EN LA MUERTE DE JUAN MARSÉ
Juan Marsé: Penélope de sí mismo
El escritor disfrutaba de una capacidad asombrosa para condensar una situación social en una tensión narrativa, una época en un juego de atmósferas, y una novela entera en una escena
Gonzalo Torné 20/07/2020
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Durante muchos años Juan Marsé fue para mí un mito. Y no porque sus obras me pareciesen extraordinarias y él inalcanzable, sino porque no había leído ninguna y casi todas las personas que yo iba conociendo al adentrarme en el mundo literario le eran cercanas, y hablaban tan bien de él como de sus libros.
Marsé no reproducía a la manera de un documental la posguerra española, sino que transmitía su atmósfera valiéndose de una técnica originalísima, que él llamaba ‘aventis’
Oír hablar de las novelas de alguien no sustituye la lectura, pero contribuye a que te vayas elaborando tu propia película. En mi caso me dio por pensar que Marsé era un escritor decantado hacia la radiografía social, en su vertiente más documental, si es que no le daba al costumbrismo (riesgo que nunca hay que descartar cuando se trata de un escritor español). Una especie de Vázquez Montalbán con más presupuesto. A las veinte páginas de Si te dicen que caí (mi primer Marsé) la ventolera de imaginación literaria puso en evidencia que no había escuchado con suficiente atención a mis interlocutores. Marsé no reproducía a la manera de un documental la posguerra española, sino que transmitía su atmósfera valiéndose de una técnica originalísima, que él llamaba aventis, consistente en narrar aquellos años penosísimos y criminales mediante historias fantásticas (de contornos juveniles) que se superponían así a los hechos muertos y perdidos (o agusanados por las versiones oficiales), para sustituirlas por un rumor de palabras vivas y cambiantes. Porque una aventis no se queda fija, no se le permite (una vez gastado su efecto novedoso) edulcorar la realidad o embotar a base de nostalgia la inteligencia, sino que se reescribe y se vuelve a reescribir, resistiéndose a adoptar una forma definitiva, recuperando en cada versión la tensión moral (y la audacia imaginativa) de partida. Marsé parece convencido de que la venganza de vivir dentro de una época miserable sea la posibilidad de contarlo (y denunciarlo) de cien maneras distintas. De manera que Si te dicen que caí progresa como una espiral alucinada, que recupera el vigor y la fascinación a cada giro mientras estrecha el núcleo sórdido de la época.
Desde esta admiración inicial he seguido leyendo la obra de Marsé sin avidez (son novelas que exigen digestión), pero con la sensación de que cada libro era obra maestra: Ronda Guinardó, La oscura historia de la prima Montse, Últimas tardes con Teresa... Quizás lo más evidente (o lo que menos me resisto a callar) sea que Marsé es un “fabricante de mitos”; el sintagma es para abandonar ahora mismo el artículo, lo sé, pero quizás parezca más tolerable si me explico: Marsé disfrutaba de una capacidad asombrosa (quizás apoyada en inmensos esfuerzos prolongados) para condensar una situación social en una tensión narrativa, una época en un juego de atmósferas, y una novela entera en una escena. Un ejemplo de esto último: el baile derrotado de Teresa y el Pijoaparte bajo una alucinada lluvia de confeti, al final de un verano que para uno será el final de todo y para otro el desenlace de un episodio; y se tiene que confiar mucho en el propio talento y en la inteligencia del lector para situar el cierre perfecto de una novela (aplausos garantizados) en su arranque, se necesita un salto de fe a favor de la locura del arte.
En Últimas tardes con Teresa Marsé no se limita a levantar escenas que se apoderan de nuestra imaginación (mi favorita: el desesperado viaje en moto del Pijoaparte para constatar qué poco valen nuestras insurrecciones y la audacia del momento ante la dureza perseverante del orden, y sus leyes); la pareja de amantes se constituye en el mito por el que desde ese momento y hasta hoy van a explicarse las tensiones sociales, económicas y culturales de Barcelona, y por extensión de Cataluña. Cada vez que una reseña sobre una novela barcelonesa remite al Pijoaparte la presumible pereza del crítico se compensa con otro triunfo para Marsé: el Pijoaparte, a la manera de la figura del arribista, de Romeo y Julieta y de Don Juan (arquetipos que contribuyeron a amasarlo), da un paso más hacia la dimensión del mito.
Se dirá que Marsé no ofrece una fotografía exhaustiva de la sociedad catalana: la novela no contempla al obrero catalanohablante ni a las clases pudientes que se expresan en castellano. Pero qué ingenuidad pedirle a la novela que cumpla con los deberes de lo exhaustivo, la lealtad de un novelista no está del lado de la sociología sino del relato, en cuyo beneficio tensa la sociedad (sin falsearla). Ninguna historia contempla todas las historias, todo relato contiene su moral y su injusticia; pero sabemos que Dickens ha predispuesto a varias generaciones a imaginar un Londres velado por el smog, y que a Flaubert le bastaron trescientas páginas para volver sospechosas de adulterio a todas las casadas de provincias, de manera que cuando las “ciencias sociales” le piden a la ficción esta clase de tediosa exhaustividad es plausible imaginar que actúan por autodefensa. Y si a día de hoy Últimas tardes sigue ofreciéndonos el eje representativo de la ciudad donde vivo se debe sencillamente a que nadie ni antes ni después lo ha hecho tan bien (con tanta energía y tanta sutileza) como Marsé.
Con cualquiera de estos poderes (recordemos: condensar una situación social en una tensión narrativa, una época en un juego de atmósferas, y una novela entera en una escena), un novelista tendría ya para justificar una carrera. Pero el caso es que Marsé escribía como si quisiera discutir, forzar y ponerle impedimentos a su facilidad para los mitos. Volvamos a las aventis: un “artesano de las letras” se daría con un canto en los dientes si lograse condensar en un relato de fantasía el perfil de un tiempo tan miserable y complejo (a poco que uno insista en mirar todo termina volviéndose complejo) como la posguerra. Pero Marsé descompone sus aventis, las matiza, las contrapone y las altera en una impresionante fuga de la imaginación.
Algo parecido ocurre si prestamos atención a lo que se mueve bajo el mito de Teresa y el Pijoaparte. Es cierto que Marsé iluminó literariamente un área de la población barcelonesa que estaba oculta o envuelta en los tópicos de la mirada ajena, que le ofreció a una masa de lectores (muchos de ellos por nacer) el “orgullo de la representación”; pero si bien la belleza de Teresa es deudora de los privilegios, no es menos cierto que su inocencia y su pasión (y lo mucho o poco genuino que hay en su deseo conocer otros estratos de su sociedad) quedan abortados por el filo de las exigencias derivadas de esa posición privilegiada; y de manera parecida la ambición, la crueldad y la inocencia (otra clase de inocencia, la de crecer en un mundo donde no se decide nada, donde toda importancia se disuelve en el efecto local) del Pijoaparte le impiden conciliarse con ese Robin Hood que se cobra en hijas lo que los ricos han robado a los pobres, la versión del personaje filtrada en el imaginario popular, amasado a medias por los que no habíamos leído el libro, y quienes empezaban a olvidarlo. Los personajes están sometidos a varias lealtades, hay un anhelo de mejorar el reparto social en Teresa, y un solipsismo depredador en el Pijoaparte, que remiten a la clase a la que no pertenecen, y si el desarrollo de la narración no termina por desmentir por completo el mito es porque ambos fracasan en sus esfuerzos por escapar de su influencia. Al fin y al cabo en buenas manos una novela es una forma de la imaginación, la sensibilidad y la inteligencia muy superior a la de los mitos. Marsé le saca varios cuerpos a los griegos.
Todavía hay más, mis interlocutores (a los que he aprendido a prestarles más atención) me aseguran que en sus últimas grandes novelas (Un día volveré o Rabos de lagartija) Marsé lleva a cabo una desfiguración de sus propios mitos. No sé si el verbo adecuado es “desfigurar”, “resignificar”, “vaciar” o “variar” porque para desgracia del articulista y alegría del lector todavía no los he empezado. Hay tiempo: las personas que escriben mueren cuando se les para el corazón, los escritores que no hemos conocido viven mientras nos queden libros suyos por leer.
Durante muchos años Juan Marsé fue para mí un mito. Y no porque sus obras me pareciesen extraordinarias y él inalcanzable, sino porque no había leído ninguna y casi todas las personas que yo iba conociendo al adentrarme en el mundo literario le eran cercanas, y hablaban tan bien de él como de sus libros.
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Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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