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HERENCIA

La luz de las vanguardias

Sobre el camino trazado por las vanguardias hasta convertirse en una institución y una herencia

Juan Bonilla 20/09/2020

<p>Vicente Huidobro.</p>

Vicente Huidobro.

Wikimedia Commons

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En 1920, al reseñar Por el atajo, último libro del colombiano Luis Carlos López, Alberto Hidalgo escribe que la América modernista sólo ha dado dos poetas inevitables: Rubén Darío y el propio López, y que éste es el único capaz de haber sobrevivido al nicaragüense gracias a que su humor y su capacidad para volver poético lo cotidiano lo ha convertido en maestro de una corriente –en la que ya brincan el mexicano López Velarde o el argentino Fernández Moreno– que, sin embargo, ha tropezado con un solo inconveniente definitivo: “Vivimos instantes de honda renovación. Se está operando la mayor revolución poética de que haya memoria. Nuevas formas, nuevas maneras de sentir, están echando por tierra los elementos básicos de la estética usual en lo más inveterado, lo que parecía inconmovible. Antiguamente las escuelas literarias nacían un poco, un poco mucho, sobre los escombros de la que terminaba. Hoy el cambio es absoluto, total, puesto que se está modificando el instrumento: el verso. ¡Acaso hasta la palabra será proscripta de la poesía! Los vientos de esta evolución están llegando ya a América. Y o se está con la época o se calla: tal debería ser la ley”.

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Hidalgo era, por entonces, un joven demasiado ardoroso –tanto en el halago como en el exabrupto– y acaso haya que perdonarle las exageraciones: pero llevaba tiempo en esa revolución de la que daba noticia. Sin haber salido de su Arequipa natal, había oído las campanas del futurismo, tenía noticias de los delirios dadaístas, y había publicado en 1916 un cuadernito titulado: Arenga al Emperador de Alemania, futurista en su fondo de motores veloces y violencia liberadora pero con el oído aún contaminado de la música de Rubén. Para componer su figura de adelantado vio enseguida que hacían falta dos movimientos, que eran precisamente los movimientos realizados por aquellos a los que, en Francia, en Italia y en Rusia, tenía por modelos vanguardistas: 1) la demolición de toda herencia, 2) la construcción de un nuevo edificio. La primera de las etapas la había llevado a cabo con plausible energía: no dejó sin bastozano ningún nombre de lo que llamaba “La Antigüedad”, es decir, compraba a los futuristas la idea de que había que renunciar, abolir o vender el pasado (hasta el punto de que, para hacer dinero, el futurismo proponía vender todos los tesoros artísticos de Italia para que quedara una planicie sobre la que construir la nueva era: no en vano no era un movimiento literario, sino una fe, y por tanto en su proyecto eran indispensables los arquitectos, los artesanos, los modistas, los pintores, los cineastas, todos quienes colaboraran en la tarea de tratar de convertir la vida en una obra de arte). También abominaba de la mujer: este punto siempre se ha malentendido interesadamente, denunciando la misoginia vanguardista. Ese punto del primer manifiesto futurista pretendía, justamente, lo contrario: liberar a cada mujer del concepto “mujer” –obviamente ideado por los machos–, que guardaba para ellas unas señas de identidad –“el sexo débil” y toda esa morralla– que debían ser destruidas para igualarlas a los hombres como constructoras del tiempo nuevo. Por supuesto, proyecto tan radical como ese tuvo sus adeptos ciegos y sus adeptos sensatos. De ahí que en toda la feria del vanguardismo se diesen casos de autores radicales y autores moderados. La guerra al orden burgués se bifurcó en varias sendas muy distintas pero hermanadas por el enemigo común: esa “antigüedad” a la que se refería Hidalgo, el cementerio donde, como mucho, se podían prestar respetos a los viejos autores y donde había un panteón para Rubén Darío, a quien más adelante, ya en los años treinta, Coronel Urtecho le escribiría una espléndida oda en la que explicaba la necesidad de los jóvenes vanguardistas de matar al padre: el parricidio era necesario, pero también un reconocimiento de la paternidad del gran autor de Prosas profanas.  

Wyndham Lewis le explicó a Marinetti por qué en Londres el futurismo no iba a tener influencia: “Aquí llevamos décadas montándonos en ascensores, no son objetos poéticos para nosotros”

Todo para conseguir no solo una lírica nueva, sino también una nueva forma de vivir –en esto, ay, los poetas iban por detrás: esa nueva forma de vivir ya se notaba en las calles de cualquier gran ciudad, la estaban produciendo la tecnología y la velocidad; los poetas nuevos se limitaban, de hecho, a acompasar sus pulsos al de ese tiempo nuevo en el que, obviamente, los saloncitos donde se recitaban rimas más o menos sentimentales eran un anacronismo que no podía representar a la poesía en esa nueva era. Cuando Marinetti fue a Londres a fundar el futurismo inglés se encontró con la personalidad de un coloso al que apenas pudo intimidar: Wyndham Lewis. Memorablemente, este le explicó a Marinetti por qué en Londres el futurismo no iba a conseguir que se hicieran odas a los ascensores o los trenes: “Aquí llevamos décadas montándonos en ascensores, no son objetos poéticos para nosotros”. De ahí su explicación de que el futurismo sólo tuviera posibilidades de hipnotizar a poetas y artistas provincianos. Y llevaba razón: era bastante más fácil que el futurismo obtuviera adhesiones en Palermo que en Nueva York, en Arequipa que en Berlín, en Jalapa que en Buenos Aires.

La radicalidad visible en la premonición de Hidalgo de que se iniciaba una época en la que hasta la palabra quedaría “proscripta” de la poesía, tuvo, sin dudas, incontables adeptos, pero la mera posibilidad de su propio triunfo –y su presión primera, “las palabras en libertad”, que a fuer de ofrecer hermosos frutos tipográficos apenas produjo poesía auténtica– hubiera dejado sin oficio a los poetas. Muchos de ellos tomaron de esa radicalidad algunas herramientas –la liberación del verso con respecto a las formas tradicionales, que de todos modos tampoco era nueva, la exploración de nuevos mecanismos retóricos, la conciencia de que se debía transformar en poético lo que hasta entonces no estaba prestigiado por los poetas (de ahí la denominación de antipoesía para algunas piezas que no por ello dejaban de ser poesía)–, pero las amoldaron a diferentes necesidades. Una de las más sobresalientes en América fue la producción vanguardista aplicada al canto de la propia identidad: no tenía por qué ser el folklore el que erigiera –al expresarlas– las identidades, sino que el poema liberado de los vanguardistas podía, en efecto, ser el vehículo idóneo para encapsular esas necesidades de expresión. De ahí que no tardaran en surgir, entre los innumerables grupos de avanzada que se dieron en todo el continente, algunos que depararon una suerte de poesía indigenista –en expresión de Mariátegui, corregido más adelante por un colaborador de Amauta que pedía la denominación de “poesía andinista”. Entre ellos, el más destacado se localizó en Puno gracias a las ediciones del Boletín Titikaka. Se producía una radiante paradoja, pues si una de las marcas de la vanguardia era su cosmopolitismo, no dejaba de ser extraño que sus tácticas, su retórica, sus afanes experimentales se emplearan en el canto y exaltación de lo local. Antropofagia llamarían a esa figura en Brasil: había que devorar y digerir los descubrimientos de la vanguardia europea para producir vanguardia autóctona. Metáforas vertiginosas, juegos tipográficos, descoyuntamiento de la frase se pusieron al servicio de la causa. Poetas como Emilio Armaza con el libro Falo, o José Varallanos con El hombre del Ande que asesinó su esperanza, y Alejandro Peralta con Ande produjeron un tesoro poético en el que la vanguardia adquiría tintes muy personales y reconocibles, mostrando que podía servir a muy distintas motivaciones con el préstamo de sus descubrimientos formales. Ese telurismo fue una de las más evidentes aportaciones de América a lo que ya se llamaba “movimiento internacional”, pues si evidentemente el canto a la Cosmópolis no podía diferir mucho ya se hiciera en Madrid (Viaducto, de González Ruano) o Ciudad de México (Urbe, de Maples Arce), la personalísima combinación que se producía al maridar el mundo andino con los recursos vanguardistas resultaba en composiciones de nítida personalidad.

La personalísima combinación que se producía al maridar el mundo andino con los recursos vanguardistas resultaba en composiciones de nítida personalidad 

Otro factor contó lo suyo para que los más jóvenes poetas adoptaran, según la expresión de Hidalgo, la voz de la época en lugar de callarse. Los representantes mayores de algunos ismos habían sido capaces de llegar al poder, lo que no dejaba de ser un aliciente notable. Tanto los cubofuturistas rusos como los futuristas italianos –en calidad de vates de sus respectivos aliados políticos: bolcheviques en Rusia, fascistas en Italia– se convertirían, bien que por un periodo breve de tiempo en un caso y en calidad de meros comparsas en el otro, en “poetas de Estado”. Para descabalgar a la vieja poesía institucional y derribar su edificio caduco, ¿qué mejor modo había que llegar al poder? No es de extrañar que tras algunas de las operaciones más ambiciosas vinculadas con la vanguardia americana se encontrasen ideólogos y agentes culturales de la talla de Vasconcelos –cuyo libro Ideología de acción ilustró César Moro, y patrocinó el muralismo mexicano y contó con poetas estridentistas para toda clase de acciones– y Mariátegui, fundador de la importantísima revista Amauta, desde la que tramó, según precioso título de una exposición que le dedicaron en México y Madrid, “redes de vanguardia” con toda América. En el texto de presentación decía: “Esta revista, en el campo intelectual, no representa un grupo. Representa, más bien, un movimiento, un espíritu. En el Perú se siente desde hace algún tiempo una corriente, cada día más vigorosa y definida, de renovación. A los fautores de esta renovación se les llama vanguardistas, socialistas, revolucionarios, etc. La historia no los ha bautizado definitivamente todavía”. Cedió en su revista sitio inclusos a piezas que despreciaba. Por ejemplo, publicó la Oda al bidet de Giménez Caballero, pero le añadió una nota en la que afeaba firmemente al vanguardista español por utilizar su talento en un esteticismo malsano que consideraba decadente, es decir, aquello de lo que precisamente una actitud de vanguardia debía huir.

Por toda América, desde finales de la década de los diez, se multiplicaron grupos y revistas de jóvenes vanguardistas que se adscribían a uno u otro ismo. Se dio el caso de que un diario chileno abrió una página semanal dedicada al dadaísmo. En lugares como Chiclayo o Guayaquil vibró la tensión vanguardista. La atención que suscitaban se dividía naturalmente en partidarios vinculados a ellos y enemigos feroces, articulistas de opinión, representantes de las instituciones amenazadas, academicistas que con sobrada pomposidad los despreciaban. Pero esos jóvenes que a mediados de los años veinte ya eran, por decirlo así, “nativos vanguardistas”, tenían algo que sus predecesores apenas habían tenido: una tradición. Ya formaban parte de una segunda generación de vanguardia y ya contaban con Poemas árticos y Tour Eiffel de Huidobro, con Trilce de Vallejo, con Fervor de Buenos Aires de Borges, con Veinte poemas para ser leídos en un tranvía de Girondo, con Paulicéia Desvairada de Mario de Andrade, con Química del espíritu de Hidalgo, entre otros grandes libros de la vanguardia americana inaugural. Tenían incluso, piedra de toque del movimiento, una antología confeccionada por Alberto Hidalgo, aunque firmada por Jorge Luis Borges, Vicente Huidobro y el propio Hidalgo. El Indice de la nueva poesía americana quería ser un recopilatorio de las mejores jugadas que hasta el año 1925 había producido la vanguardia en América y en español: según su frase inaugural, las distancias habían sido asesinadas y no era necesario hacer divisiones nacionales para presentar la cabalgata de poetas –que sólo se agrupaban por naciones en el índice. “El vanguardismo poético latinoamericano surge de esta antología”, dice categórico Mirko Lauer, el prologuista de la reedición (2007). Sin duda exagera, pero aun en la exageración acierta a tasar la importancia que tuvo la antología en la consagración del movimiento vanguardista y, por tanto, en la producción de nuevos talentos. Los jóvenes que empezaban a escribir hacia mediados de los años veinte ya no necesitaban volverse hasta Rubén, entre el nicaragüense y ellos se habían interpuesto nuevos maestros, la época había encontrado su voz y, por hacer bueno el mandato de Hidalgo, o se estaba con ella o era mejor callarse.

El “ismo” más tardío producido en Europa fue también el más fértil ganando adeptos –sobre todo en el terreno de la pintura, pero no sólo, como no sólo en América, también en España, en Checoslovaquia o en Japón. El surrealismo lanzó su primer manifiesto en 1924, pero desde mucho antes había ido calentando motores –cosa lógica, que también sucedió con el futurismo, pues los primeros poemas futuristas, como Distruzione de Marinetti, son anteriores al manifiesto de 1909. Las extensiones del surrealismo, en mayor o menor medida, cubren el siglo XX y son innumerables los poetas y narradores que le deben algo. Forjó una tradición, de ahí que no pueda ser más acertada la definición que ofreció Octavio Paz para la modernidad: “La tradición de la ruptura”. En América su primera cumbre –dispensando a Trilce de sus destellos surrealistas, que llevan a Valeria Bocanegra a tildarlo de “surrealista antes del surrealismo”– es Residencia en la tierra, de Pablo Neruda, publicado en España en 1934. Pero en 1935 se produce otro hito de la vanguardia americana. La publicación de la Antología de poesía chilena nueva de Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim. Acerca de la importancia de ese libro Niall Bians escribió: “La originalidad deslumbrante –más importante, quizás, el deslumbrante afán de originalidad– de los poetas antologados se encarnó, de una manera monumental, en las páginas de este libro. Cada escritor precedió sus textos poéticos con una breve introducción, lo cual acentuó la intencionalidad fundacional de los compiladores. La búsqueda de un lenguaje nuevo y la creación de mundos textuales nuevos y autónomos, se unían, en los más importantes de estos poetas –Huidobro, de Rokha, Neruda, pero también Díaz Casanueva y Rosamel del Valle– a una visión sacralizada del poeta como creador, como ser privilegiado capaz de desentrañar verdades o esencias desconocidas, ocultas bajo la confusión aparencial del mundo. Más allá de la importancia estrictamente literaria de la antología, su impacto en el campo literario se debe también a una serie de polémicas que suscitó. 1935 es el año que condenó la poesía chilena, de un modo definitivo, al fratricidio literario entre los tres escritores de mayor peso: Huidobro, de Rokha y Neruda. Una mezcla de rivalidades y discrepancias estéticas y políticas, un protagonismo exacerbado, y una incompatibilidad total al nivel personal imantó el campo literario chileno en tres polos violentamente segregados, participantes en una guerrilla literaria sin cuartel. Fue una lucha de tres grandes egos, demasiado grandes para convivir en paz en el exiguo campo poético de su país. Los poetas jóvenes que comenzaron a escribir a finales de los años treinta, entraron en un campo literario dominado por la Antología y por la presencia de los tres poetas de la guerrilla literaria. En palabras de Leonidas Morales: “Fueran o no conscientes de ello, para los jóvenes la tarea consistía primariamente en un desafío: derrotar con otras fórmulas, y sin negar la grandeza del adversario, el ‘barroquismo’, el énfasis cósmico, el gigantismo de los poetas anteriores (Huidobro, Neruda, de Rokha). De algún modo, mientras los guerrilleros seguían –y seguirían hasta el fin– luchando ferozmente entre sí, los escritores más jóvenes podían ver lo que había en común en ellos, una poesía precursora tricéfala de una fuerza avasalladora”.

Para el momento en que se publica esa antología, que culmina de algún modo una serie de antologías nacionales entre las que destacan la maravillosa Exposición de la actual poesía argentina de César Tiempo y P.J. Vignale (1928) y la no menos célebre Antología de la poesía mexicana moderna de Jorge Cuesta (1927), el surrealismo ha entrado en crisis. La revista mexicana Romance, vinculada al exilio español, hizo una encuesta en la que se preguntaba tendenciosamente a diversos autores: “¿Cómo definiría las características de la literatura posterior al surrealismo?”. Era una pregunta con trampa porque daba por muerto al movimiento. Pero es interesante leer la respuesta de un jovencísimo Octavio Paz: “El arte barroco –como el neoclásico, aunque en otro sentido– subrayan el elemento expresivo, el elemento lenguaje, por una especie de desconfianza en la eficacia de la palabra. La mentira invisible del arte sano se sustituye por una mentira que se sabe mentira. Todo el mundo está ‘en el secreto’. El engaño total y trágico se convirtió en engaño virtuoso. Y a este virtuosismo de la sensualidad fatigada y de la expresión gastada no sucedió una salud, sino un frenesí. El romanticismo huye de la lucha que en el arte libran la verdad y la mentira, la experiencia y la palabra, el romanticismo, más que la desconfianza de la razón es la desconfianza en el lenguaje y, más que la victoria de los sentimientos, la derrota de la expresión. El surrealismo no ha hecho más que continuar lo que el romanticismo inició; ahora, abandonado por las ‘musas moderadoras’ –las musas del lenguaje–, ha caído en la literatura. Es decir, en un lenguaje hecho de lugares comunes”. 

También ofrecería Paz armas contra el surrealismo publicando en la revista Taller el texto “Demagogos de la poesía” del guatemalteco Cardoza y Aragón, autor de dos espléndidos libros de vanguardia, Luna Park y Maelstrom, en el que se lee, según L.M. Schneider, una afirmación más completa de las ideas de Paz: “El surrealismo ha insistido en un aspecto abominable de la tarea poética, ha caído en la literatura y ha trocado por juegos banales y supercherías el secular afán del hombre por librarse de lo convencional, de la rutina, hasta alcanzar una libertad sin límites. Los nauseabundos y convencionales recursos del surrealismo lo llevan a divertir a la gente y a convertirse en una academia en la que priva el insulto, la vulgaridad, la inexactitud. Y en última instancia son sólo degeneración pretenciosa de la actividad romántica del siglo XIX”.

Más tarde, al opinar André Bretón que el mejor poeta de América era Octavio Paz, la valoración del surrealismo del joven impetuoso cambiaría notablemente. Pero en cualquier caso esa es otra historia: la vanguardia hacía mucho que se había convertido ella misma en una tradición, es decir un faro capacitado para dar aviso o marcar un rumbo. Pero los barcos que detectaran y utilizasen esa luz no pueden ser considerados, a su vez, el faro que los guía. Aunque su guerra se mantuviera de modo más o menos aparente contra las instituciones y las herencias recibidas y la vida falsificada –produciendo, en algunos casos, notables resultados literarios– resultaba difícil no aceptar que esa luz, la de la mayor revolución poética de la que hablaba Hidalgo, se había convertido ya en institución y herencia.

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En 1920, al reseñar Por el atajo, último libro del colombiano Luis Carlos López, Alberto Hidalgo escribe que la América modernista sólo ha dado dos poetas inevitables: Rubén Darío y el propio López, y que éste es el único capaz de haber sobrevivido al nicaragüense gracias a que su humor y su capacidad...

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Juan Bonilla

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