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En estas fechas en las que nos reconocemos en los balcones con vecinos a quienes nunca saludamos o reconectamos y armamos videoconferencias inéditas con familiares y grupos de amigos, todos sentimos que “la comunidad” se hace presente con fuerza.
Esta comunidad se presenta no solo de forma racional o jurídica, sino más bien como una comunidad sentida, sedimentada ladrillo a ladrillo desde nuestra infancia, en cada lección de historia, en cada palabra aprendida en el idioma materno, en cada tragedia o celebración compartida a través de los medios de comunicación que vertebran y cimentan la conversación vivida en cada esquina de nuestro país, tanto si ganamos una competición de fútbol como cuando nos golpea un desastre.
Nos reconocemos en el momento de dificultad. Nos sucede en la cotidianeidad cuando nos golpean tragedias personales y aprendemos de nosotros mismos y de nuestras capacidades, limitaciones, debilidades y fortalezas. Nos sucede también como colectivo. Cuando la cotidianidad se desvanece surgen los héroes y los mezquinos, al tiempo que se nos hace más tangible el concepto de comunidad, esa escurridiza fórmula que según quien la nombre es nación, pueblo o país.
El antropólogo Victor Turner describió bien este fenómeno social. Para él la communitas “surge de forma reconocible durante el período liminal”. La liminalidad es ese momento de tránsito, de excepción, que algunos pueblos acompañan con ritos de paso o cambio. Ese momento liminal es un momento de comunión “espiritual” en el que se suspenden las distintividades triviales y nos reconocemos con fuerza como parte de un colectivo que nos es propio.
Las instituciones de la UE han optado por permanecer entre lo trivial, condenando con su inacción el sueño de una genuina y reconocible comunidad de europeos y europeas
El tiempo del coronavirus es uno de esos momentos de excepción en el que lo trivial preconcebido, las certezas inanes, quedan suspendidas (desde el fútbol hasta El Hormiguero, pasando por una miríada de cotidianidades prescindibles en tiempos de communitas). El mañana es más incierto y nos refugiamos en el nosotros, en el colectivo, en la comunidad. Nada hay más sólido y tangible a nuestro alrededor que la comunidad, el lazo indisoluble entre nosotros, un lazo que sentimos y sabemos que nos protege, un lazo que nos hace sentir miembros del mismo grupo, vinculados por hilos invisibles que se hacen tangibles y que parecen cobrar robustez solo en fechas como las que vivimos. De ese pro-común las instituciones son el bien más preciado, nuestra fortaleza, las que nos protegen y amurallan del peligro, del peligro exterior y del peligro interior, el del sálvese quien pueda neoliberal que en ausencia de instituciones nos abocaría al conflicto social, a la ley del más fuerte. Por eso y para eso construimos instituciones. Por eso y para eso es preciso defenderlas.
Esas instituciones-fortaleza son además parte esencial de la definición del contorno de nuestra comunidad, aunque no sean el único. Los contornos más difusos emergen emocionalmente. Esos contornos nos dicen por ejemplo que hoy los lazos de solidaridad con Italia –e incluso con China–, con la que en estos momentos nos sentimos hermanados en el dolor, son más fuertes que con franceses o alemanes. El dolor como vínculo. Como también lo es el idioma compartido. Seguimos más cerca emocionalmente de América Latina que de Dinamarca o Reino Unido. Las distancias en este mundo conectado se miden a golpe de mensaje de whatsapp y no en kilómetros.
En este plano las instituciones europeas, que podrían haber ahormado un baluarte defensivo, ayudando a definir la communitas europea, han optado por permanecer entre lo trivial, suspendidas, condenando con su inacción el sueño de una genuina y reconocible comunidad de europeos y europeas.
Quienes hace un mes apostaban por seguir desmantelando el sector público sanitario hoy no se atreven ni a pensarlo
También en el marco de nuestro conflicto territorial el distanciamiento solo inicial del Gobierno vasco y catalán con el conjunto de la ciudadanía española y su Gobierno denotan la ambivalencia del arraigo de su sentimiento comunitario. En ellos prevalece la communitas vasca o catalana frente a la española, pero estas demuestran no ser excluyentes. De otro lado a un histórico centralismo madrileño de las últimas décadas, que ha debilitado gravemente nuestra cohesión territorial, se une ahora la reticencia de Ayuso a clausurar Madrid. Incluso en un momento de máxima unidad y fortalecimiento de la comunidad española, esta medida ha provocado sentimientos naturales de rechazo a un “Madrid” que resulta ajeno –especialmente el Madrid pudiente de quienes huían a sus segundas residencias– y que es hoy el epicentro del peligro y muy posiblemente el origen de una negligente gestión que contribuyó a extender el coronavirus por el territorio de nuestro país.
Pero para Turner estos momentos de communitas, de liminalidad, son sobre todo propios de transiciones. Momentos en los que se refundan las estructuras sociales que soportaban la vieja normalidad. Aquellas viejas estructuras que resulten inoperantes para los nuevos sentidos comunes que emerjan de la crisis serán barridas por esta. Quienes hace un mes apostaban por seguir desmantelando el sector público sanitario hoy no se atreven ni a pensarlo. Aquellos que veían una distopía en que el gobierno impusiera moratorias de pago de hipotecas a los bancos, hoy lo piden en el Congreso para los alquileres. Quienes asumían que los bancos jamás devolverían los 65.000 millones de euros de su rescate, hoy lo ven más cerca. Incluso el escándalo de corrupción de la monarquía, que en otro tiempo la habría sencillamente golpeado, hoy podría acabar por hacer ineludible un debate profundo sobre nuestro modelo de Estado. En el reverso, una alerta: tampoco parecían cercanas las indeseadas fronteras hoy restauradas, o los recelos insolidarios propios del sálvese quien pueda con el que países como Chile rechazan recibir buques que necesitan arribar a puerto.
Esta crisis es también una transición. Que se resuelva del lado de la solidaridad y el fortalecimiento de los lazos que nos unen depende, más que nunca, de todos nosotros.
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Sergio Pascual es ingeniero y antropólogo. Fue secretario de Organización y diputado de Podemos. @pascualsergio
En estas fechas en las que nos reconocemos en los balcones con vecinos a quienes nunca saludamos o reconectamos y armamos videoconferencias inéditas con familiares y grupos de amigos, todos sentimos que “la comunidad” se hace presente con fuerza.
Esta comunidad se presenta no solo de forma racional o...
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Sergio Pascual
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