Dialéctica del contagio
Así en la enfermedad como en la guerra
Curso acelerado sobre la analogía entre el imaginario bélico y el discurso público que los gobiernos de Europa occidental han generado a la hora de gestionar la pandemia
Hedoi Etxarte 16/05/2020
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El 26 de abril coincidieron en el calendario una efeméride y una decisión de calado del Gobierno de España. Sería el último día de confinamiento hardcore y sería también el 83 aniversario del bombardeo aéreo más conocido de nuestra historia reciente, el de Gernika. Estas líneas tratarán las coincidencias conceptuales entre el imaginario bélico y el discurso público que los gobiernos de Europa occidental han generado a la hora de gestionar la pandemia que paró todo en marzo de 2020.
Los organismos mediante los que vivimos
Para la mayoría de la gente, los microorganismos son una amenaza para la vida humana. Sin embargo, infinidad de procesos para que esta sea posible, como la digestión, tienen que ver con microorganismos que traemos de serie o que incorporamos. Es posible establecer un paralelo entre esta idea y la reflexión de Lakoff y Johnson sobre las metáforas de la vida cotidiana: “Para la mayoría de la gente, la metáfora es un recurso de la imaginación poética [...] una cuestión de lenguaje extraordinario más que ordinario.” Más adelante fueron, si cabe, más tajantes: “Nuestro sistema conceptual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos, es fundamentalmente de naturaleza metafórica”.
Aunque hay una discusión pendiente de si la guerra es consustancial al ser humano, lo que parece evidente es que el pensamiento y la metáfora van ligados
Microorganismos como las bacterias son a nuestro cuerpo lo que las metáforas a nuestro sistema conceptual. Y, por tanto, independientemente de las intenciones autoritarias que los gobiernos europeos tengan con la gestión del Big Data o la militarización general de la sociedad, el recurso a la metáfora bélica tiene un largo recorrido, siempre ha estado ahí, y aparece unido a una pretensión de querer entender el mundo en términos conflicto. Aunque hay una discusión pendiente de si la guerra es consustancial al ser humano (aquella que planteó Bertolt Brecht contra Albert Einstein y Sigmund Freud), lo que parece evidente es que el pensamiento y la metáfora van ligados. Porque la metáfora no deja de ser una abstracción.
No es sorprendente, entonces, que los primeros ejemplos que Lakoff y Johnson catalogaron para referirse a la metáfora fueran aquellos que para referirse al campo de la discusión y a la argumentación tuvieran como sustrato la guerra:
Una discusión es una guerra
Tus afirmaciones son indefendibles.
Atacó todos los puntos débiles de mi argumento.
Sus críticas dieron justo en el blanco.
Destruí su argumento.
Nunca le he vencido
Como se ve, la argumentación se entiende y se explica en términos bélicos. El sofista y el dialéctico quieren vencer. Convencer es un modo asumido de vencer.
Como Lakoff y Johnson resaltaron, uno de los puntos interesantes de las metáforas es su coherencia. Las metáforas plantean un desafío porque funcionan a través de analogías entre realidades de naturaleza distinta. Es decir, y en nuestro caso, ¿funciona la metáfora bélica para tratar la crisis sanitaria y social que ha generado el coronavirus? Veamos.
Es una guerra
Emmanuel Macron dictó el 16 de marzo: “¡Estamos en guerra!”. Y Francia entró en guerra como antes otros Estados lo habían hecho, pero ¿contra quién? Una guerra se hace contra alguien. Incluso las guerras como pretexto para disciplinar a la población propia (¿qué guerra de las que conocemos no ha servido a tal fin?) se hacen contra personas o grupos armados (ejércitos, guerrillas, células, grupos, mafias). Sin embargo, en esta ocasión la guerra es contra un virus. Un ente que podría vivir por centenas en el diámetro de un pelo. El dicho aquel de matar moscas a cañonazos parece pensado para esta guerra o para cualquiera que, en realidad, no lo sea.
El bombardeo
Ian Patterson recopiló muchas de las representaciones (artículos de prensa, poemas, novelas y afiches de época) del bombardeo de Gernika. En su colección encontró las siguientes modulaciones del horror del bombardeo contra civiles: “martirio, sacrificio, acto de heroísmo o de crueldad, necesidad, barbarie, guerra científica y melodrama; como un aviso de lo que podía ser la naturaleza de la guerra moderna, incluso como vislumbre de un futuro inevitable”. Podríamos quedarnos con el catálogo completo para la crisis actual, con sólo leves modificaciones. Así, el coronavirus sería un aviso de lo que puede ser la naturaleza de las pandemias, incluso como vislumbre de un futuro inevitable.
El frente
El 18 de abril, tras casi un mes desde que los franceses se enclaustraran, Le Monde tituló así una noticia de la sección internacional: “Reino Unido: los sanitarios extranjeros en el frente”. La metáfora bélica no ha sido sólo empleada por gobiernos. La prensa ha amplificado el uso, como en esta noticia en la que se recogía que en el Reino Unido son tanto el personal sanitario como los pacientes de origen extranjero quienes han sido las primeras víctimas del virus. Los migrantes han sido la vanguardia en la guerra británica, como sucedió con los tirailleur senegaleses, aquella formación de infantería del Ejército Francés que solía funcionar como carne de cañón. En esta crisis vuelven a morir en combate los últimos en llegar. Hacen de escudos humanos, de soldados, los migrantes. De hecho, el primer ministro Boris Johnson, en su agradecimiento del 12 de abril a los equipos del hospital londinense de St Thomas subrayó el origen de quienes le salvaron la vida: “Jenny, de Nueva Zelanda, de Invercargill en la Isla Sur para ser exactos, y Luis, de Portugal, cerca de Oporto”. Así pues, parecería que en esa distinción racista entre buenos y malos migrantes, quienes se sacrifiquen ganarán su lugar en la nueva patria.
Con el coronavirus ha vuelto la frontera, ese lugar que parecía enterrado por la globalización. Contra la frontera sólo se chocaban los parias de la tierra de camino al primer mundo
La ironía se recogía en la noticia de Le Monde: según un informe que la Cámara de los Comunes hizo en julio de 2019, el 13,1% del personal de la sanidad pública británica no tiene nacionalidad británica (153.000 personas del algo más de un millón que trabajan en NHS). En el caso de los médicos (esa facción fundamental de cualquier ejército sanitario), el 37% de ellos obtuvo su diploma fuera del Reino Unido. Ironías del virus y la globalización, el 40% de esos médicos es catalogado como “no blanco” y procede principalmente de Asia.
En la misma noticia, Cécile Ducourtieux recogía más material bélico, como las declaraciones del ministro de Asuntos Extranjeros, Dominic Raab: “Si ahora dejamos de esforzarnos, echaremos a perder los sacrificios que ya hemos conseguido”. De nuevo volvía la idea del sacrificio, tan propia de la guerra y de la religión. La preocupación principal de esos tirailleur contemporáneos también la recogió Ducourtieux. Al final de su artículo, un especialista en cuestiones cardíacas de origen portugués y que ejerce en Bristol admitía que en cuanto la crisis termine, la buena visión de la gente sobre los sanitarios migrantes cambiará. Y que volverán ha hacer comentarios del tipo “¿Por qué un inglés no podría hacer tu trabajo?”.
Sucedió en guerras pasadas (con los senegaleses en Francia o los afroamericanos en Estados Unidos): tras la contienda, cuando ya has prestado servicio, tu condición de héroe desaparece.
La frontera
Ian Patterson explica que “la figura de frontera es un tema muy recurrente en la escritura británica de la década de 1930”. Patterson entiende que es lógico: en Europa el baile de fronteras es una constante, pero en el Reino Unido las fronteras las ponía el mar. Eso terminó con la Segunda Guerra Mundial porque la gente dejó de creer que “vivir en una isla les aportaba seguridad”. El bombardeo aéreo lo cambió todo de golpe, cualquier punto de las islas era tan vulnerable como otro lugar del continente.
En la crisis del coronavirus ha vuelto la frontera, ese lugar que parecía enterrado por la globalización. Contra la frontera sólo se chocaban los parias de la tierra de camino al primer mundo.
La portavoz del Gobierno de España, María Jesús Montero, sentenciaba el 20 de abril que el virus era “global” y que no entendía “de fronteras ni de ideologías” (lo hacía en respuesta a la Generalitat que demandaba una salida del confinamiento por territorios como se ha llevado a cabo en China, Italia o Alemania). Sin embargo, al mismo tiempo, todos los Estados de la Unión Europea suspendían de facto, y como nunca antes desde su entrada en vigor en 1995, el Acuerdo de Schengen para la libre circulación de personas y mercancías en la UE y en algún Estado limítrofe.
Geografía
Los bombarderos cambiaron la concepción espacial de la guerra. Las nociones de frente, vanguardia y retaguardia, tenían sentido en la tierra y en el mar. Con el avión, el territorio perdió esa distribución lineal en favor del área.
No sólo la visión sobre el espacio se modificó. Sucedió lo mismo con la antigua distinción entre “combatientes y civiles”: ahora todos podían morir por igual. En la guerra contra el coronavirus, se plantea también una novedad en el contagio. En el patrón anterior el enfermo iba al hospital o al centro de salud y el médico lo curaba. A esto hay que sumar un sistema sanitario precario y sin material suficiente, debido a lo cual el personal hospitalario tiene muchas posibilidades de enfermar: muchos de los infectados y de los muertos han contraído el virus en su lugar de trabajo. Por eso se entiende que ir a trabajar es ahora “ir a la guerra”.
El hospital ha dejado de ser percibido como un lugar seguro y sanador. Los centros de atención primaria de Francia han visto sus consultas reducidas entre el 40% y el 70% dependiendo de la región (una bajada del 44% en la medicina generalista y un 71% en la especialista). La gente ha entendido que, por un lado, sólo se está en guerra contra un virus y que el resto de enfermedades no importa, pero también, que los centros de salud son los lugares donde ahora habita el virus. Los centros de salud son el frente mismo.
El hospital ha dejado de ser percibido como un lugar seguro y sanador. En Francia las consultas en los centros de atención primaria se han reducido entre el 40% y el 70%
Cuando la “guerra total” alcanzó el Reino Unido, Baldwin sentenció que “la historia de nuestra insularidad ha terminado, porque con el advenimiento del avión ya no somos una isla”. Podríamos aplicarlo de manera invertida a la situación actual: la insularidad de los Estados ha vuelto, pero se ha invertido en las ciudades, la gente desconfía de los complejos hospitalarios y entiende que está mejor enfermo en casa que en manos de los médicos que bien podrían estar infectados o, si no lo estuvieran, están en edificios por los que transita la enfermedad. Ahora todo lo que no es hospital, oficina bancaria y centro comercial es isla.
En el diario L’Humanité del 22 de abril Nadège Dubessay decía que “por miedo a contagiarse o a molestar, muchas personas dudan en ir a la consulta” y definía la situación respecto a lo que podían ocasionar el resto de enfermedades como, “una bomba de relojería sanitaria por causa del confinamiento”. El artículo se hacía eco de la nota de prensa del Colegio de Medicina General en el cual se había advertido que “dejar en pausa los cuidados de la sanidad primaria era activar una bomba de relojería”. En la región parisina, por ejemplo, han llegado entre un 50% y un 70% menos de casos por accidentes cerebro-vasculares. El titular de Dubessay no auguraba la paz: “Los otros enfermos: las víctimas colaterales del Covid-19”.
El dominio de la moral
En 1921, Gioulio Douhet publicó El dominio del aire su libro más influyente hoy a la venta todavía a través del Ministerio de Defensa de España. Esta obra recibió adeptos en seguida y fue uno de los manuales fundamentales de las fuerzas aéreas del campo capitalista. Douhet lo había estructurado su trabajo en tres ejes: la guerra es inevitable, el ataque es la única defensa y cualquier sociedad se hundirá si es atacada desde el aire.
En las circunstancias sanitarias actuales desde las policías municipales a las gendarmerías se han aplicado a fondo en la aplicación de este patrón. En España, la cuarentena ha servido para detener a 5.923 personas e interponer 667.437 denuncias a personas que estaban en el lugar equivocado. En ese sentido, España es quien más ha guerreado. La duda en el relato es qué eran esas 667.437 personas en esta guerra: ¿desertoras porque no supieron ser soldados confinados?, ¿insumisas al arresto domiciliario obligado?, ¿irresponsables malhechores delincuentes por daños a la salud pública?, ¿revolucionarios que obedecían a un orden nuevo?, ¿insurgentes? No se olvide que, en realidad, eran todos civiles castigados en tiempos de guerra, por la vía rápida, en algún caso con ejecución sumaria sin juicio previo.
Hay una continuidad en la visión moralista de la enfermedad: para el cristianismo la enfermedad era castigo, para el mundo romántico es una expresión del yo
Las detenciones, palizas y multas no se han circunscrito a la isla coronada del Reino de España. En Béziers un sin techo de 34 años llegaba muerto a la comisaría el 8 de abril. Los policías municipales que en un primer momento quisieron terminar con el posible microorganismo que podía contener a través de golpes, terminaron por ahogarlo. La nota justificatoria fue que “no respetó el confinamiento”.
En un pasaje de El dominio del aire Douhet se refirió a la “moral de los civiles” de la siguiente manera:
“Ya no hay una línea de demarcación entre combatientes y no combatientes, porque todos los ciudadanos, estén donde estén, pueden ser víctimas de un ataque enemigo. A algunas personas les parece paradójico que la decisión final sobre las guerras futuras pueda depender de golpes a la moral de los civiles […] El resultado de la última guerra se decidió por las operaciones militares sólo en apariencia. La realidad es que lo que decidió fue la desmoralización de los vencidos: una moral en ruinas, producto del largo desgaste de los implicados en la lucha.”
“La moral” o “el estado de ánimo” de los civiles ha sido otra de las preocupaciones de las comandancias gubernamentales. Y es que, como señaló Patterson, lo que a Douhet le carcomía no sólo era “la crisis de la moral civil sino también sus consecuencias, la ruptura del orden social, la revuelta de la gente contra su gobierno belicista: una sublevación general en demanda de la paz”. Lo que de momento parece es que en la guerra actual la sumisión de las poblaciones europeas es casi total. Con alguna excepción en las barriadas de la periferia parisina donde la vida parece no sostenerse.
El castigo
Una de las lecturas que desde cierta ideología se ha hecho de la crisis del coronavirus es que esta pandemia es la respuesta que el planeta da a los excesos de la humanidad. Es una lectura que da a la Tierra conciencia, que le da capacidad de raciocinio y de venganza.
Susan Sontag contaba que en “la Ilíada y en la Odisea, la enfermedad aparece como castigo sobrenatural, como posesión demoníaca o como acción de agentes naturales.” Los griegos entendían la enfermedad de dos maneras: se podía tratar de una cuestión gratuita o podía ser consecuencia de faltas personales o colectivas. Sin embargo, con el auge del cristianismo, se impusieron “ideas más moralizadoras acerca de las enfermedades”, el lazo entre enfermedad y culpa se estrechó. La enfermedad se entendió entonces como “un castigo particularmente apropiado y justo”.
Los militares que deambulan por la geografía urbana española no llevan armas para aniquilar la enfermedad: no hay vacunas ni medicamentos
Con el romanticismo, la enfermedad como castigo del pecador se desplazó. Se empezó a entender que “la enfermedad era una expresión del carácter, un resultado de la voluntad.” O como recoge Sontag de Schopenhauer: “La voluntad se muestra como cuerpo organizado, y la presencia de la enfermedad significa que la voluntad misma está enferma.” Es más, desde el romanticismo se empezó a plantear que la cura también depende de la voluntad del sujeto, depende de que “poderes dictatoriales” subyuguen “a las fuerzas rebeldes”. Y, vemos así, que el propio cuerpo es un ejército contra otro ejército (las fuerzas rebeldes) y a la vez el campo de batalla.
Sontag recoge que antes de Schopenhauer, Bichat, un médico francés, ya sentenció que la salud era “el silencio de los órganos” y que la enfermedad era “su rebelión”.
En la metáfora humanizante, la Tierra de hoy, convertida en cuerpo y mente humana, está enferma. Y, según esta visión antropocéntrica, el virus que infecta la tierra no es otro que el ser humano, como reflexiona el Agente Smith en Matrix: “Ustedes en realidad no son mamíferos. Todos los mamíferos de este planeta, instintivamente desarrollan un equilibro natural con el entorno que les rodea. Pero los humanos no. Se mueven de un lugar a otro y se multiplican. Se multiplican hasta que todos los recursos naturales se consumen.” Y sentencia: “Hay otro organismo en este planeta que sigue este patrón. ¿Sabes cuál es? El virus. Los seres humanos son una enfermedad. Un cáncer para el planeta. Son una plaga.”
En ese sentido, hay una continuidad en la visión moralista de la enfermedad: para el cristianismo la enfermedad era castigo, para el mundo romántico es una expresión del yo. Como resume Sontag, la visión romántica “resulta tan moralista y punitiva, si no más, que la otra. Con las enfermedades modernas (antes la tuberculosis, hoy el cáncer), se empieza siempre por la idea romántica de que son expresión del carácter y se termina afirmando que el carácter es lo que las causa (a falta de otra manera de expresarse). La pasión avanza hacia adentro, ataca y aniquila los recovecos celulares más profundos”.
Sabemos que con el día final del confinamiento se acabarán los aplausos a las 20:00 en toda Europa. Será como la medianoche para la Cenicienta
Pese a que es evidente que el ser humano vive destruyendo ecosistemas como una apisonadora, casi todas las reflexiones hechas desde la ciencia pueden leerse también desde el antropocentrismo. Por ejemplo, en uno de los artículos que mejor recoge el ecocidio como origen de las pandemias aparece la cuestión: “¿No es hora de preguntarse por qué las pandemias se suceden a un ritmo cada vez mayor?”.
Sin embargo, hay un desplazamiento más en esta cadena de metáforas: va calando en el acervo común que el ser humano es un virus para el planeta (en Nueva Orleans pintan “El capitalismo es el virus” en las paredes y en una tela que cuelga de un balcón de Belgrado se lee: “El corona es un virus. El capitalismo una pandemia”). Sin embargo, en la genealogía de los virus que sacuden a los humanos, el pecado está precisamente en que los humanos no han sabido distanciarse lo suficiente de la naturaleza. Al contrario de lo que defiende la hola hippie que va tomando fuerza (“hay que conectarse más con la Madre tierra, hay que escucharla”). La ciencia dice lo contrario: hay que dejar en paz a la naturaleza, hay que dejar sus territorios lo más libres y amplios posibles… para que ella nos deje en paz. “La deforestación, la urbanización y la industrialización desenfrenada” son las causas de la pérdida de hábitats de animales que posteriormente nos transmiten un virus letal: pangolín, murciélago, serpiente, mosquito. VIH, ébola, zika, nipah, marburgvirus. El “salto de virus entre especies”. La Tierra no es ningún paraíso, hay que ponerse al mayor resguardo posible.
El miedo
Otro elemento común entre la recepción de la guerra y la de la pandemia es el miedo. El 10 de noviembre de 1932, en la Cámara de los Comunes del Reino Unido el ex-primer ministro conservador Stanley Baldwin tomó la palabra para hablar de la guerra:
“¿Qué puede haber que dé más miedo? Y el miedo es algo muy importante. Es verdad que puede actuar como elemento disuasorio contra la guerra en la mente del pueblo, pero es mucho más probable que fomente su necesidad de armarse como protección contra los terrores que se puedan lanzar contra ellos”.
Y cuando la guerra acaba no vuelve lo anterior. Se construye encima, y no se recupera lo que hubo. No se paran las fábricas de armas
Esta semana el ejército español llegaba a desinfectar el valle del Roncal (Navarra). Una zona que no tiene ningún caso registrado de coronavirus en un mes. Se entiende el envío de tropas en esta misma lógica de defensa: defenderse de lo que sea, sea como sea, incluso enviando a militares que puedan tener el virus a lugares donde la gente no lo tiene. Como los eslóganes que Baldwin difundió: “La única defensa es el ataque” o incluso “El bombardeo siempre se abre paso”. (p.88) En este caso la metáfora bélica ha puesto la guerra en marcha. Y ni siquiera, no se actúa como en una guerra, sino que se actúa en una situación real con estrategias propias del simulacro y la maniobra.
Quédate en casa
En la Primera Guerra Mundial el gobierno británico envió a los hombres a la guerra y a las mujeres a la fábrica y a seguir, a la vez, con los cuidados. En la guerra actual la situación es similar: los currelas a hospitales, el reparto o la fábrica. Pero al resto de la gente no se le anima a alistarse al ejército ni al voluntariado (organizado al margen de las instituciones y por barrios y pueblos) ni a la protección civil. En esta guerra se llama a la desmovilización total: quédate en casa. La casa como escondite para que el enemigo no te vea, no te alcance.
Pero, lo interesante es que los militares que deambulan por la geografía urbana no llevan armas para aniquilar la enfermedad: no hay vacunas ni medicamentos. Pero tampoco se ha puesto a los soldados a trabajar en fábricas para construir camas, UCIs, material de limpieza, ambulancias.
Durante la Primera Guerra Mundial, trescientos mil londinenses se refugiaron en las estaciones de metro. Era la propia compañía de tren subterráneo quien invitaba a los civiles a acudir a refugiarse con lemas como: “Ahí abajo se está a prueba de bomba”.
Sin embargo, al gobierno británico no le satisfacía ese uso del metro: quería a la gente en el frente, en la fábrica o en casa. El ministro del interior conservador recomendó quedarse en casa: “En general, sería de desear que se animara a la gente a quedarse en sus casas.” Y un folleto del Ayuntamiento de Hampstead decía que “las enfermedades causadas por la muchedumbre en las estaciones, el cansancio, la falta de sueño y el nerviosismo de los niños son más peligrosos para la vida que todas las armas juntas. Los hospitales de Londres apenas han notado bajas por ataques aéreos; al final, han sido los hospitales infantiles los que han sufrido ese trabajo”.
El historiador militar Basil Henry Liddell Hart recogió en su París o el futuro de la guerra la siguiente reflexión:
“¿Quién de los que lo han visto podrá olvidar el espectáculo nocturno de la población de una gran ciudad industrial y marinera, como Hull, saliendo en multitud a campo abierto con el primer sonido de la alarma? Mujeres, niños, bebés en brazos pasando una noche tras otra acurrucados sobre la tierra empapada, tiritando bajo un implacable cielo invernal; esa exposición al frío ha debido de causar mucho más daño que las pocas bombas que cayeron de dos o tres zeppelines”.
Así, se entendía que la intemperie era peor que quedarse en casa. Se entendió la intemperie como un virus, y el hogar posiblemente bombardeado como refugio. Como rezaba un afiche militarista de 1915 donde se veía un dirigible sobre Londres: “Es mucho mejor hacer frente a las balas que morir en casa por una bomba. Alístese de una vez en el ejército y ayude a detener un ataque aéreo. Dios salve al Rey”.
Héroes y heroínas
Es una locución que se viene repitiendo en toda la prensa continental durante esta crisis: sanitarios, cajeras, transportistas y policías son hoy “héroes y heroínas de esta batalla”. Es una novedad, desde luego, en las guerras entre humanos, las que no son contra microorganismos no se han solido calificar como héroes ni a cirujanos ni a anestesistas ni a enfermeras ni a limpiadoras ni a los equipos que han construido instalaciones ex profeso o han asegurado suministros básicos.
En la Primera Guerra Mundial los héroes eran figuras heroicas que ya estaban consolidadas: alpinistas y pilotos. Los aviadores “representaban con sus máquinas el triunfo del hombre sobre la naturaleza, de la máquina sobre las barreras naturales del mar, el desierto, la jungla y la montaña y, más que cualquier otra cosa, ponía las cualidades de la valentía, la determinación y la modernidad como centro de atención cultural”.
Pero estos arquetipos solitarios eran la condensación de una ideología que combinaba avance tecnológico y liderazgo individual. Una lógica que el fascismo italiano y el alemán profundizarían pocos años después. Alpinistas y aviadores alcanzaban “picos incomunicados por la nieve como si con esas mismas cualidades pudieran arreglar el mundo”.
A la gente ahora no se le anima a alistarse al ejército ni al voluntariado (organizado al margen de las instituciones y por barrios y pueblos) ni a la protección civil
Aquella vista de pájaro –aquella subjetividad– conquistaba la óptica hasta entonces sólo propia de los dioses. Muchos quisieron ponerse del lado de aquel ojo del aeroplano. Le Corbusier quiso ver a las ciudades desde arriba… para destruirlas: “Hay que acortar el sufrimiento de las ciudades a toda costa. Hay que destruir barrios enteros y construir nuevas ciudades”.
En cualquier caso, volar ampliaba la mirada sobre muchas cuestiones. Los historiadores apuntaron “que la velocidad –y la accesibilidad con todas sus maravillosas ventajas para hacer más pequeño el globo y sentar las condiciones para una comunidad mundial– creaba al mismo tiempo la amenaza de una destrucción completa [...] y animaban a los Estados a rearmarse, a aterrorizar y disciplinar a sus poblaciones civiles y organizar sus defensas”. Qué duda cabe que incluso la primera de las ventajas que entonces se vio (la de hacer más pequeño el globo y generar una comunidad mundial) es ahora uno de los motivos por los que el coronavirus ha “viajado” de manera tan acelerada.
Sabemos que con el día final del confinamiento se acabarán los aplausos a las 20:00 en toda Europa. Será como la medianoche para la Cenicienta. Su Equipo de Protección Individual volverá a ser una bolsa de basura.
Céline, en la apoteosis de su vehemencia, ya nos había advertido sobre el momento en el que suenen las doce campanadas: “Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, gilipollas, infelices, baqueteados por la vida, desollados, siempre empapados en sudor, os aviso, cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne de cañón... Es la señal... Infalible”.
La normalidad no volverá
Hasta los atentados de los Juegos Olímpicos de Munich en 1972 lo más similar a montarse en un avión de pasajeros era montarse en un autobús: comprobación del billete y adelante. Hasta los atentados del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas uno podía llevar la cantidad de champú que estimara o un cortauñas en el equipaje.
Pero la guerra, y esta pandemia, abren escenarios que nadie cree que desaparezcan. Así, el personaje de Georges Bowling en Subir a por aire de Georges Orwell intenta descubrir el tipo de vida que tuvo de niño, pero no puede: “La vida de antes se ha terminado, y regresar a buscarla es perder el tiempo”. Entiende que la civilización ha cambiado para siempre. Que la guerra es un acontecimiento que abre las puertas a lo peor: “Llega la guerra. Todo va a suceder. Todo lo que estaba en el fondo de tu cabeza, lo que te aterroriza, lo que decías que sólo era una pesadilla o sólo ocurría en otros países. Las bombas, las colas para conseguir comida, las porras de goma, el alambre de espino, las camisas de colores, los eslóganes, las muecas atroces. […] Todo va a suceder. […] No hay escapatoria”.
Y cuando la guerra acaba no vuelve lo anterior. Se construye encima, y no se recupera lo que hubo. No se eliminan escuadrones del ejército. No se paran las fábricas de armas.
Simulación de secuestro
En 1998 Bartolomé Rubia alias ‘Bartolín’, concejal del PP de La Carolina (Jaén) desapareció. Era, según El Español, “una de las promesas del partido en Andalucía”. El 27 de mayo, el Diario de Jaén anunció el secuestro del concejal y su coche apareció junto a la estación de Linares. La policía aseguró que no había explosivos.
Al día siguiente, Bartolín apareció a casi 600 kilómetros de su casa, en Irún. En el juicio explicó que un comando de ETA formado por un hombre y una mujer lo había drogado y lo llevó primero en tren y después en furgoneta, desde donde pudo saltar en marcha y escapar del secuestro. Por aquel secuestro de sí mismo, Bartolín tuvo que pagar 250.000 pesetas, pero lo más interesante fueron las hipótesis por las que aquel buen hombre cargado de futuro pudo llegar a hacer aquel viaje. Una de esas posibilidades es que quisiera saltar a la fama (¡se había escapado de los terroristas!). Otra que Bartolín hubiera querido pedir un rescate para sí mismo y así sacar tajada del asunto. Claro que cometió errores básicos (llamar desde su propio móvil al Diario de Jaén para anunciar el secuestro) como en las series de televisión estilo Colombo.
La sensación es que la metáfora bélica está agotada. Está tan asumida que piensa por nosotros y que se emplea de manera interesada como antesala del sacrificio
Sin embargo, aquella aventura del líder juvenil conservador podría tener su analogía con el confinamiento hadcore que el gobierno Sánchez ha practicado (más restricciones que en ningún otro Estado limítrofe a España). Así, el 23 de abril en Euskadi Irratia, la radio pública vasca, Arantxa Elizondo, profesora de Ciencias Políticas y Presidenta de la Asociación Española de Ciencias Políticas, planteó que, quizá, la dureza del confinamiento practicada por Sánchez no tenía sólo que ver con la debilidad del sistema sanitario español con respecto al francés, el suizo o el alemán, sino que había, en cierta manera, un mensaje contundente hacia los Estados ricos de la Unión Europea: miren, nos sacrificamos, nos secuestramos a nosotros mismos, ahora, ayúdennos, paguen el rescate.
Primero a la campiña, después a Gandía
Cuando los campus de Madrid cerraron en marzo de 2020, miles de estudiantes se marcharon al Levante o a sus lugares de nacimiento. En dialéctica con el método chino de contención (aislar el foco de la infección), la interpretación estudiantil de la decisión gubernamental fue expandir a las provincias el virus. Hubo antecedentes, lo habían hecho los lombardos con pasta: se fueron a esquiar.
En cualquier caso, hay cierta tradición en el éxodo de las clases medias en situaciones de conflicto armado. Como recoge Ian Paaterson en mayo de 1941, ante el anuncio de que la guerra llegaba a Londres, dos millones de personas de clase media, “los que se lo podían permitir, dejaron [la ciudad] antes de que empezara el bombardeo”. Mientras tanto, “miles de personas del East End ocuparon sótanos de fábricas y almacenes y refugios improvisados de este tipo, como estaciones de metro, en protesta por las inadecuadas provisiones oficiales (no se podía construir un refugio Anderson en un bloque de pisos)”.
El metro de Londres se llenó de 177.000 personas, con tener un billete de penique y medio bastaba. La policía no atacó a la gente entre bombardeos, gente que no dejó de protestar por el desamparo que sintió ante las autoridades. Esta es desde luego una analogía que no podemos hacer estas semanas: no ha habido resistencia alguna a las medidas coercitivas gubernamentales.
Última estación
Hemos llegado al final del viaje. Podríamos haber parado en más estaciones. Pero la sensación es que la metáfora bélica está agotada. Está tan asumida que piensa por nosotros y que se emplea de manera interesada como antesala del sacrificio. Los gobiernos necesitan la épica que les allane el camino. En la metáfora y la voluntad de sacrificio está el mito. Y el mito, ya se sabe, tiene una estructura cerrada: nos tranquiliza porque sabemos cuál es la secuencia siguiente. Desde el punto de vista de la emancipación este cierre es un desastre: “por la repetición, por la repetición, se llega a la mitología” (Gombrowicz).
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Notas
Lakoff y Johnson, Metáforas de la vida cotidiana, Cátedra, Madrid, 2009.
Ian Patterson, Guernica y la guerra total, Turner, Madrid, 2008.
Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas, Debolsillo, Barcelona, 2008.
Gioulio Douhet publicó, El dominio del aire, Ministerio de Defensa, Madrid, 2007.
Le Monde, 16 de marzo: “Macron impose sa cadence de déconfinement”, por Olivier Faye y Cédric Pietralunga.
Le Monde, 18 de abril: “Royaume-Uni: les soignants étrangers sur le front”, por Cécile Ducourtieux.
L’Humanité, 22 abril: “Les autres malades, victimes collatérales du Covid-19W, por Nadège Dubessay.
Le Monde Diplomatique, núm. 293, marzo de 2020: “Contra las pandemias, la ecología”, por Sonia Shah.
Euskadi Irratia, 23 de abril,en el programa Faktoria, con Arantxa Elizondo.
El 26 de abril coincidieron en el calendario una efeméride y una decisión de calado del Gobierno de España. Sería el último día de confinamiento hardcore y sería también el 83 aniversario del bombardeo aéreo más conocido de nuestra historia reciente, el de Gernika. Estas líneas tratarán las coincidencias...
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Hedoi Etxarte
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