La mirada
Sancho amigo: sobre la ternura en el ‘Quijote’
Nabokov aseguraba que el Quijote era un libro dominado por la “brutalidad” y la “crueldad”, pero, ¿y si Nabokov estuviera no solo equivocado, sino “completamente” equivocado?
Clara Monzó 1/11/2020
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Para Carlos Costa, mi amigo
Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve,
que no perturben deudas ni pesares.
Andrés Fernández de Andrada,
Epístola moral a Fabio
Alonso Quijano quería un amigo. Como los niños que miran hacia la puerta del patio con cautela, como el insomne que siguió la ruta de Cassini allá en campos de zafiro, o como el cautivo que vuelve a su patria tras largo tiempo por los turcos confinado. Es de noche y Don Quijote, panza arriba, intuye el cielo entre las tablas del techo. Está oscuro.
La pandemia ha golpeado duro a CTXT. Si puedes, haz una donación aquí o suscríbete aquí
En la arboleda estrellada busca los ojos de su dama y el tintineo inquieto de lo desconocido. Los nudillos blancos, tensa la frazada, abre el cerco a las ensoñaciones y las azuza sin ambages hacia la premonición o la súplica. No hace mucho que el hidalgo empuñó la lanza. La gloria vendrá, no hay que dudarlo, pero ese hervorcillo de hazañas en los pies no piensa ahora en lo que cantarán los académicos de Argamasilla, ni piensa en loores ni ducados. Con los ojos como platos, se recrea en el momento en que las primeras luces le hagan volver a abrirlos. “Duermes, ¿Sancho amigo? Sancho amigo, ¿duermes?”.
El Quijote es un libro inmenso. Semejante obviedad trae consigo una cierta sensación de propiedad. Desde el punto de vista institucional, una pertenencia a lo público que encumbra como estandarte patrio a autor y obra, cuyas imágenes se abstraen con el fin de ser integradas en el escaparate de la simbología colectiva. La estrategia que teje el paso de la integración a la explotación –comercial, didáctica, identitaria– es, dicho sea de paso, ineficaz, o, al menos, no tan avispada como la que nuestros vecinos los ingleses han acometido hasta empapar el imaginario cultural con la efigie de Shakespeare. Sobre ese arroyuelo universal navegan también las reescrituras, las frases transformadas por la oralidad y paulatinamente fijadas: barquitos en los que ondean, a vista de todos, los “ladran, luego cabalgamos”, “desfacer entuertos” o “con la iglesia hemos topado”. Esa pertenencia, que se da también en quien cede magnánimo su película favorita a un compañero de trabajo, implica una libertad o egoísmo que legitima al lector para acogerse a la interpretación que más le satisfaga.
Yo, aplicada al egoísmo con dedicación, confieso que para mí el Quijote –ahora, al menos esta tarde– es el gran libro de la amistad
La romántica, la costumbrista, la paródica, incluso la literal –quién la pillara– que contempla la obra como una novela de aventuras: interpretaciones las hay de todo tipo. Y aquí, yo, aplicada al egoísmo con dedicación, confieso que para mí el Quijote –ahora, al menos esta tarde, bajo esta luz y el calor de julio que amilana– es el gran libro de la amistad. Fuera del afán exegético del filólogo que invierte el sentido de la lectura –es decir, qué puedo aportar yo al Quijote y no qué puede el Quijote aportarme a mí– a la caza de fuentes e intertextualidades, en los folios cervantinos late una sincera y delicada ternura. Cervantes, ácido y chisposo, se afana, tal vez a su pesar, en detectar el afecto en lo humano como un remedio para la soledad.
Parecería que lanzarse al mundo como el héroe que suspira por la libertad frente a las constricciones de los tiempos modernos es una tarea individual; una empresa forjada para el hombre que se enfrenta a su tiempo mientras se descubre a sí mismo. Y, sin embargo, yo imagino que el pastor allá en sus amenos prados, voluntariamente exiliado en la Arcadia improvisada de los bosques, transido de amores, al volver las ramas con el dorso de la mano entre numorosos píopíos, no espera encontrar sino la visita de un amigo. En los libros que engulle don Alonso, tanto como en el rumor armonioso de las hojas, persiste un anhelo de diálogo, de compañía. Excepto durante su breve penitencia en la cueva de Montesinos, Don Quijote siempre tiene con quien compartir sus silencios. Pero no solo él. Salpican los capítulos tristes figuras faltas de comprensión. Al término del amargo relato de Cardenio y sus desventuras amorosas, Don Quijote está tan conmovido que no duda en lanzarse a abrazarlo, a pesar de no ser para él sino un greñudo desconocido. Los cabreros conversan con las cabras, y los animales, tratados con dulzura, posan la cabeza cerca de sus amos atentos a sus palabras. Cervantes les concede el don del entendimiento como un regalo para sus personajes predilectos. En alguna ocasión, mientras el grupo principal se dedica a sus asuntos, Cervantes nos deja entrever cómo, apartado, Rocinante se vuelve a corresponder las carantoñas de un rucio amigo. El caballo pace suelto porque Don Quijote confía en su mansa inclinación y a Sancho le vence la pesambre cuando Ginés de Pasamonte secuestra al jumento. El reencuentro entre el escudero y su burrito está atravesado ni más ni menos que por amor: “‘¿Cómo has estado, bien mío, rucio de mis ojos, compañero mío?’ […] Y con esto le besaba y acariciaba como si fuera persona. El asno callaba y se dejaba besar y acariciar de Sancho sin responderle palabra alguna”.
Tras aquella excursión primera en solitario, donde burbujea con saña el humor más incisivo, aparece Sancho, y a Cervantes se le transforma lo que tiene entre manos
Don Quijote obtiene la recompensa del viaje y ulteriormente de la fama, sí, pero sobre todo experimenta la certidumbre de una amistad firme, leal. Tras aquella excursión primera en solitario, donde burbujea con saña el humor más incisivo, aparece Sancho, y a Cervantes se le transforma lo que tiene entre manos. No es novedad para nadie que la función del buen Sancho excede a todas luces la de contrapunto cómico o la de solícito escudero. En el capítulo XXI, Don Quijote se enfurruña y le exige que guarde silencio, arguyendo que el parloteo es impropio de subordinados. El de la Triste figura, que olvida según convenga las exigencias de la ley de la caballería andante, parece de pronto empeñarse en cumplir las normas, mas no por virtud, sino más bien para ocultar su orgullo herido. Al caballero, poco antes ridiculizado en público, la burla de Sancho le resulta insoportable. Pero poco durará el silencio impuesto y la charla retomará su curso, una vez Don Quijote cede y se abandona con placer al torrente verbal de Sancho. De hecho, esta oscilación entre la rectitud y la relajación es habitual en la relación entre ambos. Si lo amonesta por haberlo dejado en evidencia ante un noble auditorio, enseguida procederá a alabar sus virtudes. Si espaldarazo furibundo, cariñosa disculpa. De entre todas las voces de alabanza con que fabulan sus oídos, la aprobación y admiración del escudero quizás sea, por auténtica, la más importante. La sabiduría del leído Don Quijote y el refranero de Sancho encuentran tras cierto rifirrafe un estado de respeto que propicia esa bonita contaminación progresiva ente ambos mundos. El escudero ejerce una imprescindible influencia a la hora de encontrar un equilibrio entre el cumplimiento de la misión vital de su amo y el alegre disfrute de la realidad al alcance. Si nuestro caballero se había comprometido a un estricto ayuno penitente, Sancho mediante terminará por zamparse una merendola sobre la yerba.
Las motivaciones personales –las leyes de la caballería, para uno; el soñado gobierno de la ínsula, para el otro–, en principio motores básicos en la construcción identitaria de los personajes, están subordinados a la camaradería. Sancho, que no se rinde en su empeño por llamar a la cordura a su señor, arremete contra cualquiera –por razonables que sean sus motivos– que ponga en peligro la integridad física de don Quijote. Puños en alto y lágrimas dispuestas, “Sanchuelo el bellacuelo” llora cada una de las muelas perdidas del caballero, y llora por anticipado su muerte cada vez que se apresta a un nuevo combate. Por su parte, Don Quijote atribuye sus fracasos a las visiones provocadas por un hechicero envidioso. Sin embargo, cuando angustiado asiste al manteamiento que, a cuenta de unos traviesos andaluces, padece Sancho a la salida de la venta, da la impresión de que se aferra en culpar de nuevo al encantador para sobreponerse a la impotencia de no haber podido socorrer a su amigo. Desde entonces, quizá con cierto remordimiento, redobla su afán de protección: “No consentiré yo que te toque en el pelo de la ropa”, le dirá orgulloso.
Y así al escudero –el buen Sancho, Sancho el bueno, Sancho hijo, el mejor hombre del mundo– se le acumulan los epítetos. El propio Cervantes, poco a poco encariñado con sus personajes, hurta en un descuido la voz de don Quijote para consagrarlo como “el bueno de Sancho Panza”. Aun cuando Sancho ha visto a su amo volar por los aires y rodar por los suelos, aun frente a la certeza de la muerte, le ofrece como consuelo la promesa de nuevas aventuras. Así, algún día, no muy lejano, los cascos de Rocinante trotarán despreocupados ante el mar. Pero hasta ese momento en que unas manos tiren de las riendas y lo aparten de la orilla, hasta que se hunda en la arena la herradura, erguida la testuz, resoplante el hocico, ante la presencia del Caballero de la Blanca Luna, queda todavía un largo trecho de sinsabores y gestas. Es de noche, el mar en otra parte, desde el piso de abajo llega ruido de cacharros, y los viajeros, solitarios, llevan sus rocines a abrevar.
La pandemia ha golpeado duro a CTXT. Si puedes, haz una donación aquí o suscríbete aquí
Autora >
Clara Monzó
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí