1. Número 1 · Enero 2015

  2. Número 2 · Enero 2015

  3. Número 3 · Enero 2015

  4. Número 4 · Febrero 2015

  5. Número 5 · Febrero 2015

  6. Número 6 · Febrero 2015

  7. Número 7 · Febrero 2015

  8. Número 8 · Marzo 2015

  9. Número 9 · Marzo 2015

  10. Número 10 · Marzo 2015

  11. Número 11 · Marzo 2015

  12. Número 12 · Abril 2015

  13. Número 13 · Abril 2015

  14. Número 14 · Abril 2015

  15. Número 15 · Abril 2015

  16. Número 16 · Mayo 2015

  17. Número 17 · Mayo 2015

  18. Número 18 · Mayo 2015

  19. Número 19 · Mayo 2015

  20. Número 20 · Junio 2015

  21. Número 21 · Junio 2015

  22. Número 22 · Junio 2015

  23. Número 23 · Junio 2015

  24. Número 24 · Julio 2015

  25. Número 25 · Julio 2015

  26. Número 26 · Julio 2015

  27. Número 27 · Julio 2015

  28. Número 28 · Septiembre 2015

  29. Número 29 · Septiembre 2015

  30. Número 30 · Septiembre 2015

  31. Número 31 · Septiembre 2015

  32. Número 32 · Septiembre 2015

  33. Número 33 · Octubre 2015

  34. Número 34 · Octubre 2015

  35. Número 35 · Octubre 2015

  36. Número 36 · Octubre 2015

  37. Número 37 · Noviembre 2015

  38. Número 38 · Noviembre 2015

  39. Número 39 · Noviembre 2015

  40. Número 40 · Noviembre 2015

  41. Número 41 · Diciembre 2015

  42. Número 42 · Diciembre 2015

  43. Número 43 · Diciembre 2015

  44. Número 44 · Diciembre 2015

  45. Número 45 · Diciembre 2015

  46. Número 46 · Enero 2016

  47. Número 47 · Enero 2016

  48. Número 48 · Enero 2016

  49. Número 49 · Enero 2016

  50. Número 50 · Febrero 2016

  51. Número 51 · Febrero 2016

  52. Número 52 · Febrero 2016

  53. Número 53 · Febrero 2016

  54. Número 54 · Marzo 2016

  55. Número 55 · Marzo 2016

  56. Número 56 · Marzo 2016

  57. Número 57 · Marzo 2016

  58. Número 58 · Marzo 2016

  59. Número 59 · Abril 2016

  60. Número 60 · Abril 2016

  61. Número 61 · Abril 2016

  62. Número 62 · Abril 2016

  63. Número 63 · Mayo 2016

  64. Número 64 · Mayo 2016

  65. Número 65 · Mayo 2016

  66. Número 66 · Mayo 2016

  67. Número 67 · Junio 2016

  68. Número 68 · Junio 2016

  69. Número 69 · Junio 2016

  70. Número 70 · Junio 2016

  71. Número 71 · Junio 2016

  72. Número 72 · Julio 2016

  73. Número 73 · Julio 2016

  74. Número 74 · Julio 2016

  75. Número 75 · Julio 2016

  76. Número 76 · Agosto 2016

  77. Número 77 · Agosto 2016

  78. Número 78 · Agosto 2016

  79. Número 79 · Agosto 2016

  80. Número 80 · Agosto 2016

  81. Número 81 · Septiembre 2016

  82. Número 82 · Septiembre 2016

  83. Número 83 · Septiembre 2016

  84. Número 84 · Septiembre 2016

  85. Número 85 · Octubre 2016

  86. Número 86 · Octubre 2016

  87. Número 87 · Octubre 2016

  88. Número 88 · Octubre 2016

  89. Número 89 · Noviembre 2016

  90. Número 90 · Noviembre 2016

  91. Número 91 · Noviembre 2016

  92. Número 92 · Noviembre 2016

  93. Número 93 · Noviembre 2016

  94. Número 94 · Diciembre 2016

  95. Número 95 · Diciembre 2016

  96. Número 96 · Diciembre 2016

  97. Número 97 · Diciembre 2016

  98. Número 98 · Enero 2017

  99. Número 99 · Enero 2017

  100. Número 100 · Enero 2017

  101. Número 101 · Enero 2017

  102. Número 102 · Febrero 2017

  103. Número 103 · Febrero 2017

  104. Número 104 · Febrero 2017

  105. Número 105 · Febrero 2017

  106. Número 106 · Marzo 2017

  107. Número 107 · Marzo 2017

  108. Número 108 · Marzo 2017

  109. Número 109 · Marzo 2017

  110. Número 110 · Marzo 2017

  111. Número 111 · Abril 2017

  112. Número 112 · Abril 2017

  113. Número 113 · Abril 2017

  114. Número 114 · Abril 2017

  115. Número 115 · Mayo 2017

  116. Número 116 · Mayo 2017

  117. Número 117 · Mayo 2017

  118. Número 118 · Mayo 2017

  119. Número 119 · Mayo 2017

  120. Número 120 · Junio 2017

  121. Número 121 · Junio 2017

  122. Número 122 · Junio 2017

  123. Número 123 · Junio 2017

  124. Número 124 · Julio 2017

  125. Número 125 · Julio 2017

  126. Número 126 · Julio 2017

  127. Número 127 · Julio 2017

  128. Número 128 · Agosto 2017

  129. Número 129 · Agosto 2017

  130. Número 130 · Agosto 2017

  131. Número 131 · Agosto 2017

  132. Número 132 · Agosto 2017

  133. Número 133 · Septiembre 2017

  134. Número 134 · Septiembre 2017

  135. Número 135 · Septiembre 2017

  136. Número 136 · Septiembre 2017

  137. Número 137 · Octubre 2017

  138. Número 138 · Octubre 2017

  139. Número 139 · Octubre 2017

  140. Número 140 · Octubre 2017

  141. Número 141 · Noviembre 2017

  142. Número 142 · Noviembre 2017

  143. Número 143 · Noviembre 2017

  144. Número 144 · Noviembre 2017

  145. Número 145 · Noviembre 2017

  146. Número 146 · Diciembre 2017

  147. Número 147 · Diciembre 2017

  148. Número 148 · Diciembre 2017

  149. Número 149 · Diciembre 2017

  150. Número 150 · Enero 2018

  151. Número 151 · Enero 2018

  152. Número 152 · Enero 2018

  153. Número 153 · Enero 2018

  154. Número 154 · Enero 2018

  155. Número 155 · Febrero 2018

  156. Número 156 · Febrero 2018

  157. Número 157 · Febrero 2018

  158. Número 158 · Febrero 2018

  159. Número 159 · Marzo 2018

  160. Número 160 · Marzo 2018

  161. Número 161 · Marzo 2018

  162. Número 162 · Marzo 2018

  163. Número 163 · Abril 2018

  164. Número 164 · Abril 2018

  165. Número 165 · Abril 2018

  166. Número 166 · Abril 2018

  167. Número 167 · Mayo 2018

  168. Número 168 · Mayo 2018

  169. Número 169 · Mayo 2018

  170. Número 170 · Mayo 2018

  171. Número 171 · Mayo 2018

  172. Número 172 · Junio 2018

  173. Número 173 · Junio 2018

  174. Número 174 · Junio 2018

  175. Número 175 · Junio 2018

  176. Número 176 · Julio 2018

  177. Número 177 · Julio 2018

  178. Número 178 · Julio 2018

  179. Número 179 · Julio 2018

  180. Número 180 · Agosto 2018

  181. Número 181 · Agosto 2018

  182. Número 182 · Agosto 2018

  183. Número 183 · Agosto 2018

  184. Número 184 · Agosto 2018

  185. Número 185 · Septiembre 2018

  186. Número 186 · Septiembre 2018

  187. Número 187 · Septiembre 2018

  188. Número 188 · Septiembre 2018

  189. Número 189 · Octubre 2018

  190. Número 190 · Octubre 2018

  191. Número 191 · Octubre 2018

  192. Número 192 · Octubre 2018

  193. Número 193 · Octubre 2018

  194. Número 194 · Noviembre 2018

  195. Número 195 · Noviembre 2018

  196. Número 196 · Noviembre 2018

  197. Número 197 · Noviembre 2018

  198. Número 198 · Diciembre 2018

  199. Número 199 · Diciembre 2018

  200. Número 200 · Diciembre 2018

  201. Número 201 · Diciembre 2018

  202. Número 202 · Enero 2019

  203. Número 203 · Enero 2019

  204. Número 204 · Enero 2019

  205. Número 205 · Enero 2019

  206. Número 206 · Enero 2019

  207. Número 207 · Febrero 2019

  208. Número 208 · Febrero 2019

  209. Número 209 · Febrero 2019

  210. Número 210 · Febrero 2019

  211. Número 211 · Marzo 2019

  212. Número 212 · Marzo 2019

  213. Número 213 · Marzo 2019

  214. Número 214 · Marzo 2019

  215. Número 215 · Abril 2019

  216. Número 216 · Abril 2019

  217. Número 217 · Abril 2019

  218. Número 218 · Abril 2019

  219. Número 219 · Mayo 2019

  220. Número 220 · Mayo 2019

  221. Número 221 · Mayo 2019

  222. Número 222 · Mayo 2019

  223. Número 223 · Mayo 2019

  224. Número 224 · Junio 2019

  225. Número 225 · Junio 2019

  226. Número 226 · Junio 2019

  227. Número 227 · Junio 2019

  228. Número 228 · Julio 2019

  229. Número 229 · Julio 2019

  230. Número 230 · Julio 2019

  231. Número 231 · Julio 2019

  232. Número 232 · Julio 2019

  233. Número 233 · Agosto 2019

  234. Número 234 · Agosto 2019

  235. Número 235 · Agosto 2019

  236. Número 236 · Agosto 2019

  237. Número 237 · Septiembre 2019

  238. Número 238 · Septiembre 2019

  239. Número 239 · Septiembre 2019

  240. Número 240 · Septiembre 2019

  241. Número 241 · Octubre 2019

  242. Número 242 · Octubre 2019

  243. Número 243 · Octubre 2019

  244. Número 244 · Octubre 2019

  245. Número 245 · Octubre 2019

  246. Número 246 · Noviembre 2019

  247. Número 247 · Noviembre 2019

  248. Número 248 · Noviembre 2019

  249. Número 249 · Noviembre 2019

  250. Número 250 · Diciembre 2019

  251. Número 251 · Diciembre 2019

  252. Número 252 · Diciembre 2019

  253. Número 253 · Diciembre 2019

  254. Número 254 · Enero 2020

  255. Número 255 · Enero 2020

  256. Número 256 · Enero 2020

  257. Número 257 · Febrero 2020

  258. Número 258 · Marzo 2020

  259. Número 259 · Abril 2020

  260. Número 260 · Mayo 2020

  261. Número 261 · Junio 2020

  262. Número 262 · Julio 2020

  263. Número 263 · Agosto 2020

  264. Número 264 · Septiembre 2020

  265. Número 265 · Octubre 2020

  266. Número 266 · Noviembre 2020

  267. Número 267 · Diciembre 2020

  268. Número 268 · Enero 2021

  269. Número 269 · Febrero 2021

  270. Número 270 · Marzo 2021

  271. Número 271 · Abril 2021

  272. Número 272 · Mayo 2021

  273. Número 273 · Junio 2021

  274. Número 274 · Julio 2021

  275. Número 275 · Agosto 2021

  276. Número 276 · Septiembre 2021

  277. Número 277 · Octubre 2021

  278. Número 278 · Noviembre 2021

  279. Número 279 · Diciembre 2021

  280. Número 280 · Enero 2022

  281. Número 281 · Febrero 2022

  282. Número 282 · Marzo 2022

  283. Número 283 · Abril 2022

  284. Número 284 · Mayo 2022

  285. Número 285 · Junio 2022

  286. Número 286 · Julio 2022

  287. Número 287 · Agosto 2022

  288. Número 288 · Septiembre 2022

  289. Número 289 · Octubre 2022

  290. Número 290 · Noviembre 2022

  291. Número 291 · Diciembre 2022

  292. Número 292 · Enero 2023

  293. Número 293 · Febrero 2023

  294. Número 294 · Marzo 2023

  295. Número 295 · Abril 2023

  296. Número 296 · Mayo 2023

  297. Número 297 · Junio 2023

  298. Número 298 · Julio 2023

  299. Número 299 · Agosto 2023

  300. Número 300 · Septiembre 2023

  301. Número 301 · Octubre 2023

  302. Número 302 · Noviembre 2023

  303. Número 303 · Diciembre 2023

  304. Número 304 · Enero 2024

  305. Número 305 · Febrero 2024

  306. Número 306 · Marzo 2024

  307. Número 307 · Abril 2024

  308. Número 308 · Mayo 2024

  309. Número 309 · Junio 2024

  310. Número 310 · Julio 2024

CTXT necesita 15.000 socias/os para seguir creciendo. Suscríbete a CTXT

Adelanto editorial

Revolución en el desierto tóxico

Andy Robinson 26/02/2020

<p>Mina de cobre de Chuquicamata, en el desierto de Atacama.</p>

Mina de cobre de Chuquicamata, en el desierto de Atacama.

Godofredo Pereira (CC BY 2.0)

En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí

Por miedo al sabotaje, la empresa estatal de cobre Codelco había suspendido las habituales visitas a la mina de Chuquicamata, a seis kilómetros de Calama, en medio de un paisaje lunar, apocalíptico, pero no por eso menos sublime, del desierto de Atacama. Solo habían transcurrido cuatro años desde aquella triunfante asamblea del FMI en Lima durante la crisis de los gobiernos de la izquierda, pero el nuevo consenso de Washington en América Latina, liderado por Christine Lagarde y anunciado con aquella mejora del ceviche neoliberal, había saltado por los aires en el país más estrechamente identificado con sus recetas: Chile. Tras la primera explosión de protestas en Santiago contra una subida del precio del metro, las manifestaciones contra el Gobierno del empresario billonario Sebastián Piñera se habían extendido a lo largo del estrecho país. Desde los bosques de eucalipto comercial en el sur que expulsaban a los indígenas mapuches, hasta las grandes minas transnacionales del desierto de Atacama, cinco mil kilómetros más al norte, donde la sequía avanzaba implacable.  

En Calama, la triste ciudad minera de burdeles y casinos a unos pocos kilómetros de Chuquicamata, bandas de jóvenes encapuchados se peleaban todas las tardes con los carabineros antidisturbios. Después de la batalla campal, un grupo de adolescentes comían hamburguesas con diez salsas y escuchaban vídeos de rock duro en un falso diner neoyorquino de la calle principal. Uno llevaba una camiseta del Che Guevara, lo que tenía mucho sentido porque el Che se detuvo unos días en Calama durante la odisea latinoamericana que emprendió a principios de 1952 con su amigo Alberto Granado en una vieja motocicleta Norton. (…) 

Casi sesenta años después, medio olvidado ya el trágico golpe contra Allende, la masacre neoliberal de Pinochet y la lenta salida del miedo cotidiano a vivir en una democracia vigilada, el pueblo de Chile se había levantado en una espectacular reivindicación colectiva de cambio. Fue como si de repente alguien, quizás el fantasma del joven Ernesto Guevara, hubiese quitado el velo de los ojos de los chilenos. Y lo más subversivo de todo era lo mucho que Chile se parecía ya a Europa o a Estados Unidos, tras casi cinco décadas de «reformas estructurales» de la escuela neoliberal. En términos de crecimiento del PIB, habían dado buenos resultados, acortando la brecha con los países desarrollados más que en el resto de la región. Chile era el país latinoamericano que más recordaba a la periferia europea (en renta per cápita rebasaba ya a Polonia). (…) 

Aquí, en el tóxico desierto minero, otra serie de reivindicaciones se sumaron a las protestas en el resto del país. «Con la minería tenemos lo que los neoliberales llaman con sus eufemismos externalidades. Una externalidad sería, por ejemplo, que se agote el agua y que la que quede esté contaminada de arsénico y plomo», me explicó, sentado en su humilde casa en Calama, Esteban Velásquez, diputado de la región de Antofagasta y toda una rara avis en la política chilena, al que se comparaba con el uruguayo José Mujica por su austeridad personal y fuertes convicciones. «La filosofía de las élites en Santiago, cuando se trata de esta región, siempre ha sido: el desierto lo aguanta todo». Las fundiciones en Calama que producían el concentrado de cobre habían sido las más contaminantes del mundo. Ya existían niveles peligrosos de arsénico en el aire debido a la actividad volcánica, pero desde unos años atrás apenas había controles sobre lo que se desprendía de las chimeneas de las fundiciones. Todo el norte de Chile y gran parte del país ya sufría una grave escasez de agua. Más al sur, la ciudad de Copiapó se había quedado literalmente desabastecida de agua y el Gobierno se vio forzado a financiar las construcciones de una planta desalinizadora en la costa para bombear el agua del mar al árido interior. 

La Constitución chilena, redactada en 1980 bajo la fría mirada del dictador Pinochet, defendía como un derecho la propiedad privada del agua, un generoso regalo constitucional rentabilizado por empresas mineras y agroindustriales

Desde el mirador situado encima de la enorme mina a cielo abierto, no era difícil imaginar la gravedad del problema medioambiental en Calama. Gigantescos camiones de la marca Caterpillar bajaban cargados de roca de cobre tambaleándose sobre inmensas ruedas más grandes que las viviendas de los mineros. La roca tenía el 0,5 % de cobre. Es decir, que por cada cien toneladas de roca extraídas del inmenso agujero en el desierto, se sacarían cincuenta kilos de cobre. La roca era molida utilizando ingentes cantidades de agua y luego transportada a las plantas de abajo para ser transformada en concentrado con el 30% de ley de cobre. Y así exportado probablemente a China. Detrás se veían las llamas y la humareda negra de un vertedero. Con el cambio climático más avanzado en el alto desierto andino que en la mayor parte del planeta, los manifestantes de Calama entendían como nadie la importancia de la principal reivindicación de las protestas de 2019: una asamblea constituyente para diseñar una nueva Constitución. Porque la existente Constitución chilena, redactada en 1980 bajo la fría mirada del dictador Augusto Pinochet, defendía como un derecho la propiedad privada del agua, un generoso regalo constitucional rentabilizado por empresas mineras y agroindustriales. Es más, la Constitución blindaba el derecho sagrado de las empresas extranjeras que habían abierto veinte minas en Chile, lo que representaba el 70 % de la extracción del cobre nacional, a obtener beneficios sin pagar royalties.  (…)

Mientras las barricadas se levantaban a las afueras de la ciudad, en el Park Hotel, a cuatrocientos metros del aeropuerto, se palpaba la zozobra de los directivos e ingenieros mineros que aprovechaban los doce vuelos diarios a Santiago para no tener que vivir en Calama. Una vez en la capital, el túnel de San Cristóbal los llevaría directamente del aeropuerto a Vitacura y los distritos de lujo en la cordillera del oeste de Santiago. De modo que tampoco allí tendrían que afrontar la cruda realidad chilena. El sindicato minero, cooptado por el Estado tras décadas de lucha bajo el liderazgo de la histórica sindicalista Carmen Lazo, se mostró reacio a participar en la rebelión popular contra Piñera. Pero los ejecutivos mineros entendían el peligro del levantamiento en las calles. Cuando el movimiento de protesta, coordinado mediante las redes sociales y sin líderes, convocó una huelga general en todo el país, las barricadas de basura encendida aparecieron en todas las salidas de Calama y los autobuses que transportaban a los trabajadores hasta las minas quedaron inmovilizados. Es más, una semana antes, los trabajadores del puerto de Antofagasta, en el Pacífico, habían secundado el primer paro. Cientos de toneladas de cobre quedaron en los vagones del tren a la espera de ser descargados en los buques que los llevarían a China. De este puerto salía gran parte de las exportaciones de cobre, el 80 % del total exportado en el momento álgido del superciclo de las commodities, del que la economía chilena dependía. «Con razón están preocupados, porque esto es el ajuste de cuentas del pueblo chileno», sentenció Velásquez.  

Tras la experiencia de aquellas multitudes vestidas de Neymar en la Avenida Paulista de São Paulo, convencidas de que la privatización de todo sería la solución de los males causados por Lula, Dilma y el Partido de los Trabajadores, fue un soplo de aire fresco llegar a Santiago de Chile en otoño de 2019. Decenas de miles de chilenos, la mayoría veinteañeros, acudían todas las tardes a plaza de Italia, en el centro de la capital, para expresar su rechazo a la economía de mercado de las privatizaciones y la banalidad y exigir un giro de ciento ochenta grados o el cese de Piñera. La bandera de las manifestaciones era la insignia de los mapuches, con su cultrún amarillo, emblema de la cosmovisión de los indígenas de Chile y Argentina. En Chile la gente entendía lo que suponía ser un conejillo de indias en el laboratorio del experimento neoliberal latinoamericano más famoso. La economía había sido elogiada tantas veces en el Wall Street Journal a lo largo de los años que ni hacía falta pagar el publirreportaje. Los tertulianos de las jornadas bancarias, menos preocupados por los recuerdos y las pesadillas, situaban el inicio del milagro en el golpe de Pinochet de septiembre de 1973. Entonces los Chicago Boys del premio Nobel Milton Friedman, que luego asesoraría a Margaret Thatcher, a Ronald Reagan y a Boris Yeltsin, habían aplicado la terapia de shock económica, mientras los servicios de inteligencia de la infame DINA pinochetista descargaban sus propios shocks eléctricos, en absoluto metafóricos, en las cámaras de tortura de la finca de Villa Grimaldi, en las afueras de la ciudad. El título del discurso que pronunció Friedman ante la junta militar en marzo de 1975 sentaría las bases para décadas de torturas económicas a manos del FMI, cuyo último ejemplo era Grecia.

El sistema de pensiones de capitalización promocionado como la panacea para un mundo envejecido había acabado con un resultado un tanto decepcionante. El 80 % de los jubilados cobraban pensiones inferiores al salario mínimo

«¿Gradualismo o tratamiento de shock? Si quieres cortar el rabo de un perro, no lo haces poco a poco, sino de un machetazo», sentenció Friedman en su presentación, un símil que debió de gustar a los militares presentes. Chile estrenó el nuevo modelo neoliberal de desregulación, privatización y Estado menguante (salvo para el presupuesto policial y militar), que luego se pondría de moda a escala global. Tuve la oportunidad de hacerle una entrevista a Friedman en 2002, cuatro años antes de su muerte, cuando pasaba el invierno con su mujer en una urbanización de la despreocupada tercera edad en Florida. «Lo hicieron muy bien», dijo en referencia a Sergio de Castro y demás Chicago Boys chilenos. «Pero no hacía falta crear una dictadura para hacerlo». Un conveniente fallo de memoria, a sus entonces noventa años, permitió al padre del monetarismo ignorar el hecho de que había visitado Santiago para asesorar a los generales uniformados y los economistas trajeados cuando ya estaba en plena marcha la tortura de cuarenta mil opositores al golpe. Tres mil de ellos desaparecerían tal vez atados a un viejo raíl de acero de los ferrocarriles mineros y arrojados al Pacífico desde un helicóptero.

En cambio, los analistas bancarios más sensibilizados políticamente —conscientes de la importancia ideológica de casar los resultados económicos con la democracia liberal— situaban el éxito chileno en la democracia de los años noventa, tras el referéndum de 1989 y la caída de Pinochet. Pero incluso estos se sentían agradecidos al viejo dictador, reconvertido en abuelo paternalista merced al marketing neoliberal. Las reglas de juego de los Chicago Boys se habían incorporado a la Constitución pinochetista que pasaría sin modificaciones a la democracia. Esto protegería, coincidían los analistas del Banco Santander y de la agencia Moody’s, al sistema chileno de cualquier gobierno de corte «populista» que pensara deshacer todos los logros y los sacrificios realizados. Pero ser el país paradigmático del neoliberalismo y tenerlo inscrito en la piedra constitucional no merecía tantos elogios para quienes lo padecían. El famoso sistema de pensiones de capitalización diseñado por el hermano del presidente, José Piñera, en tiempos de Pinochet y promocionado en road shows globales, financiados por los bancos, como la panacea para un mundo envejecido, había acabado con un resultado un tanto decepcionante. El 80 % de los jubilados cobraban pensiones inferiores al salario mínimo de 350 euros al mes. Alejandro Quiroga, profesor de instituto de cara arrugada, larga melena y barba blanca que le daba aspecto de profeta, resumió el problema: «Yo tengo una jubilación que no me alcanza para vivir y tengo que seguir trabajando a los 92 años». Lo cierto era que Santiago estaba lleno de ancianos pluriempleados. Algunos abuelos y bisabuelos habían recurrido al suicidio. Pero el sistema de Piñera era una mina de oro para el sistema financiero. Las administradoras de fondos de pensiones (AFP), entidades privadas gestionadas por aseguradoras globales como MetLife, gestionaban nada menos que 250.000 millones de dólares de ahorros de los chilenos. Una fortuna que se canalizó hacia bancos y fondos con excelentes márgenes de beneficios. Asimismo, el acceso a la educación y la sanidad estaba sesgado en favor de los que más tenían y se disparaba el endeudamiento estudiantil, sujeto a tipos de interés prohibitivos pagados a los bancos. 

(…)

Conscientes de que nada podía cambiar si no se reconstruía la casa desde los cimientos, los jóvenes en la plaza de Italia reivindicaban antes que nada una nueva Constitución. Al inicio de las protestas, Piñera lo negaba todo. Había anunciado que «estamos en guerra contra un enemigo poderoso e implacable», en referencia a las escenas de violencia. Sobre todo en el metro, donde grupos anarquistas habían destruido diecinueve estaciones. La primera dama Cecilia Morel denunció una «invasión extranjera alienígena». La pareja presidencial seguía el ejemplo de Luis Almagro, el secretario general uruguayo de la Organización de Estados Americanos, tan identificado con la agenda de Washington que, tras las protestas en Quito y Santiago, había denunciado un complot de «las dictaduras bolivariana y cubana para financiar, apoyar y promover el conflicto político y social».

Pero el discurso del nuevo macartismo latinoamericano provocó incredulidad en las calles de Santiago. Cuando el general Iturriaga, máximo mando de las Fuerzas Armadas, respondió que «yo no estoy en guerra con nadie», el error garrafal de cálculo de Piñera se hizo evidente. Días después, cuando más de un millón de manifestantes contra las AFP y el sistema privatizado de pensiones se lanzó a las calles en Santiago (en un país de diecinueve millones de habitantes), quedó claro que el presidente jamás recuperaría la credibilidad. Piñera había intentado ir más lejos que ningún Gobierno demócrata en el proyecto de Friedman y Pinochet al anunciar una serie de recortes de impuestos a sus amigos de la oligarquía. Pero fue el momento menos indicado. Dio marcha atrás en todas las medidas recién anunciadas, desde la subida de precios al recorte de impuestos sobre sociedades, y dio su apoyo a una nueva Constitución. Aun así, no se desconvocaron las protestas. Siguieron produciéndose cada día en Santiago y en el resto del país en medio de un millón de grafitis: «Chile despierta!», rezaban muchos. «Milicos (militares) ¡Devolveremos sus balas!», advertía otro tras la muerte de una treintena de personas en el estallido y las graves lesiones oculares de otros veinticinco manifestantes causadas por los disparos a bocajarro con balas de goma de los carabineros. Los grafiteros no llegaron a competir con el muralismo vanguardista de Roberto Matta y los brigadistas de los años de Allende. Pero las estatuas oficiales de símbolos de la patria untados con tres o cuatro capas de pintura multicolor, con una bandera mapuche y una máscara antigás colocada en la cara del héroe de la independencia Ambrosio O’Higgins, parecían homenajes al pop art revolucionario chileno de los años setenta. Uno de los grafitis más reveladores de los miles de garabatos rezaba: «Chile, donde nació el neoliberalismo y donde morirá». Aunque no se sabía muy bien qué vendría después. Otro grafiti confesaba: «Hay tantas cosas que cambiar que no se qué huevada pedir aquí». 

En plaza Italia se realizaba todos los días una estruendosa cacerolada. El estruendo más ensordecedor de todos era obra de cientos de jóvenes que golpeaban con piedras, palos y a veces con sus puños una barrera metálica levantada para proteger la torre Telefónica en el área en frente de la plaza. Era la sede de la empresa española Movistar, que había comprado a precio de saldo la recién privatizada empresa telefónica chilena en 1996, bajo la dirección de Juan Villalonga, amigo del presidente conservador español José María Aznar, que a su vez había privatizado lo que quedaba de participación estatal de la Telefónica española unos años antes. «¡Crack, crack, clang, clang!». Sonaban los golpes contra la valla de acero. Algunos chavales hacían kung-fu para amplificar el ruido de sus patadas contra el metal. Fue una perfecta banda sonora para la crisis del modelo neoliberal y lo que algunos habían calificado veinte años antes como una nueva conquista española, en los tiempos de multinacionales con sede en el paseo de la Castellana y de ejecutivos con mocasines y abrigo loden. 

Otras empresas españolas estaban en el punto de mira de los manifestantes, sobre todo constructoras como Ferrovial y Abertis, que habían logrado hacerse con jugosas concesiones de carreteras privadas bajo un modelo muy friedmaniano en el que el peaje subía cuanto más tráfico hubiera. Fue una idea inspirada en la economía de la oferta y la demanda para lograr que la mano invisible del mercado redistribuyera el tráfico eficazmente y evitar así los atascos. Solo que no existían rutas alternativas, de modo que los conductores en general, tras pagar el peaje más caro durante la hora punta, se metían resignados en una kilométrica caravana. Quien no pagara en un sistema que ofrecía pingües beneficios a las multinacionales españolas y a otras europeas, perdía su carné de conducir. (…)

Las empresas españolas Ferrovial y Abertis habían logrado hacerse con jugosas concesiones de carreteras privadas bajo un modelo muy friedmaniano en el que el peaje subía cuanto más tráfico hubiera

En la agenda económica alternativa que emergería de la ola de protestas, el asunto del extractivismo era un elemento permanente. El frente amplio de la izquierda que rechazaba la política de consenso post-Pinochet, gestionado por los socialdemócratas Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, defendía alternativas a la dependencia de la minería, así como de las piscifactorías contaminadas del salmón y la madera extraída por encima de los derechos históricos de los mapuches. «Hay una sensación de que nos están jodiendo todos, desde los fondos de pensiones, los bancos y las grandes empresas relacionadas con el Gobierno, incluyendo las transnacionales mineras que no pagan impuestos y que son las propietarias del agua», me explicó, durante un taller sobre los derechos de la naturaleza en Santiago, Lucio Cuenca, director del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales. 

(…) Calama constituía un microcosmos del desencanto chileno. «Hay una gran decepción. La sensación que se tiene en la calle es que somos los primeros del cobre, pero exportamos concentrados sin industrialización y sin desarrollo. Extractivismo, nada más que sacar piedras. Tal vez sea una exageración, pero es la percepción que hay. El superciclo y Calama ya están medio agotados», me explicó Iván Valenzuela, un ingeniero de Codelco que había trabajado para una empresa consultora en Calama. «Existían los ingredientes para no repetir los errores del pasado, pero no se hizo nada», resumió. Calama era el Potosí del siglo XXI, un símbolo perfecto de las nuevas venas abiertas de América Latina. «Aquí en Calama, tienes el distrito de cobre productivo más grande del mundo. Hay una decena de minas de capital público y privado. Es decir, se trata de una zona world class de la minería de cobre», dijo Valenzuela. «Pero mira, está vinculada a una ciudad como Calama, que es una ciudad de mierda. ¿Cómo es posible que con más de un siglo de explotación de las minas de cobre más grandes del mundo y tras un ciclo de precios altísimos no hayamos sido capaces de crear una ciudad de verdad?», añadió.

Un trabajador boliviano que arreglaba el jardín en el Park Hotel me regaló a mí aquella visión esclarecedora que aquella pareja obrera le dio en su momento al joven Che en Chuquicamata. Envuelto en un traje protector, tal vez por el calor despiadado del desierto, tal vez por el veneno que desprendía la tierra excavada, resumió la sensación de que el milagro chileno había pasado de largo de esta ciudad y de todo el país: «¡Fíjense, mi madre en Bolivia es una mujer pobre pero cobra tres veces más de pensión de lo que se cobra aquí! ¡Es increíble!». Su comentario sería el perfecto enlace para contar la historia del litio boliviano. Porque no solo explicaba el motivo de las épicas revueltas en Chile contra el modelo neoliberal, sino también el golpe de Estado contra Evo Morales que se preparaba en esos mismos momentos al otro lado de la frontera. 

-----------------------

Este texto es un extracto de Oro, petróleo y aguacates, el libro de Andy Robinson que Arpa publicará el 4 de marzo.

 

 

Por miedo al sabotaje, la empresa estatal de cobre Codelco había suspendido las habituales visitas a la mina de Chuquicamata, a seis kilómetros de Calama, en medio de un paisaje lunar, apocalíptico, pero no por eso menos sublime, del desierto de Atacama. Solo habían transcurrido cuatro años desde...

Este artículo es exclusivo para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí

Autor >

Andy Robinson

Es corresponsal volante de ‘La Vanguardia’ y colaborador de Ctxt desde su fundación. Además, pertenece al Consejo Editorial de este medio. Su último libro es ‘Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina’ (Arpa 2020)

Suscríbete a CTXT

Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias

Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí

Artículos relacionados >

Deja un comentario


Los comentarios solo están habilitados para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí