Parte III: los ‘homeless’
3. ¿Y si vemos morir San Francisco desde la 306?
Gente durmiendo en tiendas, sacos y coches es el paisaje habitual. La casa de las 8.000 personas que no tienen casa
Fernando Mahía San Francisco , 21/05/2020
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Para bien o para mal y con la mayoría de ciudades turísticas tendiendo al look homogéneo, San Francisco sigue guardando cierta capacidad de sorprender a los recién llegados. Especialmente, gracias al factor humano. Sin ir más lejos, Paul Glodich explicaba en la tarde del 18 de marzo, –tercera jornada de shelter in place en San Francisco– que muchos de los turistas que pasan por enfrente de la 306 se paran a sacarle fotos cuando se asoma a la ventana. Dice estar acostumbrado a ello. Se considera, sin ápice de humildad en este sentido, una atracción.
Paul, sus apariciones en la ventana y la historia que tiene detrás se podrían incluir en los relatos agradables que guarda Frisco. La historia del casi militar que se hizo hippie en Haight-Ashbury y que, desde hace 40 años, vive encerrado como un culto eremita en un hotel del centro. No obstante, no todas las sorpresas son del mismo estilo. Existen, también, las menos agradables.
Entre las no tan buenas, a las que cualquier viajero o turista recién llegado a San Francisco se enfrenta según llega, están las que se suelen expresar en preguntas en las recepciones hoteleras, como en la del hotel en la que vive Paul en la esquina de Post con Taylor: “¿Pero cuánta gente hay durmiendo en la calle?” “¿Cómo es posible?” “¿Pero por qué hay gente viviendo en los hoteles?”.
A la primera de las cuestiones, la respuesta es que unas 8.000 personas están consideradas hoy, solo en San Francisco, como sintecho. A las dos siguientes, habría que buscar sus explicaciones en la historia de los Estados Unidos, de San Francisco y, más en concreto, del Tenderloin, el barrio del downtown que tiene una de sus fronteras allá junto al hotel de Paul en Post con Taylor.
50 manzanas donde los hoteles y los turistas se mezclan con la cara más mísera de la ciudad, es en este distrito donde la distopía que vive hoy San Francisco se hace más patente.
El Tenderloin
Desde finales del siglo XIX hasta la pasada década de los sesenta, el Tenderloin fue la referencia de la ciudad en cuanto a clubes de jazz, vida nocturna y placeres ilegales. Marineros, músicos, profesionales independientes y gentes con estilos de vida no adeptos al oficial vivían en estas calles del centro, donde florecían los hoteles SROs (Single Room Ocuppancy). Estos, una especie de pensiones para residentes de larga estancia, con habitaciones individuales y en ocasiones cocinas compartidas, se acomodaban perfectamente a la vida del barrio.
Los SROs fueron un elemento clave no solo en el Tenderloin, sino en muchos otros downtowns de los Estados Unidos. Hasta la segunda mitad del siglo XX, los centros de las ciudades norteamericanas representaban el rostro multirracial, abierto, en el que, parecía, el sueño americano podía tener lugar. Miles de inmigrantes de cualquier parte del mundo y muchos afroamericanos llegados del sur racista habían encontrado cierta libertad económica y política en las ciudades industriales del norte y el oeste.
Paul, hijo de emigrantes alemanes, lo explica perfectamente con su situación familiar: “En los años 50, un padre de familia en Detroit podía mantener hasta tres personas con un salario normal de una fábrica; hoy, eso es impensable”.
La desindustrialización, el éxodo de las clases medias blancas a los suburbios y la llegada de un neoliberalismo rampante a partir de los setenta abrió una brecha insalvable entre clases. Los downtowns, ya fuese en Los Ángeles, Nueva York, Chicago o Nueva Orleáns, se convirtieron en zonas empobrecidas, marginales, noqueadas por la droga y la violencia. En el Tenderloin, los SROs y viejos hoteles como en el que vive Paul pasaron a ser casa de los individuos estigmatizados. Y algunas ciudades, como San Francisco, todavía no han conseguido cortar dicha hemorragia.
Por ejemplo, a tan solo a una manzana de la esquina de Paul en Post con Taylor, tenía meses antes del 18 de marzo una escena curiosa. En la puerta del Pierre Hotel, un SRO en el 540 de Jones, un hombre llamado Marcus llevaba a cabo su rutina diaria de ejercicios: flexiones, sentadillas y gemelos apoyado en el bordillo de la acera; también agarrado a las barras para candar bicicletas; o a la columna del toldo que sujeta el pórtico plástico del edificio.
“Hay que mantenerse en forma”, decía este hombre afroamericano de unos 50 años y complexión fuerte, que sudaba la gota gorda en una calurosa noche de San Francisco. Por lo que contaba, Marcus llevaba viviendo en aquel SRO un año mientras no encontraba algo mejor –cosa sencilla– y que se pudiese permitir económicamente –cosa imposible–. Porque así como la calidad de estos SRO se ha ido degradando con el paso del tiempo, la desmesurada subida del precio de los alquileres en San Francisco no ha hecho más que confinar a la gente de bajos recursos a buscar alojamiento en ellos.
Mientras, a su alrededor, se desarrollaba el ambiente típico del Tenderloin, de ese agujero de miseria en medio de la opulencia de una de las ciudades más ricas del mundo: sirenas de los bomberos, gente durmiendo en tiendas de campaña levantadas durante meses en plena calle, otros sintecho directamente tirados en el suelo y gritos que se escuchan de cuando en cuando por todas las esquinas. Y en medio de todo aquello, Marcus, el rey tuerto en un barrio de ciegos, confesaba: “Lo odio, lo odio a más no poder”.
En cuestión de décadas, el estigma de los SROs representa como nadie la evolución de la sociedad norteamericana. Santo y seña de un barrio libre y de los bon vivants de otras épocas del Tenderloin, los SROs son ahora casa de personas olvidadas por el sistema, libres solo en el sentido de que han sido dejados a un lado. Y, pese a todo, en el downtown de San Francisco, vivir en un lugar como el Pierre Hotel no es la peor situación a la que uno se puede enfrentar.
Walter
Igual que muchas otras tardes, Walter pasó aquel 18 de marzo por debajo de la ventana de Paul. Porque, aunque desaparece durante épocas en las que nadie sabe de su paradero, Walter siempre acaba pasando por la esquina de Post con Taylor, pidiendo un dólar aquí, un poco de conversación por allá, intentándose colar en el hotel si lo dejan. Es un personaje conocido y recurrente en la zona. Casi tan histórico como el inquilino de la 306.
Tal es su ascendente sobre el barrio que a Walter la policía lo saluda y lo trata por su nombre cuando se lo encuentran tirado en la acera, durmiendo al sol, pasando el subidón de crack, o ambas al mismo tiempo. También la mayoría de vecinos lo conoce de hace tiempo. Y su respuesta a todos los saludos suele ser la misma: “Hey, man, can you spare some change?”.
La cantidad de años que se sabe con certeza que Walter lleva viviendo en la calle es igual al tiempo que uno lleve frecuentando esa zona del Tenderloin. Por ejemplo, Jonas Kessler, manager en una start-up de viajes corporativos y residente en el barrio, dice que conoció a Walter el primer día que llegó a San Francisco. Hace 17 años. Además, tal y como afirma Jonas o cualquier otro que lleve un tiempo por la zona, Walter no ha cambiado mucho en todos estos años. Se mantiene, dentro de unos límites lógicos para alguien que duerme en la calle noche tras noche, decentemente.
Tal es la presencia de Walter en la esquina que cada vecino guarda su propia anécdota respecto a él. En sus días lúcidos, hay quienes le escucharon tocarse un blues con cierta maestría cuando le dejaron una guitarra, hablar perfectamente francés, o relatar de forma coherente y profusa los que, dijo en ese momento, eran sus 20 años viviendo en las calles del Tenderloin.
Luego, claro, también están sus días menos lúcidos. Así, hasta el propio hotel tiene una huella del paso de Walter: en uno de sus arrebatos de furia, estalló uno de los cristales exteriores con el andador en el que se apoya, en ocasiones, desde hace unos años.
Pero lo más impactante de la historia de Walter es que no es ninguna excepción. La suya es una más entre las de los 8.000 sintecho que viven en San Francisco, una ciudad de menos de 900.000 habitantes. Detrás de tal disparatado número hay una conjunción de factores: la privatización de los centros de salud mental a finales de los años setenta y ochenta, la incontrolable burbuja de los precios inmobiliarios en la ciudad, la epidemia de opiáceos, la saturación de unos escasos servicios municipales y la tolerancia congénita de la ciudad con los sintecho, quizás presente desde la época en la que las calles de Haight-Ashbury albergaban a miles de niños sin casa a finales de los sesenta. También, por supuesto, la desigualdad que asola la ciudad: según una estadística anual del think-tank National Low Income Housing Coalition, en San Francisco se necesitan cuatro trabajos a tiempo completo por el mínimo salarial para pagar un apartamento de dos habitaciones.
Así, las tiendas de campaña, los sacos de dormir y los coches con gente durmiendo en ellos cada noche son parte del paisaje habitual en el Tenderloin, casa de los que no tienen casa en San Francisco. Gente se droga y defeca en plena calle, y lo peor es que esto ya no sorprende a nadie. Tras unos meses viviendo o recorriendo sus calles, los vecinos aprenden inconscientemente a convivir con ello, a no alterarse ante la inhumanidad.
Solo las primeras medidas frente a la covid-19 y el shelter in place de la semana del 18 de marzo pusieron de nuevo a estas 8.000 personas en la mente de sus vecinos: ¿qué se iba a hacer ahora con toda esta gente, si todo el mundo tenía orden de quedarse en casa?
La cuarentena
A las 00:01 del 16 de marzo había dado comienzo la orden de confinamiento en San Francisco. Coches de la policía patrullaban el downtown y las calles del resto de la ciudad habían quedado desiertas, con solo unas cuantas sombras aquí y allá. Sin embargo, en las 50 manzanas del Tenderloin nada había cambiado. Seguían las mismas tiendas de campaña, las mismas personas en las puertas de las liquor stores, el mismo todo. La razón estaba en que los homeless permanecían fuera del cumplimiento de las nuevas normativas, según la ordenanza del ayuntamiento. La alarma por el coronavirus –como pasa con las riquezas, las viviendas o la seguridad– había llegado a San Francisco, pero se había olvidado de los de siempre, de ellos.
Minutos antes de que comenzase el estado de alarma, un hombre que arreglaba una bicicleta frente a su tienda de campaña en O’Farrell se preguntaba: “¿Dónde nos van a meter a todos nosotros?”. Días más tarde llegaría la primera respuesta: el ayuntamiento habilitaría el Moscone Center como albergue de emergencia. Pondrían a disposición de la población sintecho 394 camas. Para 8.000. Las soluciones en los días posteriores seguirían quedándose muy cortas.
El miedo
Durante aquella semana, Paul no bajó al Tenderloin. Realmente, nunca pasa por unas calles que le asustan. Prefiere escaparse, arropado por la nocturnidad, a las torres del Distrito Financiero, desangelado ya en esas horas.
Curiosamente, en esa semana del 18 de marzo y a raíz de una conversación que nada tenía que ver con el tema –como suele pasar, por otra parte, con Paul–, el inquilino de la 306 había hecho referencia a un estudio psicológico sobre los niños criados en urbanizaciones cerradas. Según él, dicho estudio afirmaba que estos tendían a estar más asustados con el mundo que les rodea en comparación con los criados en espacios abiertos. No se daba cuenta de que, probablemente, tras una loca juventud, sus 40 años confinado en el hotel lo hayan convertido en otro de esos niños asustados.
Por su parte, a su habitual pánico a las calles del Tenderloin, el resto de la ciudad iría sumando el miedo a salir de casa durante la semana del 18 de marzo, la primera de excepcionalidad por la covid-19. Frisco, casi en su totalidad, quedó vaciado. Solo las calles del downtown escaparon de la excepcionalidad. En ellas, la vida no cambió demasiado. O más bien nada. Porque el Tenderloin es en San Francisco un mundo paralelo, que no se rige por las mismas normas. Y la Covid-19 había pasado a ser otro fantasma ignorado en sus calles. Como el hombre que arreglaba su bici. Como Marcus. Como Walter. Otro más entre 8.000.
Para bien o para mal y con la mayoría de ciudades turísticas tendiendo al look homogéneo, San Francisco sigue guardando cierta capacidad de sorprender a los recién llegados. Especialmente, gracias al factor humano. Sin ir más lejos, Paul Glodich explicaba en la tarde del 18 de marzo, –tercera jornada de...
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Fernando Mahía
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