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Barones de la basura
Los miembros más destacados y más brillantes de la clase empresarial de Estados Unidos han invertido toda su capacidad intelectual en convertir en desechable lo que un día fueron productos de consumo duraderos
Robin Kaiser-Schatzlein (The Baffler) 5/07/2020
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Dime una cosa, ¿te ha pasado esto alguna vez? Es 2010 y eres un estudiante de MBA de la universidad de Wharton que está luchando por salir adelante. Te has quedado dormido y llegas tarde a clase, y no es la primera vez. Durante toda tu vida has dormido en colchones malos que compraste bajo presión en uno de esos cárteles en el límite con lo criminal que denominan tiendas de colchones. Casi no has podido dormir en los últimos años. Luego intentas alcanzar tus gafas y, vaya, el estilo es del año pasado, así que las tiras a la papelera y, en su lugar, te pones unas lentes de contacto; pero te molesta que sean de tan buena calidad, que sean tan caras y que duren tanto. Tienes que esperar un mes antes de poder tirarlas a la basura y es un auténtico rollo. Mientras te preparas para afeitarte, te das cuenta de que no has cambiado la cuchilla desde hace meses, pero antes te pegarías un tiro que ir a comprar unas cuchillas nuevas, así que te aguantas.
Cuando finalmente llegas a clase, tu profesor carroza está hablando sobre lo imposible que es entrar en un mercado dominado por marcas de larga tradición: “Ninguno de vosotros será una persona de negocios rica y poderosa. Ni siquiera deberíais intentarlo”. Tu intuición te dice que se equivoca, porque tú eres una persona que se caracteriza por solucionar problemas, que está bien conectada y/o rica. Tu futuro está poblado de vastas montañas de tiempo y capital, que están esperando a que se te presente cualquier problema para acudir al rescate.
Cuando sales de clase, ves a tu amiga Tina salir disparada con una maleta de ruedas para ir a visitar a su padre que vive en Jackson Hole. “¿De dónde has sacado esa maleta?, le preguntas. “De una tienda”, responde con ignorancia. “¿Quieres decir que no la has comprado directamente en la tienda online de una marca de estilo de vida?”, comentas de forma incrédula, “no te carga el teléfono ni nada, ¿no?”. “No, para nada”, replica ella. “Guau”, respondes y te quedas reflexionando con miras al futuro.
Si esta historia te suena familiar, entonces podrías ser un personaje del nuevo libro de Lawrence Ingrassia, El club de las marcas billonarias: cómo Dollar Shave Club, Warby Parker y otros disruptores están rehaciendo lo que compramos. Ingrassia, un antiguo redactor de economía del New York Times, ofrece una crónica amodorrante sobre un grupo milenial de personas de negocios que ha conseguido auparse a los primeros estratos de la clase adinerada, y todo sin haber cambiado las vidas de los consumidores en casi nada o haberlas dejado peor que antes.
Pongamos por ejemplo a Dollar Shave Club, el principal caso práctico que aparece en El club de las marcas billonarias. Michael Dubin, un licenciado de la Universidad de Haverford y de la Universidad Emory, era un emprendedor en serie al que nada le salía bien. Todas sus ideas de negocios fracasaban. (La madre de Dubin le dijo una vez a un periodista que había una esquina en el sótano donde guardaba “varias cosas que compramos y en las que me hizo invertir porque pensaba que serían un gran éxito… pero no fue así”). Se encontraba en el paro después de que le hubieran despedido de un trabajo de marketing sin futuro en Sports Illustrated Kids, hasta que conoció al padre de un amigo en una fiesta de Beverly Hills. Su padre tenía un almacén lleno de productos sin vender, entre los cuales había un montón de cuchillas de afeitar desechables. ¿Le interesaría a Dubin vender este inventario de cuchillas de afeitar?
Dubin tuvo tiempo de fracasar hasta que tuvo una buena idea, amigos cuyos padres tenían almacenes llenos de productos y más amigos que conocían personas en empresas de capital riesgo
Pues claro. Para promocionar su nueva idea de negocio, Dollar Shave Club, Dubin decidió grabar en el almacén del padre de su amigo un anuncio en el que aparecía él, una persona bailando con un traje de oso y una adorable empleada llamada Alejandra. El concepto era un servicio de suscripción de bajo coste, directo al consumidor, de productos de afeitado. Con el vídeo listo, Dubin consiguió que otro amigo le concertara una reunión en Michael Jones de Science, Inc., una destacada empresa de capital de riesgo. Ingrassia cuenta que al principio a Jones no le interesaba para nada la idea de Dubin. ¿Cómo es posible que alguien pretenda enfrentarse a Gillette? Luego Dubin sacó su portátil y le mostró el vídeo que había grabado: “Cuando vi el vídeo, me di cuenta”. Al comprender el potencial del vídeo para hacerse viral, Jones aceptó invertir 100.000 dólares. De igual modo, otros inversores de capital de riesgo se mostraron reacios hasta que vieron el vídeo. Un inversor soltó 250.000 dólares.
Dubin, que vendió el inventario del almacén rápidamente, se puso a buscar un nuevo proveedor y finalmente se quedó con un productor de cuchillas baratas llamado Dorco, que es una empresa de Corea del Sur que fabricaba las cuchillas de la marca de las tiendas 7-Eleven. Lo que descubrió Dubin es que la calidad no importa: la gente compra cuchillas peores (y las tira antes) siempre y cuando pueda pedirlas y recibirlas con regularidad a través de internet. Con el tiempo, Unilever compró su empresa por 1.000 millones de dólares. La historia de Dubin es bastante común: una persona tiene una idea, consigue financiación de empresas de capital de riesgo y luego se la vende a una gran empresa. Naturalmente, el hilo conductor de esta trayectoria es el hecho de que Dubin tuvo tiempo de fracasar hasta que tuvo una buena idea, amigos cuyos padres estaban sentados encima de almacenes llenos de productos y más amigos que conocían personas en empresas de capital de riesgo.
Las otras empresas que aparecen en El club de las marcas billonarias son tan variadas que es difícil condensar correctamente lo que tienen en común, excepto que Ingrassia las ha agrupado todas juntas en su libro. Algunas marcas, como por ejemplo Dollar Shave Club y Hubble, alcanzaron el éxito revitalizando el centenario método de ventas directas al consumidor. Otras marcas consiguieron entrar en mercados saturados adoptando técnicas de producción eficaces y ajustadas (lean), como hizo ThirdLove. En un principio, Warby Parker y Away eran proyectos de venta directa al consumidor (ahora los dos tienen tiendas de cara al público), pero su principal característica fue brindar un buen servicio de atención al cliente de forma constante. Algunas utilizaron el poder de internet para llegar a los clientes, mientras que otras se gastaron millones de dólares en publicidad de estilo tradicional. Una empresa que Ingrassia incluye, apenas si puede considerarse una marca: hOmeLabs rastrea Amazon para encontrar productos que crear, luego desarrolla el producto (no sé, por ejemplo una máquina de hielo de mesa) y finalmente se la entrega a la plataforma de Amazon.
Lo que une a todos estos modelos de negocio es lo bien educados que estaban los fundadores de las empresas, y lo poco que sabían del negocio en el que se estaban metiendo
Si a Ingrassia le cuesta encontrar una razón para explicar qué es lo que une a todos estos modelos de negocio, un parecido que sí señala es lo bien educados que estaban los fundadores de estas empresas, y lo poco que sabían del negocio en el que se estaban metiendo. ThirdLove: los fundadores “se conocieron en la facultad de negocios del MIT” y ninguno de ellos “sabía mucho sobre la industria manufacturera”. Warby Parker: cuatro chicos de Wharton, sin experiencia en gafas de sol. Hubble: “dos jóvenes ratones de biblioteca con títulos de universidades de la Ivy League, [que] no tenían ni idea de las sutilezas de producir lentes de contacto blandas”. Ampush: fundada por “tres amigos que eran compañeros de habitación en el programa de grado de Wharton” y que desconocían lo que era el marketing digital. Raden: fundada por Josh Udashkin, que tenía un título de derecho y un MBA, pero que “como muchos de los otros fundadores de marcas digitales, no sabía casi nada del producto que decidió lanzar”. Un profundo conocimiento de un producto, como el que podría haber tenido King Gillette de las cuchillas que inventó, no solo parece imposible, sino pasado de moda en este mundo de marcas billonarias.
El libro de Ingrassia se esfuerza en hacer que estas empresas suenen excitantes y originales. La insinuación que predomina es que, en la actualidad, todo lo que necesitas para tener éxito en los negocios es un anuncio viral que de algún modo convenza a los consumidores para que compren cuchillas más a menudo (en el caso de Dubin), o reorganizar la cadena de suministro llevándote la producción a Asia (en el caso de ThirdLove) o, como Raden y Away, añadir una batería a una maleta. Los únicos inventores de verdad en El club de las marcas billonarias, la gente que se encuentra detrás de Eargo (fundador Raphael Michel: “No sabía nada de la industria de los audífonos”), experimentaron graves problemas con su tecnología y hacia el final del libro todavía no han logrado penetrar en el mercado. No cabe duda de que si este libro se hubiera escrito hace dos años, habría aparecido una empresa llamada Theranos, que es otra empresa que intentó y cambiar drásticamente el mercado y fracasó con una tecnología defectuosa. Los fundadores que aparecen en el libro no necesitan saber nada de sus negocios porque todo lo que están haciendo es aplicar cambios mínimos que reacondicionan esos sectores para la era digital. No se trata, como sugiere el subtítulo del libro, de intrépidos emprendedores “rehaciendo lo que compramos”, sino de una movilización en masa de los adolescentes con conocimientos tecnológicos que antes venían a configurar el DVD del abuelo.
Además, Ingrassia relata cómo todos los aspectos supuestamente emocionantes y transformadores de estos nuevos negocios vuelven al redil. La mayoría de las marcas, si no todas, que comenzaron como negocios online en exclusiva han abierto tiendas físicas, entre ellas Glossier, Away, Casper, Burrow, Warby Parker, Leesa y One Kings Lane. Hasta Everlane, cuyo director general dijo en 2012 que “cerraremos la empresa antes de pasarnos a la venta física”, ahora cuenta con numerosas tiendas. La única “innovación” parece ser que algunas de estas tiendas no poseen un inventario físico, por lo que los clientes vienen a probar el producto y luego, de forma poco conveniente, tienen que pedirlo online. Ingrassia señala un dilema parecido en el mercado online de colchones: empresas como Casper burlaron de forma ingeniosa las incómodas tiendas con un sistema de venta a comisión vendiendo directamente a los clientes online. Pero para llegar a la gente que no podía probar primero su producto, se vieron pronto obligados a depender de blogs financiados mediante marketing de afiliación, que comenzaron a extorsionar a las marcas para que les dieran un trato de favor.
Las corporaciones han externalizado la innovación hacia los ricos o hacia las personas próximas a los ricos
Incluso la tensión narrativa central de El club de las marcas billonarias (pequeñas empresas emergentes enfrentándose a colosos) se deshace pronto de manera deprimente: Tuft & Needle, la atípica marca que no recibió el apoyo de ninguna empresa de capital de riesgo, termina vendiéndose a Serta Simmons. De hecho, casi todas las marcas acaban vendiéndose a una corporación internacional durante el transcurso del libro. (Algunos ejemplos: Kellogg’s pagó 600 millones de dólares por Rxbar; Procter and Gamble compró el desodorante Native por 100 millones de dólares; Amazon compró Ring por 1.000 millones de dólares; Edgewell Personal Care, propietario de Schick, compró Harry’s por 1.370 millones de dólares; Bonobos se vendió a Walmart por 310 millones de dólares; Target pagó 550 millones de dólares por Shipt; etc.). Esa historia de tenaces perdedores que Ingrassia quiere contar se deshace casi con solo tocarla.
Asimismo, El club de las marcas billonarias apenas si ofrece ningún análisis sobre el significado de que todas las marcas se vendan. No obstante, la lección salta a la vista, quiera él verla o no. Las corporaciones (que reinvierten sumas sin precedentes en recompras accionariales en lugar de hacerlo en investigación y desarrollo) han externalizado la innovación hacia los ricos o hacia las personas contiguas a los ricos, que son quienes tienen el tiempo y los recursos para conseguir por su cuenta que las ideas terminen despegando: un escuadrón de jóvenes MBA de la élite tienen las ideas y los inversores de capital de riesgo deciden cuáles de estas ideas reciben financiación. Las empresas que Ingrassia examina son, hacia el final del libro, básicamente las mismas que las que estaban luchando al principio por hacerse un hueco en el mercado. Lógicamente, los fundadores se han hecho inmensamente ricos, pero el libro nunca consigue establecer de forma convincente cuál es el “movimiento sísmico” que promete documentar.
En su lugar, se resigna a sobrecargar el texto con los tópicos habituales de los libros de negocios, hasta el punto de admitir, por poco, que no puede hacer que estas historias sean interesantes. Algunos párrafos que presentan experiencias reveladoras terminan a menudo con alguna variante de la frase “eso le dio que pensar”. Como en: “Cogan estaba comprando lentes de contacto y vio que el precio había subido. Eso le dio que pensar”, o “La conversación que tuvo le dio que pensar a Dubin”, o “Más tarde [ella] se vio revolviendo con frustración el cajón de la ropa interior en búsqueda de un sujetador que le gustara. Eso le dio que pensar”. Cada relato es una historia sin pies ni cabeza en el que hay tantas pocas cosas en juego que apenas si resultan perceptibles y, además, cada adversidad se resuelve rápida e inexplicablemente. Pongamos a esta de ThirdLove como ejemplo:
Aunque [David] Spector proviene del mundo del capital de riesgo, recaudar dinero no fue algo fácil… [Heidi] Zak recuerda que presentaron su idea a más de 50 empresas de capital de riesgo, que casi siempre eran salas de conferencias llenas de hombres que no entendían por qué una mujer podía necesitar un sujetador mejor. Aun así, a principios de 2013, ya habían conseguido compromisos de financiación por valor de 5,6 millones de dólares.
Al final, El club de las marcas billonarias es alimento para los MBA, una colección de anécdotas tranquilizadoras que afirma, como susurra con afecto el último párrafo del libro, que sigue habiendo “abundante espacio para nuevas startups”. Si el libro es testigo de algo, es de que los miembros más destacados y más brillantes de la clase empresarial de Estados Unidos han invertido toda su capacidad intelectual en convertir en desechable lo que un día fueron productos de consumo duraderos y en continuar con la atomización y desposesión de la fuerza de trabajo al extender la eficacia de la producción hacia nuevos ámbitos. Resulta tentador preguntarse qué habría pensado Marx del relato de Ingrassia, una narración que es increíblemente detallada y aburrida sobre cómo la burguesía ha seguido constantemente revolucionando los medios de producción, y el resultado han sido una incertidumbre y una agitación sempiternas. Y todo esto lo ha conseguido, milagrosamente, sin cambiar nada trascendental para ninguna otra persona.
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Robin Kaiser-Schatzlein es un periodista que escribe sobre asuntos económicos.
Este artículo se publicó en The Baffler.
Traducción: Álvaro San José.
Dime una cosa, ¿te ha pasado esto alguna vez? Es 2010 y eres un estudiante de MBA de la universidad de Wharton que está luchando por salir adelante. Te has quedado dormido y llegas tarde a clase, y no es la primera vez. Durante toda tu vida has dormido en colchones malos que compraste bajo presión en uno de esos...
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