puesta en escena. Tenemos un buen ejemplo en este interesantísimo filme, que protagoniza el gran actor y autor cómico Paolo Villaggio. Es mucho más tranquilo y está realizado con muchos menos aspavientos. Sigue, eso sí, un modelo narrativo demasiado manoseado: el nuevo maestro que llega a una escuela conflictiva y consigue encandilar a pesar de todo a su clase. Pero no se presenta como un trabajo rutinario. Para empezar, encontramos la inacabable contraposición norte-sur, pues el protagonista es de Liguria y lo destinan a una desfavorecida localidad de la región de Campania. El foco, por tanto, se pone en la realidad socioeconómica de unos chavalillos que se pasan la mitad del día trabajando para ayudar a sus familias. Y después, una parte considerable del metraje se destina a las conversaciones y situaciones vividas por el recién llegado, quien muchas veces no entiende el dialecto, con sus deslenguados alumnos. El drama y la comedia se atenúan, teniendo como resultado que los aspectos emotivos no caigan en lo ñoño y se manifiesten de manera muy natural. Hay, además, un detalle que enlaza con I basilischi, invirtiendo en cierta medida los términos: cuando Villaggio llega el primer día a la ciudad, va escuchando What a Wonderful World de Louis Amstrong en un walkman, pero dos veces se quita los cascos para entrar en contacto con el barullo sureño y hablar con el primer niño.
La Italia eterna y la Italia que cambia han sido a menudo los lugares donde Lina Wertmüller ha dirigido con loca firmeza su cámara. Y en la contraposición entre contrarios —el hombre y la mujer, el norte y el sur, la libertad y el sometimiento, lo desmesurado y (pocas veces) lo contenido—, radica el interés de una cineasta insólita, cuya carrera, quizá sorprendentemente, acaba de reconocer un Hollywood más proclive al conservadurismo que a la anarquía.
Al poco de terminar el rodaje de 8½ a mediados de 1962, Federico Fellini recibió en su casa de Fregene a una amiga que era cómplice secreta en sus trapisondas fuera de los platós y había participado como ayudante de dirección en esa obra maestra. Era una vivacísima mujer de treinta y pocos años, de baja...
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