TRIBUNA
La España de los balcones
El hecho de que nunca vayamos a retornar a la normalidad no significa que lo que nos aguarde sea algo mejor
Jaime Vindel 27/03/2020
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Está claro que el coronavirus ha venido para quedarse. Que no retornaremos a la normalidad. Que la normalidad era, en cierto modo, el problema. No creo que esto desvele nada nuevo para quienes, por ejemplo, estén relacionados con las consecuencias ecológicas del ‘business as usual’. Pero esta afirmación también posee un componente existencial. En realidad, nuestra parte más consciente y rebelde sabía de sobra que algo andaba jodidamente mal. Quien tenga el privilegio de vivir estos días el confinamiento con relativa calma, incluso si es una calma en mitad de la indignación y de la rabia, es probable que lo perciba con claridad. El privilegio es siempre menor o nulo para otros: quienes han de cuidar niños, quienes lo hacen de acuerdo a modelos monomarentales, quienes han perdido el trabajo, quienes nunca lo tuvieron, quienes padecen enfermedades mentales, quienes sufren exclusión por motivo de su procedencia, quienes comparten la intimidad con sus maltratadores, etc. Y luego están los que no pueden vivirlo: quienes han de ir a trabajar exponiéndose y exponiendo a los demás al contagio. La crisis del coronavirus está atravesada por una geografía de clase, raza y género.
También es obvio que el hecho de que nunca vayamos a retornar a la normalidad no significa que lo que nos aguarde sea algo mejor. La partida por la resolución política de la crisis sanitaria, social y económica está abierta. Y no estamos en disposición de cometer demasiadas torpezas. Mientras la derecha hiperventilada se lanza a las redes sociales con la intención de decapitar a determinados miembros del gobierno (desde el vicepresidente de Asuntos Sociales, Pablo Iglesias, al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez) y forzar así su caída, la izquierda celebra las pompas fúnebres del neoliberalismo de manera precipitada. Desde los partidarios del Green New Deal a militantes de Unidas Podemos, se da por supuesto que la apertura del grifo fiscal y la derrota por los hechos del paradigma de la austeridad abre un horizonte de época similar al de los años treinta y cuarenta. No comparto que estemos ante una situación propicia para las fuerzas emancipadoras o progresistas. A menudo olvidamos que la correlación de fuerzas que alumbró la posibilidad histórica del New Deal o del Plan Marshall se situó en un ciclo político de larga duración que, al menos desde 1871 cuando no, desde 1848, gestó en Occidente las formas de autoorganización del movimiento obrero, con una capacidad de permear al conjunto de la sociedad que no tiene parangón posible en la actualidad. Nuestra época se corresponde más bien con la tabula rasa que el neocapitalismo ha practicado sobre los restos (desde los sindicatos laborales a las asociaciones vecinales) de ese universo social, económico y cultural anterior. Y los nuevos movimientos sociales, si bien han generado valiosos espacios de socialización y han irrumpido en la agenda política con temas decisivos, no han conseguido crear formas organizativas con la suficiente consistencia como para colmar esa brecha.
No estamos ante una situación propicia para las fuerzas emancipadoras o progresistas. Si para alguien lo es, es para la extrema derecha
Si para alguien es propicia la coyuntura de época que se abre ante nuestros ojos, es para la extrema derecha. Una extrema derecha que, en lugar de recurrir al folclore neofranquista de montura a lo Abascal, tenga la inteligencia de componer la reactivación del mando estatal (con unas políticas públicas probablemente magras, pero que generen un cierto rédito social en clave populista: por ejemplo, a través de una renta básica de inserción) con la reafirmación del sentimiento ultra-nacional. La guerra cultural de la derecha mediática se está nuevamente anticipando a lo que pueda venir. La retórica de la guerra y los soldados, tan en boga estos días, puede fortalecer esas formas reaccionarias de identificación patria en el contexto post-crisis. Tengamos en cuenta que opciones como Vox han insistido ya durante estos días en la torpeza del gobierno en relación a la tardanza en aplicar medidas como el estado de alarma o el cierre de fronteras, que refuerzan los imaginarios de la exclusión y el proteccionismo frente a la amenaza externa ya sea del virus o del migrante.
Esta política comunicativa del combate es paradójicamente alimentada por ciertos discursos procedentes del ala progresista. ¿Por qué calificar la labor abnegada de nuestros médicos como una guerra contra el virus cuando podríamos resaltar simplemente su extraordinaria profesionalidad? ¿Por qué convertir en soldados en el frente de batalla a los ciudadanos que se quedan en sus casas respondiendo tan solo a la responsabilidad individual y la conciencia colectiva? ¿Pensamos de veras que, imaginada en esos términos, la “comunidad de los balcones” puede prosperar más allá de la crisis como un prototipo de nuevas formas de empoderamiento social? ¿No parece más bien que esa comunidad abalconada está siendo puesta al servicio de la cultura del chivatazo y la identificación con las llamadas “fuerzas de seguridad del Estado”? Es tan cierto que hay policías que enfocan su trabajo como un servicio público como que esa identificación evidencia el olvido del pasado autoritario de este país, donde el estamento judicial no fue el único que dejó sin depurar sus continuidades con el régimen franquista. La repentina interiorización de la vigilancia debida es una muestra de la ausencia colectiva de memoria respecto a nuestra historia más inmediata, acaso el último producto de la Cultura de la Transición. Desde esa perspectiva, la crisis actual bien pudiera convertirse antes en la losa del 15M que en el fin del neoliberalismo.
¿Por qué calificar la labor abnegada de nuestros médicos como una guerra contra el virus cuando podríamos resaltar simplemente su extraordinaria profesionalidad?
Se suceden estos días en twitter las imágenes de ciudadanos que, desde sus balcones, abroncan a quienes se saltan las reglas del estado de alarma. Algunas de ellas resultan atroces. En ocasiones, los insultos se dirigen a voluntarios que, de manera absolutamente altruista, están colaborando con redes de apoyo mutuo que se ofrecen a realizar tareas específicas, como la compra semanal para personas mayores. Esas redes han proliferado de manera espontánea en diversos barrios de Madrid. Varias de ellas han recibido muchas más solicitudes de colaboración de las que se requieren. El trabajo coordinado y abnegado de nuestros médicos y voluntarios dibuja dos formas de cooperación sobre las que se debería perfilar cualquier idea de país que merezca la pena defender: una encarna el tesón de lo público; la otra, la capacidad, en este caso semiclandestina, de autoorganización de iniciativas comunitarias. La España de los balcones debe prestar la misma atención, la misma pasión, el mismo respeto, tanto a una como a otra, si no quiere sucumbir a la España de las banderas y los cuarteles.
Tendremos otro país el día en que ante una situación crítica como esta el foco mediático se desplace desde el Jemad Villarroya, un pésimo comunicador proclive a iniciar sus ruedas de prensa en Moncloa con el nefasto “sin novedad en el frente”, a la portavoz de las trabajadoras del hogar, cuyas demandas hemos de atender con urgencia si deseamos construir una moral cívica democrática. La crisis del coronavirus está quebrando la escala de valores de una sociedad que, sumamente golpeada por la crisis de 2008, no ha sabido o no ha podido imponer un cambio de rumbo no solo en la política de recortes, cuyos efectos se dejan sentir ahora en el sector sanitario y los servicios sociales, sino también ante la necesidad de impulsar un modelo productivo menos dependiente de la especulación inmobiliaria y el turismo masivo, que en una circunstancia como esta aumenta el grado de exposición a la catástrofe. La ola de la crisis sanitaria nos está dejando desnudos en la orilla de ninguna playa. Es el momento de revisar qué verdad dura y tenebrosa escondía el “yo soy español, español, español”.
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Jaime Vindel es investigador del Instituto de Historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Está claro que el coronavirus ha venido para quedarse. Que no retornaremos a la normalidad. Que la normalidad era, en cierto modo, el problema. No creo que esto desvele nada nuevo para quienes, por ejemplo, estén relacionados con las consecuencias ecológicas del ‘business as usual’. Pero esta afirmación...
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