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¿Dónde erran las almas que no lograron entrar al Valle del Silencio?
No viví directamente —¡Dios me guarde!— la triste, tristísima, historia de Bonne Année —aunque hice lo mío para que, transcurridos doce años de su muerte, desgranara sus secretos. Ello, considero acaso abusivamente, me otorga el ápice de legitimidad para contar un drama familiar, para algunos tan íntimo y, para mí, finalmente, tan ajeno.
Al filo del tiempo, mis reiteradas estancias de enseñanza en África del Oeste me terminaron deparando media docena de encuentros trascendentes. Entre estos, aquél con una estudiante de excepción llamada Rosalie.
Era una muchacha camerunesa de unos 28 años, extremadamente alta y espigada, muy recta de espalda. De tez bastante clara y cutis de poros abiertos, siempre la vi con el cabello restirado hacia atrás, ceñido por una liga. La abombada frente, una ligera exoftalmia y los labios carnosos daban a su semblante un aire, estilizado, de pez globo. El rostro, entre reservado y abstraído, sugería de entrada un temperamento melancólico —aunque, de un instante a otro, una sonrisa esplendorosa podía hacer añicos la circunspecta máscara africana e irradiar luz, alegría, entusiasmo.
Vestía modestos vestiditos de algodón con un suéter abierto encima —viniendo ella de mucho más al sur, insistía en que ahí, en el norte de Senegal, siempre hacía fresco.
La vi esperar, enmarcada en la ventana, a que diera la hora. Llamó puntual a la puerta y entró al aula —prestada por la facultad de geografía— para una primera entrevista en torno a su película, un documental que pensaba intitular Le bout du tunnel: “El final del túnel”.
Al centro del proyecto, un libro. El que había escrito Bonne Année, su tutora. En la sinopsis que me fuera enviada antes de viajar, Rosalie especulaba con una película en la que filmaría a algunos amigos, gente de su generación, que se reunirían periódicamente a reescribir el susodicho libro... Y eso mismo me repitió en la entrevista, con algunos detalles más: Bonne Année, quien la había criado, había muerto hacía doce años. Ah, pero antes, Bonne Année se había vuelto loca —y lo que la había matado era la misma falta de oportunidades que hoy vivía la generación siguiente, la de ella y sus contemporáneos.
Ok...
Un par de veces, Rosalie mencionó a Paul Biya. Hablaba de éste con resentimiento —con rencor incluso—, desestimándolo como a un familiar con quien se ha roto.
A la tercera o cuarta vez que afloró el nombre, interrumpí:
—¿Quién es Paul Biya?
Me miró con azoro:
—¿¿Cómo que quién es Paul Biya??
¿No se suponía que yo era «el profesor»? Observé cómo, en su despejado entrecejo, se consideraba la posibilidad —a todas luces desestabilizadora— de que le prof le estuviera tomando el pelo...
—¿¿¿No sabe quién es Paul Biya???
—No, Rosalie, lo siento. No lo sé...
—Paul Biya es... el presidente de mi país. El presidente del Camerún.
Sin que mediara una elección, Paul Barthélemy Biya’a bi Mvondo asumió el cargo en 1982 tras haber fungido como primer ministro. Mi diálogo con Rosalie transcurre en el 2012, cuando Biya acumula ya 5 reelecciones; a cada reelección, los manotazos en el interior y los malabarismos hacia el exterior se volvían más afrentosos —todo en aras de, sin soltar la rienda, seguir llamando democracia al Camerún de cara a sus socios internacionales. De entonces a ahora, Biya ha acumulado una sexta reelección. En el suma y sigue lleva 37 años al mando del país.
Es ampliamente sabido que un régimen anti-democrático suele correr parejas con una corrupción endémica y rampante. Camerún, “democrature” donde las haya, ratifica puntualmente dicha correlación. La responsabilidad en ello de la política post-colonial francesa —la de la infausta “Françafrique”— no puede ni debe ser soslayada.
—Ah, sí— retomó el hilo Rosalie, —¡me olvidé por completo de decirle que el título del libro era Lettre ouverte au président de la République!
Ya Rosalie en la puerta, le digo que podemos tutearnos. Y pido traiga, a nuestro próximo encuentro, un ejemplar.
—Ah, ¡pero es que no puedo, porque el libro desapareció! Nunca pude leerlo. Me lo prohibieron. De hecho no es un libro propiamente dicho, porque Bonne Année nunca lo pudo publicar; era un gran manuscrito, un cuaderno muy, muy gordo y abultado. Se pasó años escribiéndolo. Páginas y páginas. Escribía cada tarde, a mano, apoyada en el suelo y tendida boca abajo en su cama. Yo me quedaba dormida y ella seguía con su carta al presidente hasta bien entrada la noche. La verdad es que no sé si el libro lo empezó antes o después de volverse loca, pues estaba yo chica. Cuando mi tutora murió, yo tenía 16 años. Ella 32. Bueno, el caso es que cuando Bonne Année falleció, mi difunto abuelo, Ndzana Messi, escondió el libro en Nkolmessi —en el pueblo— y nunca se me permitió leerlo...
Según parecía, Rosalie tenía a Paul Biya por responsable de la prematura muerte de su tutora, a quien la frustración habría desquiciado. La había matado la falta de oportunidades. El título de la futura película hacía referencia a un infausto discurso del presidente —que se volvió contra él— cuya retórica pedía paciencia y aguante a la juventud y prometía un Camerún ya, o casi, al final del túnel. Rosalie habría querido hacer editar el libro para honrar la memoria de Bonne Année y, así, hacerle justicia, pero como el libro no existía, su opción era ponerlo al día, ya que de todos modos la desesperanza de la juventud camerunesa, de una generación a otra, no había hecho sino acrecentarse...
Menudo embrollo, ¿verdad?
Eso mismo pensé.
En la genealogía —¿quién era qué de quién?— reinaba la confusión, aquella confusión invisible para aquél que refiere cosas que de tan cercanas no sabrían sino ser evidentes para el mundo entero. La concatenación de causas y consecuencias lucía como trouvée d’avance: se interpretaba la realidad antes de interrogarla. Había, en torno a la locura, al deceso, al paradero del texto prohibido, espesas zonas de penumbra. Pero Rosalie había logrado estampar en mi mente una imagen poderosa, que ameritaba precisar sus contornos (y para eso estaba yo ahí): una joven loca, de bruces en su estrecho camastro, que escribe y escribe y escribe algo para hacerse oír, un grito de cientos de páginas dirigido al hombre fuerte del país. Y había, también, una motivación sólida, la de reivindicar la memoria de un ser amado y reparar agravios. ¿Habría ahí una película? Para responderlo, deberíamos interrogar a profundidad la realidad, forzarla a convertirse en relato. Así pues, durante un par de semanas, nos dimos cita puntual para, un par de horas al día, ir tirando hebras e identificar qué se había jugado, verdaderamente, en aquél pasado tan reciente y tan lleno de agujeros.
Establecidos algunos principios básicos de la escritura audiovisual (ceñirse a percepciones visuales y auditivas ordenadas secuencialmente en el tiempo; escribir con imágenes, no ideas) nos propusimos, cual punto de partida, una silueta. No me demoraré en referir, en su mayéutica, cada descubrimiento; tampoco el laborioso vaivén dialógico de ordenamiento del caos. Salto, directamente, a los hallazgos.
Rosalie hablaba de Bonne Année como de “su tutora”. Mencionaba también a una tía Hortense y, muy fugazmente, una “madre biológica”. Comprender la red de relaciones me supuso relajar, una vez más, mis categorías mentales —tan cartesianas y restrictivas— de lo que puede ser una familia. No es infrecuente, en el Camerún, que no sean los padres biológicos quienes se ocupen de algún hijo. El crío se confía al familiar que esté en mejor posición para ocuparse de él. Ya que se apostaba a que la madre biológica de Rosalie —la había tenido fuera de matrimonio y casi adolescente— prosiguiera con sus estudios o pudiera casarse, la bebita —Rosalie— fue confiada a una tía, Bonne Année, quien la había criado.
Rosalie recuerda y describe a Bonne Année como una mujer muy, muy alta, muy delgada. Llevaba largo el cabello, trenzado siempre. Aunque el rostro permaneciera impasible, la mirada era plácida y dulce, indicio —atreve Rosalie— de que el alma era pura. Sus movimientos eran pausados, como venciendo en cada gesto una extrema fatiga. Una torsión en la espalda daba a la espigada silueta su marcada asimetría. Vestía camisones amplios y sueltos, que hacia el final se habían ido llenando de parches y remiendos.
Bonne Année hizo estudios y, sin embargo, nunca tuvo un empleo. Nunca se casó. Tampoco tuvo hijos. Su última tarjeta de identidad —Rosalie pidió que le fuera escaneada y enviada, por correo electrónico, desde su país— está a nombre de Catherine Etoh, nacida en Yaoundé el 1° de enero de 1968. Como nació de madrugada, justo después del año nuevo, la familia la llamó, ya para siempre, Feliz Año. Otros datos relevantes en la credencial son la ocupación (sin profesión), el estado civil (soltera) y la estatura, ¡1.86 metros! Y luego, están la foto —un rostro demacrado, severo, intensa y triste la mirada—, y la firma, singularísima floritura de seis lazos que en nada se pretende escritura.
Acercarnos al misterio Bonne Année, sugiero, nos exigiría también establecer el pálpito cotidiano de su vida...
Rosalie hace memoria y vuelve la tarde siguiente con algo que arranca como un cuadro de costumbres pero pronto va más allá:
Vivió con Bonne Année —su tía y tutora— durante toda su infancia, mudando a menudo de domicilio —Nkolndongo, Soa, Essos, barrios modestos, barrios populares de Yaoundé, la capital. Con ellas vivía Hortense, también tía suya, apenas un par de años mayor que Rosalie.
De pie todos los días a eso de las cinco, Bonne Année disponía cuidadosamente la mercancía —bananas, aguacates, chiles, a veces sal— en su gran platón de peltre blanco. Muy de mañana a pesar del fresco y de la fragilidad de sus pulmones salía rumbo al mercado, la carga en equilibrio sobre la alta cabeza. Se pasaba el día entero sentada en la acera, vendiendo. Un gran sombrero de ala ancha le servía de sombrajo. A eso de las seis, antes si se quedaba sin mercancía, levantaba el puesto. Compraba, ya de regreso, los ingredientes para la cena. Cuando volvía, hallaba ya a las chicas en casa.
En la casita de Soa —que Bonne Année, con ayuda de su hermana Hortense, había ella misma levantado—, se cocinaba en el patio, en fogón de leña y con la marmita al aire libre. En una de esas cenas, Rosalie recibió un primer signo, insoslayable incluso para una niña de once años, de locura en su tutora. Bonne Année sirvió y pasó los platos. Tanto Hortense como Rosalie se llevaron la comida a la boca y —¡puaj!— escupieron el primer y único bocado: Bonne Année había echado en la marmita de okok (un platillo local a base de hojas silvestres y cacahuate) ¡un envoltorio entero de sal!
Cuando juntas la interpelaron, Bonne Année no les entendió. Simplemente no veía qué tenía su comida de malo... Se tiró en una estera, a comer okok con gran apetito.
Perplejas, Hortense y Rosalie se volvieron a mirar: algo, fuera de toda duda, andaba mal. Al poco, Bonne Année comenzó a hablar sola. O con interlocutores invisibles. Andando el tiempo, incluso fierros, papeles y piedras irían a dar a la desquiciada marmita.
Hortense y Rosalie fueron, de hecho, los únicos testigos cotidianos de la locura de Bonne Année. La de Soa era una casa de tablas, con piso de tierra apisonada y techos en lámina ondulada. Tenía tres cuartos y una sala, cocinas interna y de humo, una letrina, una terraza al frente y un patio trasero. Estaba rodeada de grandes árboles, de maleza. A unos doscientos metros pasaba el arroyo llamado Mbendé —en la casa no había agua corriente— donde iban a bañarse y lavar ropa. A pesar de que el Mbendé tenía una pequeña represa sus aguas eran turbias y sombrías. Para tres habitantes, la casa era espaciosa. Cada una disponía (como bien pide Virginia Wolf) de un cuarto propio. A menudo, después de la cena, Bonne Année se asomaba a los deberes de Rosalie, de Hortense, y luego se tumbaba en el catre, boca abajo, para avanzar con lo suyo. Sin osar interrumpirla, Rosalie la miraba desde el vano de la puerta.
De Soa pasaron a vivir al barrio de Essos. Las someras descripciones de cada barrio y casa permiten colegir que a cada mudanza corresponde una contracción en la economía familiar. Ahí, una cuerda con una sábana a modo de cortina dividía el espacio del salón en habitación de Bonne Année y sala de estar. Los muros, de tierra encalada, estuvieron alguna vez pintados de un desleído azul. La casita de Essos vio vivir a las tres muchachas —un ménage estrictamente femenino— los cinco últimos años.
Noche tras noche, luna tras luna, Bonne Année garrapateaba febrilmente, tendida en su camastro, hojas y más hojas. El abultado cuaderno se iba llenando con los lineamientos de su personalísima economía política. Rosalie se acostumbró a arrullarse con los monólogos inconexos, de cuando en cuando vehementes, que bullían, llenos de términos adultos, tras la cortina estampada. La avergonzaba y le daba congoja que la gente se riera de Bonne Année en las calles.
En aquél lecho moriría Bonne Année, sola, a un lustro del premonitorio okok pasado de sal. Llevaba meses de no pararse de la cama. Durante la temporada de aguas había cogido frío. El asma la asfixiaba. Ya no iba al mercado; Hortense se ocupaba de mantener mal que bien a flote la economía familiar y, al volver del colegio, Rosalie, ya adolescente, se afanaba con las labores hogareñas. La tarde fatídica, Rosalie había corrido a la farmacia a buscar algún medicamento. Dejó a su tutora delirante, entre ardiente y helada, penando por llenarse los pulmones. Una hora, hora y veinte, demoró en volver. Bonne Année ya no era más. Fue el 2 de junio del año 2000.
—Me parece ahora tan evidente —me confiesa Rosalie— que Bonne Année, además de su locura, sufría de depresión. Pero me faltaba entonces experiencia del mundo para saber siquiera que había algo llamado así.
Entre entrevista individual y entrevista individual tenían lugar las intensas sesiones colectivas. Amén de teorizarse, en ellas, sobre gramática cinematográfica, los estudiantes restituían al grupo los avances en sus respectivos proyectos. Y, después del ocaso, se proyectaba algún clásico del género documental, seguido siempre de debate o análisis.
Mis demás estudiantes aguardan hace ya rato, en el pasillo. Rosalie, ajena al hecho, me habla del Essani: cuando, en el pueblo, tuvo lugar el funeral de Bonne Année el Essani no se llevó a cabo...
Pido permiso a Rosalie para hacer pasar a sus camaradas e integrarlos a nuestra conversación. Accede. Siete u ocho personas se acomodan en los pupitres. Los hay de Níger, de Senegal, de Burkina Faso, del Congo-Brazzaville, de Mali, de Guinea Conakry, de la vecina Mauritania, del Camerún... Alguna vez nos pusimos en orden por tonalidad de piel: la gradación descendía desde el ébano más mate y bruñido hasta el café sin tostar, y saltaba sin transición a un rojo pálido de gamba cocida: mi antebrazo de toubab, insolado por efecto secundario de los antipalúdicos.
Pongo a los recién llegados en antecedentes y devuelvo a Rosalie la palabra.
Essani es la danza funeraria tradicional de los Betis del sur de Camerún, aunque también la practican otros grupos bantúes del bosque ecuatorial. El ritual colectivo honra al difunto y le abre la puerta del Valle del Silencio, del más allá. Pero también ayuda a los vivos: el ritmo desenfrenado de los tam-tams se apodera de los cuerpos y poco a poco —¿u ocurre de golpe?— la tristeza se muda en alegría, el duelo en fiesta.
Fue papa Messi Ateba, tío-abuelo paterno, patriarca actual de la gran familia de los Nvog Ebola y detentor del bastón de mando, quien decidió que, la de Bonne Année, había sido una vida inacabada, inmeritoria: no alcanzó una edad venerable; no acumuló bienes materiales; no dejó una vasta descendencia. Tales son, por tradición, las tres condiciones necesarias para acceder al mundo que hay detrás del mundo. Bonne Année murió joven, pobre, sin hijos. Encima, ¡loca! —condición socialmente vergonzante, que salpica y mancilla la reputación de la familia. Su tumba quedó desnuda: nada, sobre el denso humus ecuatorial, rememora su paso por la tierra.
Pido a Rosalie —sin malicia, con curiosidad genuina— que nos explique en detalle cómo ocurre aquello del Essani.
Rosalie se lo piensa, sonríe bajando la mirada. Luego me encara y me responde que le da un poco de vergüenza, pero que sí, que nos lo puede mostrar, pero antes tiene que salir a buscar algo.
Se excusa. La esperamos, intrigados, en el aula.
Vuelve después de un rato. Lleva echada en hombros una bata prestada, que reconozco: la mujer de la limpieza suele dejarla colgada tras la puerta del baño. Rosalie trae en mano una vara bastante recta, arrancada de un árbol. La está terminando de limpiar.
Con dos ademanes, organiza la puesta en escena:
—Mira —dice dirigiéndose a mí—, el muerto está ahí, es esa mesa. Esta bata era suya. La familia y los conocidos se visten con prendas del difunto para avisar al mundo de los muertos que, el que viene, es un conocido.
Se saca entonces las sandalias y, con las rodillas en flexión, comienza a marcar un ritmo ternario con los pies. Algo vocaliza, asumo que en lengua ewondo. Voz y ritmo se van sincopando. Rosalie avanza alrededor del cadáver y, con la vara, va lanceando el aire en flechazos horizontales. Baile y canto, pero también teatro: una endiablada pantomima guerrera.
El aula, con sus mapas hidrográficos y geológicos en las paredes, se ha transformado; el ritmo me va ganando —y el abrupto silencio me sorprende cuando, de golpe, la danza cesa...
Rosalie mira púdicamente al piso. Se saca el batín prestado y va a calzarse las sandalias. Sabemos, todos, que no procede aplaudir. Nos ha dejado sin aliento. Propongo suspender la proyección de esa noche para que nos vayamos juntos a la ciudad, a beber algo, a beber por alguien.
Al día siguiente, Rosalie acude puntual a nuestra cita. Esa mañana atiendo afuera del edificio. Dos sillas-pupitre frente a frente, bajo una acacia.
—Bonne Année no tuvo Essani porque no dejó descendencia, porque no tuvo hijos. Pero, ¿Y yo? —se insurge—, ¡si me crió con un amor de madre! Ella, para todo efecto práctico, fue mi madre. ¡Pero no se le reconoce! No cuenta. Ni yo ni su libro contamos para nada.
Es un día agradable. Algo de brisa mece por el suelo, suavemente, las sombras del ramaje. Distrayéndonos, dos o tres pajarillos carmesíes se lavan en el polvo.
—¿Sabes? —prosigue Rosalie—, anoche al volver, dando vueltas y más vueltas en la cama, caí en la cuenta de que me acerco a la edad con la que falleció Bonne Année. Tengo 28; ella se fue con 32. Tampoco yo tengo hijos. Ni he acumulado bienes. Si me muriera mañana, el Essani me sería negado. ¿Qué riqueza voy a poder tener si en Camerún, si eres del pueblo, no tienes ni empleo? ¿Eh? ¿Cómo diablos me lanzo a encargar un bebé si no sé si voy a poder darle de comer? En parte por eso quiero hacer mi película...
Podría apostarse a que, a un latinoamericano afrancesado —pues no soy otra cosa—, un ritual funerario bantú del África ecuatorial lo posicionaría ante la más opaca alteridad. Y resulta que no: tampoco es que la prescripción que el Essani postula, examinada en su trasfondo dialéctico, difiera mucho de nuestro proverbial “plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro”.
Papa Messi Anteba, ya un hombre viejo, tuerto, padre de una docena de hijos, trabaja desde el alba con el machete en su parcela. De tarde, compone los himnos de la misa dominical. Seguro de sí, y de su poder ancestral, no es que esté muy acostumbrado a ser contradecido... ¿Pudo acaso, maniatado por la tradición de la cual es garante, ser más neutro de cara a su sobrina? ¿De examinar el caso con objetividad, no habría podido ser más compasivo?
Propongo a una abatida Rosalie que interroguemos, punto por punto, el implacable juicio que el patriarca emitiera sobre la malograda sobrina. Nos abocaremos, pues, a indagar en la biografía de Bonne Année con miras a sopesar su edad, contextualizar su miseria, palpar su vientre yermo, sondear en su demencia.
Bonne Année llegó penúltima a una hermandad de cinco: León el hermano mayor, la madre biológica de Rosalie, una segunda hermana fallecida al poco de nacer y, tras Bonne Année, Ndzana Hortense, la más pequeña.
Léon Messi —sin relación; el apellido es corriente en Camerún— radica hace un cuarto de siglo en los Estados Unidos. Tras estudios, brillantes, de economía en la universidad de Yaoundé, entró muy joven como como director regional del consorcio cervecero Bafoussam. Lúcido sobre las perspectivas del país —la longitud del túnel—, renunció en cuanto pudo y se marchó al extranjero. Rosalie lleva más de una década sin verlo, pero lo describe como un hombre generoso, afable. Profesional exitoso, el tío Péno —la familia siempre lo llamó Péno— está casado con una negra americana. La diáspora africana, qué duda cabe, drena al continente de mucho de su talento.
Es Péno, sugiere Rosalie, quien mejor podría ayudarnos a completar la biografía de Bonne Année, a asomarnos a sus años de infancia; puede escribirle, tantear el terreno, y tratar de concertar una cita por Skype.
Al cabo de dos días, Rosalie viene a buscarme durante mi hora de comer. Los profesores almorzamos en un puñado de mesas dispuestas bajo los árboles. Suelo sentarme solo y dedicar la hora a organizar mis notas. En el horizonte de la mirada, tiñosos y descalzos, rondando siempre, los pequeños talibé calculan el momento oportuno de acercarse a mendigar las sobras. Invito a Rosalie a sentarse. Pido, para ella, un vaso de agua de tamarindo. Habló, me dice, con Péno, y está ansiosa por compartirme sus hallazgos.
De entrada, Péno pintó generalidades, cosas que, fuera de uno que otro detalle, ella bien que mal sabía. Al cabo de un trecho, las escenas se concatenaron y convirtieron en relato.
Como hermano mayor, Péno tenía bajo su responsabilidad el cuidado de su hermana, de, entonces, seis pícaros años. Había, no muy lejos de la casa familiar, un gran taller de carpintería con un aserradero, donde a Péno le encantaba curiosear. Si barría un poco la viruta le dejaban pagarse con los clavos que encontrara y, si nadie la estaba usando, podía coger alguna herramienta. Con trozos de madera fabricaba carritos, muñecas para sus hermanas, aviones, ¡hasta un estadio de futbol en miniatura! Como en el taller había sierras de disco grandes y peligrosas, a Bonne Année, que era traviesa, no la dejaba tocar nada. La hacía sentarse, muy quietecita, al pie de una columna y ella se entretenía dibujando y borrando, en el aserrín, figuras.
Claro que Bonne Année pronto se aburría. Un día, ésta le preguntó si podía salir a jugar fuera. Concentrado como estaba –enderezaba clavos con el martillo— Péno le dijo, casi sin volverse a mirarla, que sí, que fuera. Liberada, Bonne Année emprendió carrera hacia la calle, de la penumbra del taller a la inclemente luz del mediodía. Por sobre el chirriar de la sierra se oyeron, casi simultáneos, un frenazo, un grito infantil, un golpe sordo. Los carpinteros corrieron a la calle: Bonne Année yacía tendida en la rojiza calzada. También Péno corrió fuera, con el corazón encabritado. Le atajaron el camino, pero alcanzó a ver en el suelo, entre brazos y piernas, un extraño garabato: el cuerpo roto de su hermana. Una pick-up blanca —¡en esa maldita carretera no pasaba nunca un auto!— se alejaba a toda prisa, envuelta en polvos de laterita.
Al volver por video-conferencia, décadas más tarde, sobre tan fatídico día, el tío Péno se desmorona. En familia nunca se habló a fondo del asunto y el niño que fue —tenía a la sazón diez años— jamás se perdonó su negligencia.
Bonne Année fue llevada a una clínica cercana y de inmediato transferida al Hospital Central de Yaoundé. Se la operó dos veces. Estuvo entre la vida y la muerte. Contra todo pronóstico, se fue recuperando. Tras muchas semanas ingresada —no acierta, Péno, a decir cuántas—, Bonne Année salió del hospital, su cuerpecito infantil apresado en un corsé de escayola. Se decidió que, el resto de la convalecencia, lo pasara en el pueblo.
En el mes de marzo, el bochorno en Nkolmessi se torna sofocante. A Bonne Année le costaba respirar. El prurito bajo el yeso no la dejaba dormir. Se optó por romper, semanas antes de lo prescrito, el fastidioso molde de escayola y confiarla a un médico tradicional, el tradi-practicien de la familia, quien la sanaría con masajes, emplastos de limo y cataplasmas de hierbas curativas. Sea por lo que fuere, Bonne Année sanó. Sanó con el pecho hundido —lo cual comprometería, más adelante, su capacidad respiratoria— y una severa escoliosis, de la que siempre se habló como de “su torsión de columna” y que, pasada la adolescencia en la que tanto y tan rápido creció, le dio su peculiar andar.
Miope ante la suma de peculiaridades que conformaban a su tutora, Rosalie, de niña, amaba a Bonne Année tal como era. Nunca, incluso viéndola sufrir, la interrogó sobre “su torsión” de espalda. Nadie, nunca, mencionó en su presencia el accidente. Tampoco Péno había vuelto sobre tan remoto y terrible episodio. Contarlo no le fue sencillo —Péno saltaba, en los pasajes más penosos del relato, del francés al ewondo—, pero antes de colgar agradeció reiteradamente a su sobrina por la conversación: se descargaba de algo y entendía la voluntad de Rosalie, encarnada en un proyecto concreto, de airear los secretos familiares. También él sentía que el destino se había portado mal con Bonne Année.
Péno y Rosalie hubieran querido abrazarse, se dijeron. Es algo que Skype no permite. Prometieron volver a llamarse.
Rosalie recogió su cuaderno y, escondiendo púdicamente el rostro, pagó el tiempo de conexión al empleado del ciber-café. Fue nada más salir a la calle y romper a llorar, inconsolable, a moco tendido. Atravesó la noche hasta el puente de hierro, a esas horas ya libre de su tráfago diurno. La brisa, el oscuro fluir de las aguas, le devolvieron poco a poco el sosiego. Luego caminó hasta Garage Bango, en pos del taxi colectivo que la devolviera al campus universitario. Tenía tanto que pensar.
Pasado un par de días, Péno le envió un correo electrónico. La conversación previa, confiesa, lo ha dejado “todo removido”. Hurgando en sus papeles, encontró una carta, que ya había mencionado, en la que su hermana le pedía dinero para financiar la impresión de un manuscrito. La había escaneado y la adjuntaba al correo. Tenía, además, otra cosa que contarle, también difícil.
Miramos juntos la extraña carta.
Para ser de hermana a hermano, sorprende de entrada por su extrema formalidad. Entra sin demora en materia y pasa a hablar de la crisis económica que desde hace diez años [al momento de escritura de la carta] fustiga al país. Bonne Année afirma poder proponer algunas ideas para que el país retome el camino de la prosperidad. Vuelve sobre los estudios de economía que, siguiendo los pasos de su hermano, comenzó en la universidad de Yaoundé pero muy pronto se vio forzada a interrumpir. Luego menciona su curso por correspondencia de seguros y fianzas. Clama haber conseguido redactar un folleto con su solución personal a los problemas económicos del Camerún actual. Su sueño, afirma, es lograr hacer públicas sus ideas. Se acercó ya, para ello, al CEPER [Centro de Edición y de Producción para la Enseñanza y la Investigación], pero ahí se le había dado a entender que no se hacían ya publicaciones gratuitas desde que las arcas estaban vacías. Por ello se volvía hacia su hermano. Le pedía dinero, 300 000 Francos CFA [al tipo de cambio del día de hoy, unos 450€.], que le permitirían costear la impresión de los primeros ejemplares. La carta cierra con una frase contundente, la única salida de tono: “Siento, hoy día, que me ahogo, pues tengo la impresión de sufrir con la verdad en el vientre.”
Es una carta de escritura sumamente controlada. Pregunto a Rosalie qué hizo Péno al recibir la carta.
—Pues, justamente, no supo qué hacer con ella.
—Pero, ¿le envió el dinero?
—No. No lo hizo. De tanto en tanto Péno enviaba un Western Union, pero era apoyo para la casa, no para publicar el libro. Su situación de entonces no era tan buena como ahora.
Acordamos, con Rosalie y sus camaradas, que pondrán a punto el dispositivo técnico que permita grabar las conversaciones por Skype con el tío Péno. Uno nunca sabe qué puede pasar a formar parte de una película.
Cuando Rosalie volvió a enlazar con los Estados Unidos —al parecer Péno, una vez roto el silencio, tenía prisa por volver a hablar— el sistema no estaba aún en pie. Péno se descargó de lo siguiente, que gloso:
Su hermana Bonne Année cursó la primaria en un colegio de Mvolyé, barrio de Yaoundé situado en el flanco derecho de la colina del mismo nombre, no muy lejos de la basílica de Nuestra Señora. Era una niña risueña y de inteligencia viva. Terminaba cada curso entre las primeras de su clase. Pasó después al reputado Collège Vogt, de religiosos, también en Mvolyé y uno de los mejores de la capital. Al final de quatrième —Bonne Année tenía 12 años— se llevó una decepción, de insospechadas e insospechables consecuencias.
Se acercó, como tantas otras veces, a mirar en la vitrina las listas de resultados: no halló su nombre en el cuadro de honor; se descubrió casi al final de la lista. Desconsolada, se soltó a llorar. El colegio se fue vaciando. Bonne Année sentada en el suelo, la frente en las rodillas, era incapaz de contener su mar de llanto. Un maestro se acercó. Le preguntó qué tenía. Entre sollozos, Bonne Année atinó como pudo a poner en palabras su desilusión, su desencanto. El profesor le respondió que esa mala nota, efectivamente, era algo grave, muy grave, pero que quizá él podría hacer algo al respecto; que esperara, afuera, al cierre del colegio: no demoraría en salir.
La lluviosa tarde del viernes cedía el paso a la noche y Bonne Année no volvía a su hogar. Se dio la voz de alarma. Vecinos y familia salieron a buscarla, en vano. Se dio parte en la gendarmería. El flanco izquierdo de la colina de Mvolyé es abarrancado, de vegetación tupida. Ahí se concentraron las búsquedas. Péno lo recorrió de arriba a abajo, dando voces, lleno de angustia. Durante tres interminables días de zozobra, nada se supo del paradero de la niña.
El lunes por la tarde, muda y aterrada, Bonne Année apareció en la puerta. Vestía ropas ajenas, que no eran de su talla, y no el uniforme de colegiala. Parapetada tras un muro de silencio, Bonne Année nada reveló de sus jornadas de ausencia y cautiverio.
La llevaron a una clínica a ser examinada. Se la halló muy, muy lastimada. La menor había sufrido violaciones repetidas. Corolario notorio de dicho ensañamiento, una futura esterilidad.
Lo vivido en sus tres días de calvario, Bonne Année se lo guardo a piedra y lodo. Durante veinte años. Los últimos cinco, desquiciada. No se confiaba, en la familia, en el poder sanador de la palabra.
Al escuchar a Rosalie narrar, presa de un vivo conflicto de emociones, una historia de espanto, una hipótesis vertiginosa me atraviesa el espíritu: ¿No le habría sido ella, Rosalie, entregada a Bonne Année en compensación, puesto que la familia sabía que ésta última no podría tener hijos? Me muerdo la lengua: no me toca a mí enunciarlo; es Rosalie misma quien debe —o no— evaluar tal posibilidad y decidir cómo ello reconfigura —o no— su estar en el mundo. Además, de darse, debería darse ante la cámara, en la película misma, y no en la mera investigación preliminar.
Sería indecente pretender hacer pasar aquí generalizaciones sobre la compleja relación del continente negro con la locura. Es un tema intrincado, del cual se ha teorizado solo fragmentariamente. Pero más de un viajero habrá entre mis lectores que lleve, quemadas en su retina con metal líquido, dos o tres terribles visiones... ¿Dónde, si no monte adentro y río arriba en el Léfeni, iba yo a ver un hombre encadenado a un árbol? ¿Qué decir de todos aquellos intensos y harapientos espantajos que, infaltablemente, caminan descalzos a media carretera? —uno, al rebasar, aprieta los dientes: se trata de partículas de oscura materia humana cuya trayectoria resulta absolutamente impredecible... ¿Y aquel muchacho sanluiseño que blandió ante mí su azada de hierro mientras amenazaba en iracundo wolof con partirme la cabeza? (La verdad es que, en el momento, ni miedo tuve: asumí que me tomaba el pelo; la noche previa habíamos conversado brevemente sobre la gran tortuga del desierto que tenía como mascota, y no había yo percibido nada extraño... Entendí el riesgo corrido sólo cuando, del mercado, salió una tromba de vendedores a inmovilizarlo e instarme, a gritos, a largarme: “¡Vete, vete! ¿¿¿Qué no ves que está loco???”)
Cribado ya mi lastre anecdótico, he de decir que me resulta por lo menos curioso que las neurosis parezcan, allende el Sahara, menos prevalentes que en Europa (en África no existe el psicoanálisis, solución burguesa de neurosis burguesas), mientras que las psicosis se tienen harto más a mano. Una especie de diagnóstico intuitivo deslinda las locuras en ‘transgresivas’ o ‘tolerables’. De las segundas, como en el caso de Bonne Année, se ocupa la familia. De las primeras, nadie; las sanidades públicas carecen de medios y estructuras para acogerlas y gestionarlas. Como resultado, la locura ‘transgresiva’ corta todas las amarras y, aquél a quien posee, se entrega a la vagancia.
Rosalie atravesó su adolescencia administrando, como bien pudo, la locura de su tutora. Llegada a la edad adulta, una necesidad imperiosa se le ha hecho sentir. La de procesar, a través de la expresión, una experiencia que para bien o para mal la constituye. No es la locura, directamente, su tema, pero la difícil suma locura + cine documental ofrece más de un escollo ético de talla, sobre los cuales le convendría interrogarse...
Con ello en mente, lancé a Rosalie a filmar, para hacerse la mano, un loco local: un pescador wolof aquejado de locura ‘tolerable’. Había perdido el juicio tras una serie de traumáticos descalabros como migrante. Trabé yo diálogo con él una noche, a la luz de las farolas y de cara a un oscuro, envalentonado, oleaje atlántico —pero esa es otra historia. Con una valentía digna de encomio, Rosalie aceptó el desafío. En el acto de filmarlo, cayó prestamente en la cuenta de cuán espinoso resulta apuntar con cámara y micrófono hacia alguien cuyas propias palabras han cesado de pertenecerle. ¿Cómo se las arregla el cineasta para que su interlocutor conserve el frágil estatuto de sujeto?
Al final del túnel, al centro mismo del proyecto de Rosalie, un hueco. Un hueco de terribles contornos.
La ausencia es el más real de los fantasmas, su teatro es la memoria.
El cine, sin embargo, narra en presente de indicativo.
Cinematográficamente, el problema y desafío estaba en cómo dar cuerpo a una ausencia, en cómo hallarle superficies para poder, así, filmarla en el presente.
Ya con el tiempo encima, fuimos repertoriando superficies: ámbitos, en los que Bonne Année vivió, en los que transcurrieron los dramas —varias casas y barrios, un mercado, una escuela, una carpintería; las escasas pertenencias que de Bonne Année quedaban —el gran plato de peltre blanco con ribete añil, algo de ropa, un par de credenciales y documentos administrativos, un modesto abanico de fotos picadas de humedad, bolígrafos secos. Podía grabarse la voz y recabar el testimonio vivo de quienes —Hortense, Péno— la frecuentaron y quisieron. Podía Rosalie viajar al pueblo y, cámara en mano, confrontar al patriarca Messi Ateba, quien, sin conocer a su sobrina, le vedó el acceso al mundo invisible; se podría incluso —desafiando la tradición, patriarcal y caduca— organizar un Essani extemporáneo, ¡un Essani de desagravio!
La flecha narrativa sería un juego de pistas: la búsqueda, por distintos espacios, de enigmáticos jirones de un libro, la escamoteada Carta abierta al presidente de la República. Y la pregunta abierta, el enigma de su contenido: acaso Bonne Année sí que creía, a su manera, en el poder redentor de la palabra.
La obsesión de Rosalie por el libro perdido —en el fondo su única herencia— lo había transmutado en un talismán en el que irían cifrados, en clave oracular, el destino del Camerún y la diáfana explicación de una demencia. Las páginas, repletas al ras, serían el espacio de aquella conversación crucial, póstuma, definitiva, que el desencuentro entre demencia y juventud no permitió. (Yo, por mi parte, albergaba ante el libro otras expectativas, no de sentido, sino de síntomas. La razón de la locura —o al menos su justificación—, creía tenerla en mano; Péno había librado varias claves: abuso, dolor, silencio. Yo fantaseaba, pues, con el testimonio empecinadamente desgarrado en el que se lograría rastrear —como en los diarios de Nijinsky— la progresiva desagregación de la psique.)
La película queda por hacer, pero es hora de soltarle, a Rosalie, la mano. Mi prédica —el evangelio según Jean Rouch— ha terminado. Convoco a mis estudiantes y les doy la bendición. Me vuelvo a París; Rosalie y sus camaradas se desperdigan por sus tórridos países del África francófona. Van armados, espero, de un nuevo instrumental para la mise-en-récit du réel, la “puesta-en-relato” de la realidad. El desenlace de sus historias habrán de irlo, en el proceso mismo de filmarlas, develando solos.
A las pocas semanas aparece en mi buzón un correo electrónico del Camerún. Rosalie me cuenta que su tía Hortense acaba de entregarle dos viejas bolsas con los libros del curso por correspondencia de Bonne Année. Había entre estas hojas sueltas, manuscritas. Retazos de la Carta. Presa de temblores, las leyó.
En cuanto su correo deja de temblar, Rosalie resume en tres puntos la situación presente:
• Si el cuaderno está en algún lado —vaya, si su finado abuelo no lo echó al fuego—, estará en el pueblo enclavado de Nkolmessi. Si todavía alguien puede saber algo de él, esa será la segunda esposa del abuelo Messi. Rosalie cruza los dedos para que Mama Jos —quien vendría a ser madrastra de B. A. y abuelastra suya— haya decidido conservar el abultado manuscrito, cuyo sentido y secreto —ni lee ni habla el francés— le están vedados. Pero para subir a Nkolmessi hay que esperar a que termine la temporada de lluvias.
• Tras leer lo poco que encontró, le entró pánico de volverse loca. Afortunadamente, ya se le ha pasado.
• Por ingenuo que pudiera resultar, el pensamiento político de Bonne Année podría, acaso, ayudarla a formular el de su generación.
Y me transcribe —al fin— un minúsculo fragmento de corte autobiográfico de la epístola de Bonne Année a la juventud camerunesa:
«Psicológicamente, BOAN estaba tan afectada que tenía la impresión de que su corazón estaba asaetado, completamente atravesado de flechas. Sufría y lloraba dentro de sí misma como si una maza la hubiera golpeado en la cabeza. No se interesaba por nada ni por nadie. Sus estudios sufrían, no porque no se aplicara en ellos, sino porque demasiadas preocupaciones le llenaban la mente.»
La traducción es mía. Apenas he puesto la puntuación de escuadra. La prosa de Bonne Année, al menos en esta breve astilla, luce perfectamente controlada. Carezco de elementos que permitan fechar, saber cómo y dónde el fragmento se insertaría en el elusivo todo. Extendidas, por metonimia, ciertas cualidades de uno al otro, resulta sintomático que Bonne Année se refiera a sí misma como BOAN, que se exprese en tercera persona: se contempla desde el exterior.
BOAN, en su pudor introspectivo, se muestra lúcida y sincera. No supo, el mundo, amarla. Lo que se le infligió se inflige a tantos otros seres vulnerables, día a día, en cada esquina del planeta.
A la postre, el documental se hizo. Nunca lo vi. En cambio me enteré, por indiscreción de alguna de sus antiguas camaradas, que la espigada y valiente Rosalie había parido una hermosa y lozana bebita.
¿Dónde erran las almas que no lograron entrar al Valle del Silencio?
No viví directamente —¡Dios me guarde!— la triste, tristísima, historia de Bonne Année —aunque hice lo mío para que, transcurridos doce años de su muerte, desgranara sus secretos. Ello, considero acaso...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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