usureros y capitalismo
La tarde del prestamista
No existe ninguna brecha cultural entre la élite financiera de ambas costas estadounidenses y los usureros a pequeña escala de los estados intermedios, lo único que hay es el capitalismo de las pequeñas diferencias
Jonathon Sturgeon (The Baffler) 15/06/2020
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“Los estadounidenses blancos siempre supieron desarrollar aristocracias a partir
de los recursos locales, por muy escasos que fueran”.
Margo Jefferson
Los banqueros, inconsolables a pesar de sus delitos, lloriqueaban en unos vagones de metro que avanzaban parsimoniosamente. Yo mismo fui testigo de este fenómeno un día de finales de 2008 cuando iba de camino a un dúplex del Upper East Side, donde mi empleador, un hombre del petróleo que había perdido considerables cantidades de dinero con la quiebra, me despidió. A raíz de eso me quedé sin casa, sin dinero y poco a poco me fui dando cuenta de que mi psique estaba absorbiendo la crisis financiera, así que decidí marcharme a Bloomington, Indiana, una ciudad de estudiantes a unos 80 kilómetros de donde nací [1]. Allí, en el piso de mi hermano, iba a poder descansar algo más tranquilo en un colchón inflable durante unos tres meses o así, pensaba yo. Tres años tardé en regresar a Nueva York. Durante todo ese período, trabajé en una casa de empeños propiedad de un hillbilly [término peyorativo para definir a los habitantes de ciertas áreas remotas, rurales o montañosas] llamado T–, que también era prestamista y el patriarca de una familia de prestamistas.
No tengo muy claro por qué me quedé en Bloomington. Quizá me cautivaba la imagen de recesión que se presentaba ante mis ojos. Bajo el régimen de austeridad del gobernador Mitch Daniels, apodado “el cuchilla” por la alegría con la que recortaba los presupuestos, Indiana terminó en la ruina. La ciudad de Bloomington, que durante muchos años había sido un espejismo progresista en un desierto de derechas demenciales, ahora estaba bañada en una atmósfera de estilo Mad Max: parques repletos de vagabundos anónimos que a duras penas convivían con un profesorado residente y su clase marginal de auxiliares y estudiantes. Los límites de la ciudad se difuminaban en una jungla de casas rodantes ocupadas por una población rural depauperada cada vez más numerosa, un sueño que solo empañaba la tenebrosa presencia del supremo señor de la ciudad, el ya fallecido multimillonario William Cook, que amasó su fortuna inventando dispositivos médicos para la angioplastia, en un estado que recibía los cariñosos apodos de “el corazón del país” y “el granero de EE.UU.”. Durante mi etapa allí, no me sorprendió leer un listículo del Business Insider que señalaba a Bloomington como “la ciudad más desigual de EE.UU.”.
T. entendía su trabajo como un acto de filantropía, pues su casa de empeños cobraba un interés “justo y benévolo” a pobres almas con problemas de liquidez
Era el momento y el lugar perfecto, por decirlo de otra manera, para convertirse en prestamista; para ser sincero, no encontré ningún otro trabajo. Tras pasar semanas buscando un trabajo temporal, contesté a un anuncio del periódico que solicitaba un “promotor de ventas vacacional”. Varios días después, recibí un mensaje de voz críptico, de alguien que sonaba como un niño, cuyo único contenido era una dirección. Por curiosidad, y porque no tenía mucho dinero, no tardé en subirme a un autobús urbano que atravesaba varios barrios de viviendas sociales y que me dejó en un aparcamiento repleto de camionetas pick-up y un Dodge Neon oxidado. Deduje, al ver diversas motosierras apoyadas contra una valla, que había llegado a una tienda de productos para el jardín, hasta que un tipo con barba que llevaba un rifle del calibre 22 salió del edificio. Fue entonces cuando vi el poco acogedor cartel de las tres bolas doradas: el emblema internacional de las casas de empeño.
Maldije mi mala suerte; me había prometido a mí mismo, una y mil veces, que nunca volvería a esta región, donde se podía mear libremente en cualquier patio, pero donde la esperanza de vida había caído tan drásticamente que uno mearía la cama, por iniciativa propia, antes de llegar a la edad de jubilación.
O es que no
El espectáculo dentro de la casa de empeños me recordaba la finca del acaparador Plyushkin de Almas muertas. Había estanterías con prendas sin desempeñar que habían sido dejadas como garantía y que ahora estaban a la venta: cajas apiladas de discos Blu-ray con, no una, sino tres copias de la película Seabiscuit: más allá de la leyenda; hileras de estantes improvisados con monitores huérfanos y pantallas planas de última generación, una de las cuales estaba reproduciendo la película Seabiscuit; un arsenal intimidador de herramientas eléctricas de color amarillo anaranjado y llenas de barro, muchas de las cuales resultaban inescrutables para los profanos; equipos de música y altavoces para el coche, claramente robados, de todas las marcas y modelos; los portátiles de plástico más baratos del mercado, dispuestos como en un supermercado; microondas apilados como si fueran piezas de Lego; equipos de baja calidad, y posiblemente inutilizables, para los aspirantes a DJ; cabezas de ciervo etiquetadas y disecadas junto a un póster de El bulevar de los sueños rotos; tacos de billar; cascos de camuflaje del ejército como nuevos; motores de barco ligeramente desgastados; cañas de pescar perfectamente colocadas; una pared de instrumentos de metal, entre los que había saxófonos y tubas; instrumentos de viento, o al menos clarinetes; violines en estuches abandonados por aprendices infantiles que vieron sus ambiciones truncadas; guitarras con la forma de flechas voladoras (Flying V) y quiasmas; muñecas bebé blancas en su envoltorio original de plástico y cartón; hileras e hileras de joyas bien protegidas, extrañamente baratas, que abarcaban todos los cortes y estados imaginables de diamantes y piedras zodiacales; el sueño de todo guerrillero en escopetas, rifles y pistolas; y una obra de arte casero elaborada a partir de lo que parecía ser madera de río.
Caminé por los pasillos hasta que una mujer con un corte de cazuela se acercó a mí. Mientras me contaba sobre su reciente brote de sarna, sin que nadie le hubiera preguntado, reconocí el tono del buzón de voz. “Ya eres nuestro”, me soltó amenazadoramente, de nuevo con voz de niño, antes de llevarme a una oficina en la parte de atrás, donde un hombre rapado en cuclillas, con aspecto de duende, me invitó a tomar asiento.
“T–”, me dijo, mientras me estrechaba la mano. “Lo cierto es que necesito un prestamista”.
T– no paró de hablar durante los siguientes veinte minutos en un idiolecto rural que mezclaba sílabas finales comidas con una dicción isabelina. Me contó que estuvo girando con un circo hasta que un abuelo bondadoso de Terre Haute le enseñó el oficio de prestamista. Hoy en día se consideraba a sí mismo algo parecido a un académico, lo que era sin duda el intento de un mentiroso por darse aires de grandeza, al haberme yo arreglado inútilmente como si fuera a una entrevista. Después, siguió contándome, abandonó el circo, tuvo unos cuantos hijos y abrió su propio negocio. T–, ni por asomo creyente, me informó de que entendía su trabajo como un acto de filantropía, pues su casa de empeños cobraba un interés “justo y benévolo” a las pobres almas con problemas de liquidez que recibía en su tienda. Además, me juró que el índice de recuperación de sus clientes era del 80%, o lo que es lo mismo, que tras obtener un préstamo por sus bienes, los clientes regresaban para desempeñar sus garantías en ocho de cada diez ocasiones; una afirmación absurda que después supe que difundían los maquinadores prestamistas de todas las regiones. T–, sin desviarse en absoluto por mi desconcierto, se encendió al hablar de los legisladores que querían cerrar su negocio, a pesar de ser un “prestamista autorizado”. También aprovechó para difamar a la policía por acusarle de aceptar mercancías robadas. Cuando terminó de despotricar, T– se reclinó en su asiento, se cruzó de brazos y dijo: “Te la compro por un dólar”. En su momento no lo entendí, pero luego me enteré de que era una frase sacada de la película Robocop.
Cuando T– me ofreció el trabajo, sentí que Dios me hablaba desde un torbellino y me exhortaba a rechazarlo. Me lo pensé un instante, pero a T– pareció no gustarle y avanzó hacia mí acercándose cada vez más a mi cara.
“O es que sí”, me espetó, “o es que no”.
Poco tiempo después ya me estaba presentando a mis nuevos compañeros prestamistas, que apenas llegué nunca a conocer. Los dos hijos de T–, W– y G–, eran en realidad el alma mater del negocio cuando su padre se encontraba ausente (borracho). Los dos eran corpulentos, como luchadores de instituto. W– era un autoproclamado anarquista, al menos hasta que el Tea Party entró en escena; sus objetivos vitales, excluyentes entre sí, eran: 1) aislarse en Costa Rica con una escopeta y 2) convertirse en un magnate de los empeños, principalmente gracias a la fuerza retórica de los discursos que tenía pensado pronunciar en la Pawn Expo, que era la madre de todas las convenciones de prestamistas. Su hermano G– era claramente el más hábil de los dos; en un mundo no provinciano y sin impedimento alguno podría haber llegado a ser un analista cuantitativo, pero en este mundo bebía y jugaba en exceso a la Sega Mega Drive. G– parecía estar siempre negociando el estado de su alma y cuanto más trabajaba con él más me daba cuenta de que su complexión no iba a poder soportar la embestida de miseria humana que se abatía sobre él durante las transacciones con la población rural pobre de la zona. Para relajarse, a veces golpeaba el teléfono fijo contra el mostrador de la tienda hasta partirlo en mil pedazos, lo que aterrorizaba a los paisanos que se congregaban en la tienda en ese momento. Uno de esos paisanos era J–, un viejo debilucho con barba blanca, al que yo llamaba con afecto “silbadientes”, por motivos seguramente obvios. Prestamista informal, con lo que quiero decir que no estoy seguro de que cobrara de forma estable, J– sabía tocar todos los instrumentos de la tienda, aunque su favorito era un banjo que tomaba prestado los miércoles para improvisar con una banda de bluegrass en un antro de mala muerte de la zona. Completando la plantilla estaba un atractivo joven llamado C– que, aunque no superaba la veintena, ya llevaba 7 años casado, no por motivos religiosos. De hecho, nadie en la tienda reconocía la existencia de Dios, aunque todos creían sin reservas en la existencia de los extraterrestres.
Tenía la impresión de que había salido sin quererlo del universo izquierdista de Nueva York en el que Marx reinaba como una divinidad ausente
La frase “índice de recuperación” resonaba en mi cabeza en el bus que me llevó de vuelta a casa. Tenía la impresión de que había salido sin quererlo del universo izquierdista de Nueva York en el que Marx reinaba como una divinidad ausente, definitivamente dispuesto a volver para vengarme. Aquí, en la tierra de Weber, como un buen estadounidense protestante, se me daría fatal la mierda de usura a pequeña escala que, aunque no me serviría para redimirme, me ayudaría a volver a mis desafortunadas raíces. Ese día entré en la casa de empeños como una persona arruinada y desesperada y, al salir, ya era un prestamista de alto riesgo.
Despeñado
Mi primer día de trabajo se pasó como lo imaginé: el negocio funcionaba. Un cierto malestar poscrisis había incentivado la ya saludable desconfianza de los empobrecidos paisanos hacia el sistema bancario; aunque, siendo fieles a la verdad, muchos de los clientes ya se contaban desde hacía tiempo entre las personas no bancarizadas con una calificación crediticia cercana al cero absoluto. T– vendía multitud de escopetas y rifles, muchos de los cuales se compraron en su momento con dinero que la tienda había prestado. Mi tarea era informar al FBI de esas armas de fuego, una importante tarea si se tiene en cuenta que la policía había arrestado, por aquella época, al propietario de un local que había vendido armas a delincuentes conocidos, con el pretexto de que Jesús se lo había ordenado.
Más allá de eso no tardé mucho en hacerme al trabajo, sobre todo porque no era muy complicado; aunque para ser una profesión con raíces ancestrales, las casas de empeño suscitan una equívocadísima impresión en la cultura popular. Al menos yo ya sabía, cuando llegué, lo que no saben muchos de los que no han estado nunca en una casa de empeños: los prestamistas no son simples compradores y vendedores de artículos de segunda mano (aunque eso también forme parte del trabajo), el prestamista, por el contrario, obtiene sus mayores beneficios del interés que cobra por los préstamos que concede a los clientes que entregan sus bienes como garantía. Por lo general es un asunto práctico. Pongamos que llevas en noviembre tu cortadora de césped a la casa de empeños porque necesitas dinero para las fiestas. La idea, que entienden ambas partes, el acreedor y tú, es que tu jardín amarillento por las heladas de invierno no necesitará ningún cuidado hasta marzo o abril, cuando los primeros brotes de vida verde comenzarán a desafiar el entorno falto de vida. Este entendimiento mutuo dará pie a algunos momentos de regateo y postureo, durante los cuales el prestamista seguramente examinará superficialmente el artículo. Luego te ofrecerá un crédito… y pongamos que lo aceptas. Cuando llegue la primavera y quieras volver a cortar el césped de tu jardín, volverás a la tienda para desempeñar el objeto; ahí es cuando el prestamista te pedirá que devuelvas el préstamo original más el interés que se haya acumulado durante los meses fríos. Si no lo haces, el prestamista se quedará con tu cortadora de césped, si lo pagas, el prestamista habrá “ganado” los intereses.
Se entiende que si el prestamista piensa que tu objeto tiene valor intentará convencerte de que no lo vendas y, para evitarlo, te ofrecerá un préstamo. Por desgracia para los clientes, el prestamista sabe más o menos en el momento si te concederá un préstamo o no, puesto que la cantidad de productos de segunda mano que puede vender en la tienda si el cliente no regresa para recuperarlos es limitada. Por ejemplo, al prestamista no le conviene ofrecer grandes préstamos por dispositivos electrónicos, porque su valor disminuirá rápidamente durante el transcurso del préstamo. Al contrario, un prestamista pagará más por una prenda si esta conserva su valor con el paso del tiempo, porque el prestamista ganará más dinero con la venta del objeto si el crédito no se devuelve. Deduje con el tiempo que ese es uno de los motivos de que los estadounidenses tradicionalistas de zonas rurales idolatren los bienes materiales: rifles Winchester, guitarras Fender, motos Harley-Davidson, ya que incrementan su valor con el paso del tiempo. De cualquier modo, esa preferencia por el interés más que por las ventas es lo primero que se le viene a la cabeza a cualquier prestamista cuando tiene en sus manos el collar de tu abuela o comprueba el estado de tu cortadora de césped. Si falla ese primer indicio, lo que hará será mirar tu artículo en eBay y ofrecerte una fracción de su valor de reventa.
Y luego está el tema de almacenar las garantías. La tienda de T– parecía más un establecimiento del siglo XIX que una casa de empeños o una moderna entidad de crédito. En teoría, ser un prestamista autorizado le permitía ofrecer préstamos por cualquier cosa. Tal y como él lo veía, si un prestamista quiere ganar dinero tiene dos opciones: puede cobrar unos intereses desorbitados (eso hace la mayoría, sobre todo en el sur de EE.UU.), o aumentar el espacio donde almacena las prendas dejadas en garantía. Dada la vertiente caritativa de T–, su elección fue la segunda. En la práctica, eso significaba que la casa de empeños, sin que nadie de fuera lo supiera, albergaba una vasta colección de posesiones: un limbo de prendas no recuperadas.
El índice de miseria
Sin embargo, de poco sirve tener espacio para almacenar las garantías si no tienes capital. La tienda de T– se reabastecía de capital durante dos períodos de bonanza: las devoluciones de hacienda y el pago de los créditos de estudiante. El primero de los dos era evidente: la población pobre de las zonas rurales no ganaba lo suficiente para generar devoluciones de impuestos que les permitieran irse de vacaciones o consumir de forma ostentosa. Por eso acudían en masa a las casas de empeños para recuperar sus garantías, como collares y anillos, porque en caso de no hacerlo esas reliquias familiares se enviarían a la fundición (la casa de empeños es donde muere el valor sentimental). En ambos extremos de la campaña de la renta [enero y abril en EE.UU.], el abono de los créditos estudiantiles atraía a una multitud de nuevos estudiantes ricos de efectivo, madres por lo general, que a menudo se matriculaban en escuelas técnicas fraudulentas. Estas madres estudiantes, atrapadas en un doble ciclo de deuda, tendrían que devolver esos créditos en algún momento, pero mientras tanto, al no poder acceder a guarderías de forma continuada, se gastaban el dinero en caras distracciones para sus hijos, que luego tendrían que empeñar cuando se acabara el crédito.
Una de esas madres estudiantes, con el desafortunado apellido de Disney, era la viva imagen de los desagradables efectos de este ciclo. Cuando le llegaba el dinero del crédito estudiantil venía a la tienda para comprar joyas, videojuegos para sus hijos, equipos de audio para el coche y cualquier otra cosa para lo que le alcanzara. Nos entretenía contando historias de los trabajos que hacía para la Ivy Tech, donde estaba aprendiendo los entresijos del programa Microsoft Word. Esta madre estudiante tenía una personalidad exuberante, contagiosa y hasta provocadora, que conseguía ablandar a los prestamistas. Sin embargo, la última vez que la vi había tocado fondo. Llegó en silencio, sin su habitual rebaño de niños. Cuando me giré en el mostrador de la tienda, me la encontré esperando, con una ridícula camiseta de Mickey Mouse. Tras unos instantes de silencio, sacó un anillo de oro, lo puso en el mostrador y pidió un crédito importante. Había en sus ojos un destello de locura primaria que parecía desafiarme para que comprobara la autenticidad del anillo. Cogí el anillo y lo apoyé sobre un imán, era auténtico y sabía que su valor era elevado, pero no quería darle ningún crédito porque sabía que nunca lo devolvería. Cuando se lo estaba confesando me interrumpió: “Mi abuelo te lo devolverá, puede que hayas oído hablar de él”, me dijo señalándose la camiseta. En ese momento me di cuenta de que los demás prestamistas se agolpaban en la otra esquina del mostrador con las caras rojas de aguantarse la risa. “Walt Disney”, afirmó. Durante los siguientes dos minutos me relató la historia de su familia. Consciente de haber alcanzado el límite de mi cordura interpersonal, le di la mitad de lo que me estaba pidiendo. Me dio las gracias y se dio la vuelta en dirección a la puerta. Ahí es cuando me di cuenta de que estaba desnuda de cintura para abajo.
Estos episodios me desengañaron de uno de los mitos más extendidos sobre las casas de empeños, consecuencia en gran medida de los realities de la televisión; en concreto, aprendí que el prestamista no es tan buen tasador como se piensa. Depende casi siempre de su mercado, es decir, solo sabe de los artículos que empeñan los clientes de una zona determinada. Hasta el infame regateo de los prestamistas tiene poco que ver con el valor del artículo en cuestión, sino que está más relacionado con evaluar las verdaderas intenciones del cliente. Por encima de todo, el prestamista tiene que decidir, a simple vista o consultando sus libros, si el cliente regresará para recuperar sus pertenencias. Si no lo hace, el prestamista no recuperará el préstamo, ni los intereses usureros; puede que el artículo se venda después, pero eso no es ni de lejos tan rentable como que el cliente lo recupere y luego, en algún momento posterior, lo vuelva a empeñar. Así que más que un depósito de conocimiento sobre la historia de ciertos productos, el prestamista almacena un registro mental de los pobres de la zona: sus problemas, quejas, justificaciones, excusas y la forma en que obtienen su dinero. Con ese registro, lo que intenta es predecir el índice de recuperación del pobre en cuestión.
El registro mental del prestamista también es su pesada carga. Es un estado de miseria en el que las tácticas de las usura arremeten constantemente contra las vicisitudes de la pobreza. La verdad es que, aunque la mayoría de la clientela conocía las reglas del juego, estaba demasiado desesperada para participar: el índice de recuperación del 80% que mencionó T– era una mentira, como mis propios ojos pudieron comprobar. Demasiadas veces cada día sucedía que un cliente se acercaba al mostrador, confundido y a todos los efectos solo en el mundo, con media docena de discos Blu-ray en la mano, para solicitar un crédito que le permitiera comprar “gasolina para volver a casa”. Puede que esa persona fuera un drogadicto del vecino barrio de viviendas sociales, aunque también podía ser alguien con una enfermedad no diagnosticada, ya que rara vez (por no decir nunca) habría visto a un médico. Por lo general era imposible saber cuál era su problema, pero podías estar seguro de que nunca volvería para recuperar la prenda dejada en garantía.
Aun así, algunos clientes consideraban que la tienda de T– era una fiable alternativa al banco de la zona. Muchos eran peones que no necesitaban sus herramientas durante el invierno; otros eran músicos que empeñaban sus instrumentos entre bolos; y también había menonitas itinerantes que llegaban en grupos grandes, vestidos de azul y con ganas de regatear por herramientas eléctricas. T– y su familia odiaban a estos últimos porque “nunca pagan impuestos sobre la propiedad”, y se preguntaban en voz alta si, para empezar, a estos “monjes” su religión les permitía utilizar las herramientas eléctricas.
Otros clientes estaban trastornados y eran directamente peligrosos. Un día apareció un clon de Charles Manson que avanzó serpenteando hasta el mostrador con un lote de cuadros; cuando le vi di un paso atrás. Cuando destapó lo que traía, pude ver varios puñales relucientes engalanados con esvásticas. “¿Compran esto?”, siseó. Mi respuesta fue negativa. Cuando se lo conté poco después a los otros prestamistas, me regañaron, incrédulos, por rechazar toda esa parafernalia nazi, pues sabían que eran piezas de coleccionista muy valiosas en esa zona. También me advirtieron de que era posible que regresara con más fuerza. Y, en cierto modo, así fue.
No aprendí nada
¿Realmente no aprendí nada? Diez años después, me resulta difícil ver a través de mi rabia: rabia contra la soberbia impune de esos atracadores, ebrios de avaricia, que secuestraron el zeppelín de la economía y lo estrellaron contra aquellos de nosotros que estamos viviendo más abajo, ya fuera en un camping de caravanas propiedad de un fondo de alto riesgo, en la subdivisión de una mansión o, como es mi caso, en un edificio de apartamentos de Brooklyn con el alquiler estabilizado. En cualquier caso, observé las mismas manipulaciones de alto riesgo y los mismos riesgos morales disfrazados de créditos honrados en una familia de prestamistas que profesaba un profundo odio hacia los banqueros por encima de todo lo demás. No existe ninguna brecha cultural entre la élite financiera de ambas costas estadounidenses y los usureros a pequeña escala de los estados intermedios, lo único que hay es el capitalismo de las pequeñas diferencias, de la ampliabilidad de la explotación, porque el funcionamiento es el mismo.
Supe que tocaba irme cuando llegué un día y escuché el sonido de los vientos de cambio, es decir, la canción “Winds of Change” de los Scorpions, el grupo alemán de heavy metal, que sonaba en la tienda a todo volumen. T– y sus hijos, aturdidos por las ansias de venganza, habían comenzado a acudir a los mítines del Tea Party, y se estaban volviendo cada vez más rebosantes de ira, más adustos y más abiertamente racistas. No tardaron mucho en cambiar sus ocurrencias anarquistas por necedades prefabricadas que ponían a los socialistas y a los inmigrantes en el punto de mira, una decisión que solo sirvió para ofender a su clientela negra. Entregué mis dos semanas de preaviso y les expliqué que mi idea era ayudar a gestionar un refugio de la zona para jóvenes, por lo que seguramente seguiría viendo a las mismas personas. No les importó ni lo más mínimo. La historia había llegado al mostrador de la casa de empeños como si fuera la reluciente prenda en garantía de alguien, y ellos, a su debido tiempo, serían quienes cobrarían los intereses. He oído que han abierto otra tienda.
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[1] Nací en Seymour, Indiana, la “Small Town” de John Cougar Mellencamp.
Jonathon Sturgeon es el redactor jefe de The Baffler. Anteriormente fue redactor sénior de la revista, redactor adjunto de Artnet News, redactor literario de Flavorwire y redactor sénior de The American Reader. Ha escrito ensayos sobre literatura, artes visuales, cine y política para el Guardian, Frieze, ArtNews y The Paris Review, entre otros medios.
Este artículo se publicó en inglés en The Baffler.
Traducción de Álvaro San José.
“Los estadounidenses blancos siempre supieron desarrollar aristocracias a partir
de los recursos locales, por muy escasos que fueran”.
Margo Jefferson
Los banqueros, inconsolables a pesar de sus...
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Jonathon Sturgeon (The Baffler)
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