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Recuerdo perfectamente el primer libro que me enganchó, y por qué. Era La historia interminable, de Michael Ende, que leí con once o doce años. Las peripecias del pobre Bastian Baltasar Bux, un niño regordete al que en clase de gimnasia sus compañeros golpeaban con un balón medicinal. He olvidado muchos detalles de la trama, y la mayoría de los que recuerdo es gracias a la posterior adaptación cinematográfica, con su cancioncilla de Limahl y su dragón con cara de perrete. Pero, como en una muñeca rusa, me recuerdo enganchada a aquel libro donde aparecía un niño que se enganchaba a un libro para escapar también él de su miserable vida escolar.
El hostelero Juan Carlos Iglesias explicaba en una entrevista reciente que de adolescente sufrió bullying, y recordaba una salida con los amigos en la que había sido el único al que se le había impedido entrar en una discoteca “por feo”. La belleza o la fealdad son el casus belli, pero el bullying se da siempre hacia aquel que se percibe distinto, hacia el que de algún modo no encaja y no se redime convirtiéndose en el gracioso o la “amiga de”. Si tu color, tu orientación sexual, tus notas, tu peso o cualquier otro detalle arbitrario de tu apariencia no se ajustan al del grupo la víctima vas a ser tú. Es fascismo, aunque pase en el patio.
Las cifras del acoso escolar varían: la ONU dice que lo sufre uno de cada tres adolescentes en todo el mundo, y que en España los afectados son uno de cada siete. Save the Children habla de uno de cada diez. La UNESCO cifra en 246 millones los afectados cada año. 246, repitan conmigo vocalizando alto y claro, millones de niños. Más de cinco veces España. Una burrada, se mire como se mire. Porque el acoso, como cualquier totalitarismo, va acompañado de una ley del silencio que lo ampara, y aquí es donde quería detenerme. Como ocurre con otras violencias –la sexual es un buen ejemplo–, el acoso escolar requiere de espectadores pasivos que no hagan nada ante una agresión y frente a los cuales el agresor se vea legitimado. Por eso los expertos se centran en que en los grupos infantiles los propios chavales tomen conciencia de que deben actuar ante la agresión a un compañero.
En todo esto es importante la intervención de los adultos, y ¡ay, los adultos! Algunos envejecen, pero no maduran. Me pregunto qué habrá sido del profesor que me dijo, después de que me tiraran un compás en clase de física, que intentara no llamar tanto la atención y que no hacía falta avisar a mis padres –otra vez, la dichosa omertá. Yo era alta, y lista, y gorda (tres cosas que hoy ya no soy tanto), y repelente (una cosa que hoy soy aún más). Y de aquello salió la única lección buena que aprendí del bullying, que es no respetar a las figuras de autoridad si estas no me respetan a mí.
Quizás por lo vivido en aquella época nunca he querido tener hijos. No soportaría que un hijo mío pasara por esto ni potencialmente. Pero el acoso escolar no se evapora. La gente que me hizo bullying a mí o a Juan Carlos Iglesias o a tantas otras personas que conviven con nosotros en la calle y en las redes, mandan en nuestras oficinas, dirigen nuestras instituciones, montan en el mismo autobús en el que vas a visitar a tus parientes al pueblo y liga contigo en Tinder. Hace un par de años hubo, casi simultáneamente, una reunión de exalumnos de los dos colegios a los que había acudido. En la del colegio donde hice EGB, donde el acoso fue algo menor, pude hablar con sinceridad del tema con mis antiguos compañeros. Ninguno de ellos recordaba ni mi caso ni otros que parecían flagrantes en aquellos momentos. Nos echamos unas risas delante de un gintonic, y yo no quise ahondar en lo que ellos seguramente creen que fueron chiquilladas, porque la memoria es un territorio de claroscuros y yo, pese a todo, también tenía algunos buenos recuerdos. Ellos, por su parte, lo habían olvidado todo. A la reunión de BUP no quise o no me vi capaz de ir.
Yo creía que había salido indemne de todo aquello. Llegué a la universidad, hice nuevos amigos, mis aparentes defectos revirtieron en virtudes... Pero dejó su señal. Durante años, cualquier crítica, por razonada y bienintencionada que fuera, me hería con la sal de un insulto, por mencionar solo una de las consecuencias que pueden contarse.
El cine y la televisión han romantizado el acoso. La realidad se parece más a El señor de las moscas que a la trama romántica entre acosador y acosado de, spoiler, Sex Education. En la ficción, el acosador a menudo esconde algún problema familiar que justifica sus actos (lo que puede ser así en la vida real o, aunque aterre pensarlo, no); y/o acaba haciéndose amigo o novio del acosado. Esta narrativa es falsa, no sólo porque dibuja un escenario fantasioso, teñido de moralina judeocristiana, sino porque pone una fecha de caducidad al acoso. Porque las redes –y créanme, servidora es de todo menos tecnófoba–, para lo bueno y para lo malo, han dado una mayor porosidad a nuestra intimidad. El acoso trasciende las paredes de la escuela, la adolescencia trasciende la minoría de edad y el anonimato, a menudo, refuerza el matonismo. El 78% de los adolescentes que se suicidan han sido acosados en internet. Quizás les estamos pidiendo a los niños que tengan la empatía que no sabemos tener los adultos. El acoso escolar es un #metoo pendiente, un cambio de paradigma que no se producirá hasta que los adultos no seamos capaces de encarar las relaciones, la política, la vida, como algo mejor que un campo de batalla. La amabilidad tiene mala fama, se considera de blandos o de necios o se la confunde con hipocresía. Pero la cualidad de ser civil, en su acepción de “sociable, urbano, atento”, es la raíz de la civilización. Para levantar la mano frente al acoso a otra persona. Para ofrecer mejores modelos sobre los que construir una infancia. Y, sobre todo, para no convertirnos nosotros mismos en acosadores.
Recuerdo perfectamente el primer libro que me enganchó, y por qué. Era La historia interminable, de Michael Ende, que leí con once o doce años. Las peripecias del pobre Bastian Baltasar Bux, un niño regordete al que en clase de gimnasia sus compañeros golpeaban con un balón medicinal. He olvidado muchos...
Autora >
Mar Calpena
Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.
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