MADRES
¡Al faro, al faro!
Sobre traducir a Virginia Woolf y cuánto se deja en el libro y cuánto nos llevamos a la vida
Itziar Hernández Rodilla 9/10/2020
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“Sonriendo, pues una idea admirable se le había ocurrido en ese mismo segundo –William y Lily deberían casarse–, tomó la media jaspeada, con las agujas entrecruzadas en la boca, y la midió contra la pierna de James.
—Estate quieto, cariño –dijo, pues celoso de servir como medida para el niñito del farero, James se revolvía a propósito; y, si lo hacía, ¿cómo podía ella ver si era demasiado larga o demasiado corta?, preguntó”. (Al Faro, pp. 55-56 de la edición de Akal 2020).
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Si tuviese que elegir un solo fragmento de Al Faro como representación de la novela, sería sin duda alguna este. Una madre tejiendo. Una madre midiendo la labor de punto contra la pierna de su hijo. Una madre pensando, mientras lo hace, en dos millones de cosas que no tienen nada que ver con la lana entre sus manos.
No es un secreto: Al Faro es la historia de una madre.
Pero esa imagen profundamente íntima de una madre que mide la labor contra la pierna de su hijo podría ser también un recuerdo de mi vida. Ese detalle mínimo, como el punto que la madre retuerce con impaciencia mientras intenta mediar entre el deseo de su hijo y la negativa de su esposo, luchando seguramente con el aburrimiento absurdo de una noche de verano en la que no está pasando nada, ese detalle mínimo describe, seguramente, el recuerdo de muchas vidas.
La vida no son los grandes acontecimientos que se pueden resumir en una veintena de páginas, sino los sucesos menores, insignificantes, azarosos
Como escribió Yasmina Reza, “creemos que las cosas que son la vida no son la vida”. Pero un día, leyendo Al Faro, descubrimos que la vida no son los grandes acontecimientos que se pueden resumir en una veintena de páginas, sino los sucesos menores, insignificantes, azarosos. La vida es, en definitiva, la cotidianidad.
Y si como lectora la imagen de la señora Ramsay con su media se funde con la de mi madre probando las medidas de un jersey contra mi torso, ¿cómo puedo estar segura de no haber convertido a la señora Ramsay, declarado retrato de Julia Stephens –la madre de Virginia Woolf–, un poco en la mía?
Dice la propia Woolf en otro lugar que cuando las mujeres miramos la historia lo hacemos a través de nuestras madres. Que nos resulta inútil acudir para ello a los grandes hombres escritores, por mucho placer que nos den, por mucho que aprendamos de ellos trucos y los adaptemos para nuestro uso. Que el ritmo de avance de la mente masculina es demasiado distinto al de la nuestra para que pueda resultar de provecho. Que el mono nos queda demasiado lejos para frecuentarlo. O el simio. El mono. En fin, volvamos a las madres. Ellas son, en definitiva, las que nos han dado las herramientas con las que interpretamos el mundo.
Así pues, quizá entendería que, si la suya está en To the Lighthouse, la mía esté en mi traducción de Al Faro. Es la duda que me corroe todo el rato cuando traduzco. Es mi gran inseguridad, mi miedo, mi drama: la huella que dejo en el texto. ¿Cuánto puedo estar robando al genio de Virginia Woolf? ¿Cuánto puedo estar añadiendo de mis propios traumas a la media de la señora Ramsay? ¿Es mi genio suficiente o es un estorbo en la experiencia del autor propia del lector? Seguramente, nadie podrá resolverme estas dudas. Seguramente, el hecho de dudar, me digo, ayudará a superar los escollos y me acercará al estilo de la autora. Al fin y al cabo, nadie dudaba más que Virginia Woolf de su escritura. O eso decía ella.
Supongo que ahora es cuando debería tranquilizar a los futuros lectores de la traducción publicada por Akal diciéndoles que, en realidad, soy una gran experta en Woolf, con un profundo conocimiento de su entorno, de su lenguaje y de su obra. Que no se preocupen, que están en las mejores manos: nada puede ir mal. El caso es que no puedo hacerlo.
Nunca leí a Virginia Woolf como el icono que era. Cuando llegué a ella, llegué de la mano de Tennyson, Shelley y Scott. Pero también de John Buchan y James Fenimore Cooper. Fue un año muy completo en lecturas, hay que reconocerlo. Pero lo importante aquí es que Woolf no llegó como el mito, sino como una señora divertida más allá del chiste: el fino humor británico afilando el inglés como un bisturí. Un arma mortal que yo ansiaba saber manejar. Pero era, en definitiva, lectura por diversión. No un mito, no una gran autora, no “the Virginia Woolf”. Y siguió siendo así hasta que la tuve que traducir.
Descubrí entonces que hay una raza de personas que respira Virginia Woolf, la adora, la lee, la estudia, la sigue y la tiene como guía de sus viajes, que pasea por Londres siguiendo sus huellas, y viaja a Cornualles solo para ver el faro de Godrevy y poder viajar a él… si hace buen tiempo. Personas que alucinan tanto con la autora que no pueden dejar de investigar sobre ella. Que creen que seguir sus pasos puede ayudarlas a escribir mejor, a pensar como ella o a tener una vida bohemia como la que imaginan que tuvo. Todo lo que puedo decir para tranquilizar al futuro lector de mi traducción de Al Faro es que creo que me he convertido –aunque pueda haber sido por accidente– en una de esas personas.
Ahora, cuando voy a Londres, me encuentro caminando por el Strand en la utópica búsqueda de un lápiz de mina, acercándome a la chocolatería de Old Bond Street cuyos bombones adoraba la Woolf niña, Ginia la llamaban, o descubro en el Soho un salón de té con pasteles grandiosos donde le gustaba merendar cuando ya era una integrante (fundadora) del famoso círculo de Bloomsbury. O paseo por el barrio que dio nombre al grupo y me siento en uno de los banquitos del parque frente a la que fue su casa, preguntándome si también ella estuvo allí sentada. O viajo hasta Seven Oaks para visitar la casa de su íntima Vita. Y hasta los amigos me mandan fotos de la librería cuyo escaparate contempla Clarissa Dalloway en Piccadilly, una librería que tiendo a pensar es también la que visita Orlando en el último capítulo de su biografía y que se ha convertido en mi lugar favorito de la ciudad sin haber puesto un pie en ella.
A mi madre la oigo en ese 'cariño' que traduce el 'my dear' de la señora Ramsay. Si al leer, ustedes también la oyen, ¿qué puedo hacer? Quizá sin ese cariño la historia no sería la misma
Este “accidente” me ha permitido consultar a unas siempre inefables fuentes de bibliografía sobre la autora, descubrir cuáles fueron sus lecturas, así como leer muchos de sus ensayos y críticas literarias. Con esto he intentado hacerme una idea de cuáles eran las palabras que podían crear su personalidad de escritora. En To the Lighthouse, destacan flimsy (‘insustancial’), gloom (‘melancolía’), radiance (‘jovialidad’), severity (‘gravedad’), sternness (‘severidad’), wild (‘desenfrenada’), nonsense (‘disparate’), incivility (‘descortesía’) y grind (‘traqueteo’). Y qué decir de consultar los periódicos que escribía de niña con sus hermanos, donde se recogen muchos de los hechos biográficos que aparecerían ficcionados en Al Faro. ¿Garantizará esto que mi traducción sea buena? Ojalá.
Yo lo que sé es que la traducción la hice con mimo infinito, prestando toda la atención del mundo al inglés de bisturí de la autora, y que me esmeré en reflejar en español el sonido del mar que se oye a lo largo de las páginas escritas por Woolf. A mi madre la oigo en ese “cariño” que traduce el “my dear” de la señora Ramsay en inglés. Si al leer, ustedes también la oyen, ¿qué puedo hacer? Quizá sin ese cariño la historia no sería la misma.
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Unas referencias:
La cita de Yasmina Reza es de En el trineo de Schopenhauer (trad. de Milena Busquets, Anagrama 2006).
Woolf en otro lugar se refiere a A Room of One’s Own (p. 64 de la edición de gutenberg.com).
Sobre los bombones preferidos de Virginia Woolf habla Hermione Lee en su maravillosa biografía de la autora (Penguin 1999): son de Charbonnel et Walker.
La librería es Hatchard’s.
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Itziar Hernández Rodilla es doctora en Traducción por la Universidad de Salamanca. Premio de traducción Andreu Febrer. Ha traducido Al Faro y Orlando de Virginia Woolf.
“Sonriendo, pues una idea admirable se le había ocurrido en ese mismo segundo –William y Lily deberían casarse–, tomó la media jaspeada, con las agujas entrecruzadas en la boca, y la midió contra la pierna de James.
—Estate quieto, cariño –dijo, pues celoso de servir como medida para el niñito del farero,...
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