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Una tarde en Madrid con Joaquín Achúcarro

El pianista recuerda sus inicios musicales en Bilbao y su larga trayectoria como intérprete y profesor

Felipe Nieto Madrid , 21/03/2020

<p>Joaquín Achucarro, en una foto promocional.</p>

Joaquín Achucarro, en una foto promocional.

Cedida por el entrevistado

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Conocí a Joaquín Achúcarro (Bilbao, 1932) al llegar al ascensor del mismo edificio madrileño en el que, lo supe en ese momento, ambos habitamos. Le acompañaba, como siempre que le he visto desde entonces, su mujer Emma Jiménez. Con esto quiero decir que somos vecinos –buenos vecinos, al menos por parte de ellos– de los Achúcarro, como los llamamos coloquialmente nosotros, mi pequeña célula familiar. Me habían llegado noticias de su residencia por la portera. Haciendo honor a su oficio –y a fe que lo ejercía con eficacia– me informó de que uno de los pisos altos de la casa pertenecía a un músico importante que ocasionalmente recalaba por Madrid.

Y fue así cómo, efectivamente, ante el ascensor, empezamos una conversación informal, fluida y prolongada más allá del trayecto de subida a nuestros respectivos domicilios. Desde entonces, a lo largo de todos estos años, más de veinte ya, encuentros e intercambios se han sucedido con cierta regularidad cuando Emma y Joaquín transitoriamente se instalan en Madrid, sea con motivo de sus anuales idas y venidas hacia o desde Dallas, en cuya Universidad Metodista del Sur Joaquín imparte clases magistrales desde hace más de 30 años, sea después de una actuación en vaya usted a saber qué sala de conciertos del mundo, incluidas las madrileñas. Han sido intercambios breves, cálidos siempre, en los que se advertía sin pretenderlo la comodidad del otro, la voluntad de no poner fin, el continuará en otro momento, todo ello más allá de las obligadas conversaciones sobre obras y derramas en la comunidad de vecinos, demasiado frecuentes por desgracia durante unos años. Así, poco a poco, se ha ido forjando la necesidad de una conversación más amplia, esta entrevista concretamente.

Más de una vez es posible oír a Joaquín ejercitarse en su viejo piano vertical, desde tempranas horas de la mañana, desvelado por un ‘jet lag’ que la costumbre de tanto viaje alrededor del mundo no consigue superar

Especialmente al regreso de las recurrentes tournées de Joaquín, los Achúcarro acostumbran a hacer una breve escala en Madrid, camino a su tierra y a su casa propiamente dicha, Bilbao. A Joaquín le gusta demorarse en Madrid, una ciudad en la que ha vivido en diversas temporadas y en la que, entre otras, se formó musicalmente. Desde el piso que se eleva sobre los tejados de la ciudad, se deleita contemplando un panorama único, torres de iglesias y chapiteles pizarrosos, cúpulas barrocas, altos edificios comerciales anodinos y torres modernas orgullosas que por mucha altura que exhiban no alcanzan a ocultarle la vista de la sierra de Guadarrama, dibujada desde aquí sin solución de continuidad con la inmediata Casa de Campo.

Más de una vez, sobre todo en verano, es posible oír a Joaquín, las puertas de su casa abiertas, ejercitarse en su viejo piano vertical, desde tempranas horas de la mañana, desvelado por un jet lag que la costumbre de tanto viaje alrededor del mundo no consigue superar. Es también, como comenta en esta entrevista, el tributo diario obligado a su instrumento, el ejercicio que no se puede dejar, incluso si este piano de su casa de Madrid ha perdido la afinación adecuada hace muchos años.

Cuando Achúcarro actúa en Madrid, por fuerza sus estancias entre nosotros se prolongan. Hemos podido verle en el Auditorio Nacional interpretar el Concierto N.º 4 para piano de Beethoven, o el Concierto para la mano izquierda de Maurice Ravel (el compositor vasco-francés al que Joaquín niño, acompañado de su madre, recuerda haber visto nadando en la playa de San Juan de Luz, en un lejano verano de 1936, el primero de la Guerra Civil). En diciembre pasado vino a Madrid para actuar en el Teatro Monumental. Junto a la orquesta de RTVE, bajo la batuta del director japonés Kazushi Ono, ofreció el mismo programa que ejecutó en Tokio, en su caso el Concierto para piano N.º 2 de Sergei Rachmaninov. Sus idas y venidas de casa a los ensayos en el teatro nos dieron tiempo suficiente para encontrarnos una tarde y conversar tranquilamente sin límite de tiempo en mi casa. Emma nos ha dejado solos. Vendrá a recogerlo y juntos haremos las fotografías.

Con su naturalidad y cercanía proverbiales, el artista que en los escenarios del mundo hace fluir con facilidad aparente las músicas más difíciles y sublimes, va a intentar ahora, ante el ignaro musical que le entrevista, traducir con las palabras más sencillas lo inefable de su trabajo de interpretación en el que continúa hoy, a sus 87 años, con la curiosidad y la dedicación de sus años de debutante a finales de los 40 del siglo XX.

Vamos a comenzar por lo más inmediato, si te parece. ¿Por qué has escogido esta obra para esta sesión, el segundo concierto de Rachmaninov?

¿Y por qué no? (risas). Hay dos maneras de contestar al por qué. Porque es un gran concierto, es maravilloso, y lo he tocado en Tokio hace dos meses…

¿Y en toda tu trayectoria pianística?

Para un intérprete importa el lado muscular del piano, cómo toques de deprisa. Luego viene el lado expresivo, la cantidad de colores que puedes dar a una frase

Esta va a ser la 97. La primera vez tenía 18 años. Hay una gran convivencia con ella… A lo mejor tocas una obra una vez y no vuelves a ella hasta el año siguiente. Por ejemplo, las orquestas inglesas, hacían varios conciertos a la semana. Hacían 20 conciertos al mes, la misma obra la tocaban en diversas ciudades próximas… En una semana podías tocar la misma obra cinco veces y luego… a saber cuándo te vuelven a contratar o lo propones tú mismo.

¿Cómo elige un solista su repertorio? ¿Lo decide él mismo?

Desde luego, lo que tiene que ocurrir es que las obras que trabajes te gusten mucho.

Por ejemplo, este concierto de Rachmaninov, ¿por qué te gusta?

Porque tiene unas melodías maravillosas, y unas armonías… Es una gran obra.

¿Difícil?

Muy difícil. De esta en España existía una grabación del propio Rachmaninov, 5 ó 6 discos de 78 revoluciones. Claro, oyes eso y te enamoras de la obra. Rachmaninov era el más grande pianista de su tiempo, murió en 1943, como un número uno indiscutible, como intérprete y como pianista. 

Dinos algunas cualidades específicas de un pianista.

Para un intérprete importa el lado muscular del piano, cómo toques de deprisa, etc. Luego viene el lado expresivo, la cantidad de colores que puedes dar a una frase, la cantidad de rubatos… ([ligera aceleración o desaceleración del tempo de una pieza a discreción del solista o del director]. Al interpretar, de lo que se trata es de incorporar tu tiempo interno al tiempo del solfeo (la partitura) y de rellenar con tu vivencia lo que estás haciendo, sonoramente, rítmicamente, pianísticamente, musicalmente…  

En toda interpretación entra el hombre entero, el intelecto, la sensibilidad… Entra el lado deportivo, muscular, muy importante, mucho, difícil de conseguir, lo están consiguiendo ahora los jóvenes con una disciplina férrea de sus maestros chinos, rusos… Como el nivel muscular ha subido de una manera impresionante, hoy en los concursos es muy sorprendente lo que se puede ver. Es como, por ejemplo, en el atletismo, los antiguos records hoy serían propios de principiantes, algo así también pasa en el piano…

El intérprete ¿es un creador…?

El intérprete aporta cómo debe de sonar tal música, de qué manera concreta. Cada frase me gustaría que hiciera esta curva, mientras que otro con más temperamento querrá hacerlo de otra manera…

Sin duda. El intérprete aporta cómo debe de sonar tal música, de qué manera concreta. Cada frase me gustaría que hiciera esta curva, mientras que otro con más temperamento querrá hacerlo de otra manera… La partitura es el mapa de carreteras, hay que ir de aquí a aquí, ¿cómo? Eso ya es cosa del intérprete… Tienes unas notas escritas en un pentagrama que sabes lo que valen según el solfeo…  Las notas tienen un valor concreto, luego están los distintos tipos de compases… diferentes tipos de alternancias rítmicas. Con estos elementos es como el compositor pone lo mejor que puede lo que le canta por dentro… En el caso de Beethoven que ha dejado sus cuadernos de ensayos y esbozos, casi se puede seguir su proceso mental hasta el final, hasta lo último, que es lo que manda al editor y todavía no queda plenamente satisfecho: hay una carta a un editor diciéndole: “No soy tan divino como para no querer mejorar lo que he hecho, me gustaría retocar, añadir…” y, más increíble todavía, en un tiempo de una sonata, a la que harto ya de tanto hablar de pianoforte, de italianismos, etc., bautizó con un nombre alemán, la Hammerklavier, (Sonata para piano N.º 29, Beethoven), en esa sonata hay un tiempo, el adagio, que dura a lo mejor sus 8-10 minutos, y ahí, a punto de publicar la partitura, a toda prisa, escribió a los editores para que pusieran dos notas más, antes de empezar… Esas dos notas, son otra cosa, abren otra perspectiva. El compositor vuelca lo mejor que puede, lo que quiere que pase en el tiempo y en el sonido. Entonces llega el intérprete, uno lo toma de una manera, otro de otra…

Permítaseme recordar la dificultad de esta tarea. En una ocasión he leído al maestro Achúcarro formulándolo de modo muy expresivo: Yo sudo sangre para sacar al pájaro de esa jaula de cinco barrotes que es el pentagrama.

¿Y no puede haber una traición a la voluntad del autor por parte del intérprete?

Sí, claro que sí, puede haberla… Depende… si con un crescendo hace un diminuendo… eso es feo, ahí están los buenos y los menos buenos intérpretes… Los que han vivido en Viena saben muy bien lo que es un vals, mientras que en Aragón saben lo que es una jota, pero resulta que se escriben prácticamente igual en el papel, hay un mismo compás, ¾, pero la duración de las partes, el acento, son distintos… 

La repetición, el interpretar una misma obra muchas veces, ¿puede suponer monotonía, peligro de rutina, o… sigue siendo un desafío, una pasión?

Siempre es un desafío, porque hay elementos esenciales que siempre son distintos: el piano, la acústica del local, el público, la hora, el estado mental de uno mismo… Es lo mismo que hace el actor cuando ha memorizado las palabras escritas de su papel. Cuándo y cómo susurra, cuándo y cómo grita, la longitud de sus pausas dramáticas. Eso es interpretar. 

En toda interpretación musical intervienen: el solista, la orquesta, el director, ¿cómo es la relación del primero con los otros, cooperación, conflicto, indiferencia? ¿Puedes contar alguna experiencia particular?

Lo primero que se busca es la cooperación: ponerse de acuerdo sobre el tempo, los volúmenes sonoros, los lugares, digamos, “peligrosos”. Hay que intentar evitar los conflictos y, por supuesto, la indiferencia, ya que lo que queremos es hacer vivir a una obra que quizás sea un poco una cumbre del pensamiento humano. Tiene que haber un diálogo musical.

Sí, recuerdo algunos directores “indiferentes” entre los ¡más de 400! con los que he colaborado (y eso es muy irritante). Incluso alguna vez he tenido un director que estaba bebido…

Yendo a asuntos más lejanos, ¿cómo se forma un intérprete? ¿Cómo te formaste tú? ¿Por qué escogiste el piano? ¿Te escogió él a ti?

Lo primero que hace falta es el talento, cosa que todos sabemos lo que es hasta que lo tengamos que expresar en palabras. Pero claramente, un niño que oye una melodía y acto seguido la canta, tiene “algo” que otros niños no tienen, aunque a él le parezca la cosa más natural del mundo.

En mi niñez yo dormía oyendo el sonido del piano que mi padre, oculista, tocaba, muy bien, por cierto. Luego vino la curiosidad por aquella cosa tan grande, con tantos dientes y de la que salían sonidos tan bonitos. Luego me sentaron y, sin saber cómo, empezó la cosa. Luego vino el 20 de mayo de 1946 y al terminar de tocar, con 13 años, el concierto en Re menor de Mozart, en el cincuentenario de la Filarmónica de Bilbao, me di cuenta de que eso era lo que yo quería hacer. Parecía casi fácil. Luego supe, (y sigo sabiendo) que el precio que hay que pagar es infinitamente mayor que el ingenuo presupuesto juvenil. Cuanto más subes, más y más se ensancha el horizonte y apenas sales del cascarón descubres que solo el Talento (con mayúscula) no basta. El ascenso es cada vez más difícil.

Por lo tanto, tienes que seguir estudiando para no perder la forma física –en el acto de tocar intervienen, no solo los dedos, también el juego de muñeca, el antebrazo y los hombros. Yo llamo a eso la parte “deportiva”, y hay que entrenarla. Pero además existe la parte musical, humana, emocional. El cuento de nunca acabar.

¿Se podría hablar en tu caso de obras o de autores favoritos? 

A estas alturas, los grandes compositores del pasado, de Bach a Stravinsky, son mis favoritos y lo son también de todos los músicos. Yo quiero prescindir de la idea de meter la Música entre las barras de esa especie de compartimentos estancos llamados Gregoriano, Barroco, Rococó, Clásico, Romántico, Postromántico, Impresionismo… La lista es impresionante y ayuda a colocar en el tiempo histórico una obra pictórica, musical, arquitectónica, etc. Pero lo que no podemos olvidar es que toda obra artística ha sido hecha por seres humanos, con sus anhelos, amores, odios, temores, y por tanto hay un elemento común a todos los estilos: el expresar “algo” común a toda la humanidad. Cada artista tiene su “parcela”, llamémosle así.

¿Qué relaciones mantienes con tu instrumento? Después de tantos años ¿ha habido una evolución en ella, algún cambio significativo?

La relación es de amor-odio. Amor a lo que el piano me puede dar como satisfacciones personales, los hermosos sonidos que puede producir, heroicos, temerosos, dulces, agrios… la gama es casi infinita. El odio, por lo caro que los vende.

Hablemos de otras actividades intelectuales o artísticas, ¿consideras necesarias para la actividad de un músico, de un intérprete en tu caso, materias como la filosofía, la poesía, la pintura…? 

En mi niñez yo dormía oyendo el sonido del piano que mi padre, oculista. Luego vino la curiosidad por aquella cosa tan grande, con tantos dientes y de la que salían sonidos tan bonitos

Claro que sí. Cualquier actividad que tenga que ver con el espíritu humano, la capacidad de asombro, el aprender de personas que ni de lejos llamaríamos nuestros maestros… Las tres que mencionas son totalmente indispensables. Una vez más, el cuento de nunca acabar. El interés por conocer, no solo la personalidad del compositor que interpretas, también la persona, su entorno, su “circunstancia” que diría Ortega, es imprescindible. Tienes que estar alerta para percibir algo bello en la vida normal, no como cuando entras en un museo, ya “predispuesto” a asombrarte viendo obras maestras.

Ahora quiero hacerte una pregunta más personal, ¿qué es Emma para ti? 

Por primera vez se ha quedado sorprendido, como paralizado. Se iluminan sus ojos claros, tan vivos, y me mira mientras percibo que apenas tiene palabras para responder a pregunta tan obvia.

Emma… …¡Emma es todo!

Un poco sobrepuesto al pequeño ataque por sorpresa, continúa:

Creo que puedo hacer lo que hago gracias a Emma. No solo por sus enormes conocimientos sobre música y sobre piano: a los ocho años fue Premio extraordinario –y por tanto profesora– de solfeo y a los doce años terminó la carrera de piano con Premio Extraordinario (creo que nadie ha batido ese récord todavía). Hemos hecho juntos conciertos a dos pianos. Formó dúo con Félix Ayo, durante 20 años, tocando la literatura de piano y violín. Pero, además, es “el hombre de la casa”: viajes, relaciones públicas, relación con las orquestas, sociedades, empresarios, etc. Y tiene opiniones musicales y pianísticas contrarias a las mías. Todas estas actividades consumen tiempo y energía –¡vaya si consumen energía!– para que yo tenga tiempo de estudiar.

Joaquín Achúcarro y Emma Jiménez, en su casa de Madrid.

Joaquín Achúcarro y Emma Jiménez, en su casa de Madrid.

Hemos llegado al final. Muchas gracias, Joaquín, por tus palabras.

Ha sido más de una hora de conversación con el hombre excepcional que continúa paseando por el mundo, junto a su arte único, su bonhomía jovial cautivadora de la que pueden dar fe cuantos tienen la suerte de disfrutar de su presencia pública. Deseamos que se prolongue por muchos años. 

Conocí a Joaquín Achúcarro (Bilbao, 1932) al llegar al ascensor del mismo edificio madrileño en el que, lo supe en ese momento, ambos habitamos. Le acompañaba, como siempre que le he visto desde entonces, su mujer Emma Jiménez. Con esto quiero decir que somos vecinos –buenos vecinos, al menos por parte de ellos–...

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Autor >

Felipe Nieto

Es doctor en historia, autor de La aventura comunista de Jorge Semprún: exilio, clandestinidad y ruptura, (XXVI premio Comillas), Barcelona, Tusquets, 2014.

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