CRÓNICA DEL SILENCIO
EE.UU.: Apartamentos envasados al vacío
En un país que defiende a capa y espada el individualismo, la gente apenas se amalgama. En tiempos de pandemia, este aislamiento parece la versión exacerbada de un plan macabro trazado hace décadas
Azahara Palomeque 1/05/2020
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A veces, toca escarbar en los recuerdos para dar sentido a fenómenos recientes. Serían los años noventa. Mis abuelos vivían en un piso situado en la parte baja de Castro del Río, un pueblo blanco de la campiña cordobesa. Aunque la morada era modesta, contaba con una atracción que ahora se nos antoja un tesoro: me refiero al balcón, espacioso y poblado de gitanillas que mi abuela regaba con esmero cada noche. Por el día, cumplía otras funciones: ella salía a cierta hora de la mañana a poner el toldo y lo recogía al caer la tarde, resguardando así los cuartos de aquel calor sahariano. El ritual de mi abuelo era distinto: le gustaba, a vista de pájaro, vigilar los tejemanejes de las vecinas. Hoy, que los balcones se han convertido en salas de juego improvisadas para los más pequeños, en terrazas lo más parecidas posible a las del bar, en rincones de lectura y, sobre todo, en receptáculo de ciudadanos que interactúan, cantan o aplauden para expresar su derecho a concebirse como seres sociales, recuerdo aquel balcón de la infancia mientras observo, desde un rincón de Philadelphia, mi ventana clausurada y silente.
No se mueve una hoja por la calle, aunque me consta que van naciendo las primeras conforme llega una primavera tardía heredera del primer invierno sin nieve. La falta de trasiego se ha apoderado de unas aceras que hasta hace poco pisaban escolares, padres con cara de obligatoria felicidad, borrachos trasnochadores. Ese ruido –por el día, sobrio; de madrugada, beodas carcajadas– ha dado paso a un paisaje cuya mudez nada quiebra, pues las casas carecen de esos salientes donde el deseo de colectividad se manifiesta. Lo cierto es que antes eran ya mínimas las oportunidades para congregarse. En un país que defiende a capa y espada el individualismo, la gente apenas se amalgama a no ser por obligaciones laborales, administrativas, penales; y no es sólo la escasez de contacto físico lo que los distancia, sino también de un civismo que les lleve a pensarse como parte de los otros. En tiempos de pandemia, este aislamiento parece la versión exacerbada de un plan macabro trazado hace décadas.
Las ventanas están hechas para abrirse y la comunicación con el mundo que brindan es precisamente donde reside su mayor valor
Las ventanas impiden aplaudir. Representan, en su más triste anatomía, la frontera entre el intocable mundo privado y todo aquello que pertenece a los circuitos de los peligros externos. Herméticamente cerradas, muchas de ellas se mantienen inmóviles todo el año para que no se altere un clima eléctricamente artificial, sea éste mediante aire acondicionado o calefacción, aliento modificado que no permite saber qué tiempo hace afuera. Las interrogo. Pienso en cuando me cambiaron de oficina y tuve que mudarme a otra más pequeña y sin vistas al exterior. Mis compañeros de trabajo, apenados, no tardaron en darme el pésame: lamentaron que me hubiera quedado sin ventana, a lo que respondí que yo lamentaba aún más que las suyas no fueran sino muros de cristal, como si se tratase de una pecera.
Las ventanas están hechas para abrirse y la comunicación con el mundo que brindan es precisamente donde reside su mayor valor. Aunque las mías de casa ceden al deslizamiento de los paneles por los rieles, veo cómo las blindan las mosquiteras: otra barrera, confirmación de un confinamiento antiguo y bien arraigado. Asomar la cabeza es imposible, no digamos poner un pie fuera, en ese espacio de transición entre la intimidad y el ágora que permea los balcones. Mi contacto con el voraz frío, meteorológico y humano, se reduce a un patio interior que me he empeñado en convertir, poco a poco, en huerto urbano. Cuando llueve, se forma un charco en la concavidad de la tapadera del cubo de la basura y, cuando escampa, los pájaros bajan a beber y a bañarse: su piar es lo único que rompe el silencio en un aire libre que sigue oculto a las miradas ajenas. Por los cuatro costados, tres paredes y una valla que linda con el patio del vecino: hace tiempo que dejó de hablar a las mujeres, incluida la suya. El resto es ajetreo nacido adentro, alternancia de dos emisoras de radio –una en inglés, otra en español–, alguna llamada y el monólogo metódicamente preocupado de mi marido: qué escribir en la lista de la compra, cómo distribuir los alimentos en recetas congelables, cómo aguantar sin ir al supermercado durante, al menos, dos semanas.
Sólo hay silencio, y yo echo de menos los balcones, su incitación a la vida, hasta las molestias que anidan en el barullo
Ojalá tuviéramos un balcón –afirma–, pero de poco serviría si los demás se esconden encerrados en esas cajas de plástico y contrachapado que componen sus casas. Si a algunos se los intuye en el rumor sordo de los patios internos, la mayoría habita apartamentos envasados al vacío y sólo los más pudientes cuentan con una azotea cercada desde la que contemplar el cielo, pero no la calle. Los coches, verdaderos habitantes de Estados Unidos desde que se produjera el llamado white flight, la huida de miles de blancos de las ciudades al extrarradio, tampoco rugen sus motores. Era la época en que los intentos legales por eliminar la segregación racial acabaron por consolidarla junto a la industria del petróleo. Nuestra renuncia a la cotidianeidad solitaria de barrio residencial por escuchar otras voces, por caminar a cualquier parte o coger el transporte público, por sentirnos parte de reivindicaciones superiores al mero yo que se hace a sí mismo, nos ha jugado una mala pasada: sólo hay silencio, y yo echo de menos los balcones, su incitación a la vida, hasta las molestias que anidan en el barullo provocado por quien comparte momento histórico con nosotros.
El virus sigue su curso por mera transacción económica, nadie se habla ni se mira, no se aplaude a lo que no existe. El confinamiento dentro del exilio crea un perverso juego de matrioscas donde la más pequeña sólo halla su propio eco.
A veces, toca escarbar en los recuerdos para dar sentido a fenómenos recientes. Serían los años noventa. Mis abuelos vivían en un piso situado en la parte baja de Castro del Río, un pueblo blanco de la campiña cordobesa. Aunque la morada era modesta, contaba con una atracción que ahora se nos antoja un tesoro: me...
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Azahara Palomeque
Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Para Ctxt, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.
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