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Se nos ha muerto Joaquín Marco y los que fuimos sus discípulos sentimos el dolor del desamparo. Lo conocí en los 70, en las aulas empinadas y llenas de humo de la Universidad de Barcelona.
Marco se hacía esperar. No recordamos que empezara ninguna clase a la hora en punto. Pero, en esos años de agitación, nadie protestó jamás porque los apenas 45 minutos de sus clases eran un auténtico lujo: un ejercicio de lucidez, buen gusto, savoir faire, brillantez… Llegaba, con calma, y lentamente se deshacía del abrigo, apoyaba su cartera, se encendía un cigarrillo o una pipa, según la época, con parsimonia, y empezaba su clase, que siempre daba de memoria, y ese discurrir inteligente, sólido, tímidamente apasionado, distanciado, con su característico sarcasmo, y deliciosamente ameno. Y, así, clase tras clase, nos enseñó a leer, a pensar y a relacionarlo todo.
Fascinados, magnetizados, divertidos, absorbiendo todo lo que nos decía, no éramos, sin embargo, plenamente conscientes de a quién teníamos delante y de que nos estaba cambiando la inteligencia.
No sabíamos que era un chico del Chino –hoy El Raval– que cruzó unas calles y llegó a la Universidad para quedarse. No sabíamos que había estado preso en Carabanchel compartiendo celda con Luis Goytisolo, no sabíamos que llegaba tarde porque venía de la avenida Meridiana, donde trabajaba en la editorial Salvat. No sabíamos que los libros prodigiosos de la Biblioteca Básica Salvat que, desplazando a Somerset Maugham o a Gironella, habían llenado hacía poco las estanterías de las casas de nuestros padres, eran responsabilidad suya. Ni teníamos idea de su trabajo en la editorial Llibres de Sinera donde, sorteando la censura, publicaba, en catalán y en castellano, a Calders, a Barthes, a Moravia.
Pero sabíamos que estábamos ante un grande. Y, en aquel plan Maluquer, que nos permitía hacer nuestro propio itinerario académico, curso tras curso lo escogíamos a él. De él solo sabíamos que era nuestro profesor, nuestro maestro. Nosotros éramos – somos– “de” Marco.
Joaquín siempre apostó por la modernidad. Le debemos ser los privilegiados que tuvieron una asignatura de Literatura Hispanoamericana, cuando en el resto del Estado no existía. Le debemos su memorable ejercicio intelectual sobre la generación del 27. Y le debemos asistir a una verdadera renovación poética gracias a Ocnos, la colección de poesía que había fundado, junto con José Agustín Goytisolo, y que nos permitió conocer dos sensibilidades y cambios de época como la generación de los 50 y los novísimos, tener en nuestras manos Poeta en Nueva York, descubrir esa poesía de Borges ignorada en España hasta que la trajo Joaquín, leer a Gimferrer, al siempre subestimado Ory, a Panero, a Pizarnik, a Girondo, a Guillén, a Alberti, a Lezama Lima, a sus amigos Vázquez Montalbán y José Agustín Goytisolo.
Ya solo con eso hubiera sido más que suficiente.
Luego, cuando también lo escogíamos para nuestras tesinas y tesis, en la intimidad de su estudio de la calle de Arco Iris, una de esas Velintonias que salvaron este país, sentado en su butaca, rodeado de pilas de libros por todas partes, parecía tener tiempo para todo. Generoso, siempre generoso, nos escuchaba con esa amabilidad tan suya, nos ayudaba y nos contaba. Y allí, como por casualidad, en passant, descubríamos todos los aspectos que lo conformaban: profesor, editor, ensayista, crítico literario prolífico –en Ínsula y en Destino, desde donde ejerció una fuerte influencia en el gusto de varias generaciones– y que poseía, por biografía y por formación, una visión cenital del panorama literario en español.
Descubríamos, además, su gran aportación al catalán –ya en el 68– con Sobre literatura catalana i altres assaigs (que completaría en los 80 con La nova poesía catalana y El modernisme literari (con Jaume Pont) y, como editor, en Llibres de Sinera.
Quedaba aún una revelación: aparecía el poeta. El poeta constante e inclasificable. El poeta de Fiesta en la calle, el poeta que declaraba que “Abrir una ventana a veces no es sencillo”, el poeta que cometió “Algunos crímenes y otros poemas”, el poeta de “Aire sin voz” y sus “Variaciones sobre un mismo personaje”. Joaquín Marco decía que todo estaba ya escrito pero él supo contar lo que estaba escrito con su sencilla y personal manera.
Por encima de todo, en ese Arco Iris donde tenía el corazón –como él mismo dice en su poema sobre Barcelona, “Nostalgia Urbana”– descubrimos al amigo, generoso, amable, agradecido, al amigo para siempre.
“Me cuesta subir las cuestas de mi barrio”, me dijo este noviembre cuando nada presagiaba que se acercaba su final. Lúcido hasta el último momento pasó sus últimos meses doblemente confinado, por la pandemia y por su enfermedad. Y aún así mantuvo lo mejor de sí mismo y su visión sagaz y crítica con el entorno. Desengañado del momento histórico en Cataluña, Cruz de Sant Jordi en 2006, se ha quedado sin esquela oficial, lo que confirma su lucidez y su desengaño.
Ha muerto el tercero de los grandes del Chino, ese barrio marginal, que los barceloneses de pro siempre identificaron con prostitución, drogas y marginalidad, aunque allí se deleitaban con la ópera y las comidas en el Leopoldo, y que, sin embargo, ha dado a tres intelectuales determinantes: Manuel Vázquez Montalbán, Sergio Beser y Joaquín Marco.
Con Joaquín Marco se nos han muerto, por tanto, un poco más, aún más, las Humanidades y nos hemos quedado más solos, mucho más solos.
Como decía el propio Joaquín: “La congoja invade la mesa en la que escribo”.
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Lourdes Miquel es filóloga, especialista en ELE.
Se nos ha muerto Joaquín Marco y los que fuimos sus discípulos sentimos el dolor del desamparo. Lo conocí en los 70, en las aulas empinadas y llenas de humo de la Universidad de Barcelona.
Marco se hacía esperar. No recordamos que empezara ninguna clase a la hora en punto. Pero, en...
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Lourdes Miquel
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