emergencia civilizatoria
Habitar la catástrofe, pensar lo insólito
Si hay alguna razón por la que deberíamos estar animando a los filósofos a publicar es porque tratan de impedir que el pensamiento crítico se vea desplazado por el sentimentalismo, el cinismo y la épica
Xandru Fernández 1/04/2020
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El último libro de Slavoj Žižek se titula Pandemic! COVID-19 shakes the world. La editorial OR Books lo puso a la venta el pasado 25 de marzo, si bien un anticipo de sus tesis ya había sido publicado en la web de Russia Today el 27 de febrero (y en castellano en CTXT el 20 de marzo). En él podemos leer que la pandemia nos enseña una lección, a saber, que necesitamos una red de sanidad pública global, es más, necesitamos desarrollar alguna forma nueva de comunismo que nos permita salvaguardar nuestras libertades, y nuestra propia existencia, cuando el capitalismo global llegue a su fin, que será pronto.
Žižek no fue el primer filósofo en pronunciarse sobre la pandemia: Giorgio Agamben se le adelantó veinticuatro horas en Quodlibet con un artículo titulado “L'invenzione di un’epidemia”, contestado al día siguiente por Jean-Luc Nancy en Antinomie. A partir de esa semana, casi todos los días hemos podido leer en la red algún texto filosófico sobre el coronavirus, entre ellos los de Byung-Chul Han, Franco “Bifo” Berardi, Judith Butler, Santiago Alba Rico, Alain Badiou, Markus Gabriel y Paul B. Preciado.
Al margen de nuestras filias y fobias, de nuestra formación y nuestras “áreas de especialización”, todos esos artículos son combustible, comida y bebida, y por consiguiente podemos utilizarlos para calentarnos, para alimentarnos o para emborracharnos, según como lleve cada cual su confinamiento. Pero también podemos hacer como que no existen y, ya puestos, elaborar una teología de su inexistencia, recomendar e incluso exigir el silencio de la filosofía hasta que se resuelva la crisis y volvamos a la normalidad. Como si fuese de mal gusto que los filósofos digan nada mientras no hayamos salido del bache, como si fuese desconsiderado hacia las víctimas, o hacia los profesionales de la salud, o hacia los ciudadanos confinados en sus casas por solidaridad, espíritu de sacrificio, patriotismo o miedo a que les casquen dos mil euros de multa. Del “no moleste, progre” al “cállese, filósofo” en dos semanas y media.
Lo curioso es que algunos periodistas sean los interesados en limitar y fiscalizar la desfachatez de pensar, como si el Estado hubiera externalizado estos servicios del pensamiento
Esos llamamientos al confinamiento intelectual llegan en plena polémica sobre la necesidad de detener la actividad económica y dejar que funcionen solamente los servicios considerados esenciales. Nada tiene que ver un asunto con el otro, pero la coincidencia cronológica ha hecho que el BOE y el llamado periodismo cultural compartan un mismo lenguaje de economía de guerra. Ni el primero ni el segundo consideran a los filósofos “trabajadores esenciales”. Aun así, el BOE no ha dicho que los filósofos deban cesar sus actividades, esto es, no se ha decretado ningún tipo de censura, ni se ha limitado la difusión de ideas por ningún medio, cosa que, según mis escasos conocimientos de Derecho Constitucional, tampoco podría hacerse en un estado de alarma (aunque puede que en Hungría sí lo hagan). Lo curioso es que sean algunos periodistas los más interesados en limitar y fiscalizar la desfachatez de pensar, como si el Estado, tradicionalmente enemigo de la crítica, hubiera externalizado también estos servicios de control del pensamiento, confiando en que la rivalidad entre profesionales de las letras será mucho más eficaz que el secuestro de publicaciones.
En el orden del gusto, se comprende que uno vea venir con desagrado el aluvión de libros ad hoc que se adivina en el horizonte: novelas sobre la pandemia, ensayos sobre la pandemia, poemas sobre la pandemia (alguno ya ha circulado por ahí con más pandemia que gloria). Pero, ¿por qué con desagrado? ¿Acaso preferiríamos reeditar el esnobismo con que el establishment cultural se enfrentó a la crisis financiera de 2008, aprestándose a apuntalar las viejas jerarquías en lugar de sumarse a la reflexión sobre el desastre? Cierto, se intuye que llegar antes será más rentable que llegar con algo que decir, pero todos sabemos que nada volverá a ser igual, que estamos inaugurando una nueva época, puede que una nueva edad, y que el primero que embotelle y etiquete sus pensamientos será el que pueda pedir la luna por ellos.
Recordemos que el 1 de noviembre de 1755 tenía lugar el terremoto de Lisboa y el 7 de diciembre Voltaire ya había publicado su famoso poema sobre el desastre. Ni Žižek fue tan rápido
En el orden del disgusto, se comprende también que algunos de los citados tanteos filosóficos en torno a la pandemia hayan suscitado reacciones de rechazo. Algún caso habrá en que no haya nada que entender, pero nunca está de más recordar aquellas palabras de Hegel en la Fenomenología del espíritu: “Mientras que el público, bondadosamente, se culpa a sí mismo de que una obra filosófica no le llega, quienes se hacen pasar por sus representantes y portavoces echan toda la culpa a los autores, seguros ellos de su competencia”. Por supuesto, ninguno de los autores mencionados llega con las manos vacías, todos tienen a sus espaldas una larga trayectoria y a nadie debería extrañarle que cada uno se valga de su propia paleta de conceptos para pintar el paisaje intelectual del coronavirus. Puede que en algún caso la patita del oportunismo haya asomado de manera prematura, pero, aun así, uno estaría muy lejos de aplaudir una moratoria filosófica que tan solo puede beneficiar a los vendedores de clichés. Algunos de estos últimos, por cierto, llevan décadas cómodamente instalados en el negocio de la filosofía institucional y se han vuelto tan perezosos que ni artículos necesitan escribir, les basta con responder formulariamente a las preguntas del entrevistador de turno y citar dos o tres generalidades sobre Platón, Séneca o Montaigne para garantizar que se les vuelva a llamar cuando tenga lugar la próxima emergencia civilizatoria.
Lo cierto es que ya da lo mismo si los Savateres y las Cortinas han tenido o dejado de tener alguna responsabilidad en la banalización de la filosofía durante el último cuarto de siglo. Ni siquiera importa mucho si Žižek, Badiou y compañía están lo suficientemente despiertos o por el contrario se limitan a repetir en sueños la misma tonadilla con que nos vienen consolando desde la última conmoción global. Si hay alguna razón de peso por la que deberíamos estar animando a los filósofos a pensar y a publicar no es por el contenido subversivo, inspirador, emancipador o edificante de sus propuestas, sino por la actitud que se manifiesta a través de ellas, la obstinación en impedir que el pensamiento crítico se vea desplazado por el sentimentalismo, el cinismo y la épica, tres maneras de habitar la catástrofe que se sustentan en una misma y sospechosa creencia, a saber, la de que todo volverá a ser igual que era.
Es posible que la filosofía necesite tiempo, como cualquier creación humana, para dar a luz lo mejor de sí misma, pero también es posible que ya no tengamos tiempo por delante, al menos ese tiempo del ocio entre catástrofes que alimentó durante siglos el lujo de pensar. O no tanto: recordemos que el 1 de noviembre de 1755 tenía lugar el terremoto de Lisboa y el 7 de diciembre Voltaire ya había publicado su famoso poema sobre el desastre. Ni Žižek fue tan rápido.
Conviene que vayamos asumiendo que tal vez el lugar de la filosofía en los próximos años sea precisamente la catástrofe, la falta de tiempo, la urgencia. Quizá no haya más normalidad a la que volver, y por lo demás, aunque la hubiera, no nos sobraría el haber aprendido a valorarla desde una nueva condición de exploradores o colonos de lo insólito.
El último libro de Slavoj Žižek se titula Pandemic! COVID-19 shakes the world. La editorial OR Books lo puso a la venta el pasado 25 de marzo, si bien un anticipo de sus tesis ya había sido publicado en la web de
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Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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