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Vivía en Skalitzer Straße, en Kreuzberg. El anarquismo alemán, al menos para mí, era sumamente raro. Cada día, a la misma hora, como la lluvia en la selva, había una manifestación autónoma. Parecía no tener ningún sentido salvo ella misma, pero poseía un fuerte magnetismo. Los autónomos iban en formación, con la misma ropa negra, con cascos de moto, hacia la policía. El encuentro era violento. La violencia se concentraba en el primer choque. Era, literalmente, homérico, y tenía el sonido de objetos y cuerpos que describía Homero. En ese momento alguien caía y era pisoteado, sin oportunidad alguna, mientras otro brillaba y fabricaba el destino de los siguientes minutos. Había policías y autónomos que, en verdad, tenían un don especial. Era un espectáculo observarlos. Observarlos era como ver el fuego o el mar. Verlos en el combate era ver a Aquiles. Un día, de hecho, toda la batalla se paralizó para ver un combate singular y furioso entre Aquiles y Héctor. Ganó, como siempre, Aquiles. Héctor lo supo en todo momento. En el Sector Este, los enfrentamientos con la policía eran sumamente diferentes. Menos plásticos, pero mucho más efectivos y aún más cotidianos. Cuando un agente de policía se acercaba a un ciudadano y le hablaba, el ciudadano, comúnmente, le gritaba, sin perder el decoro y la serenidad. Hablaba mal de la RDA, y modulaba expresiones como engaño, o sinsentido, o mentira. Sorprendentemente, el policía no respondía. Se avergonzaba, cedía y callaba. La actitud de miedo, de sumisión ante un agente, perceptible en todo el planeta –el planeta, tal vez, es poco más que eso–, sólo se producía con los Vopos, la terrible policía de fronteras, y con personas no uniformadas, y que los ciudadanos locales reconocían a distancia. Una tarde, en una terraza de Berlín Este, se sentaron en mi mesa dos desconocidas. Algo habitual. En la ciudad, cuando una terraza estaba llena, se solicitaba permiso para compartir mesa. Al poco, vino un policía a deshacer nuestra asociación. Las mujeres le recriminaron. Y el policía se fue cabizbajo. Las mujeres, en francés, me explicaron la discusión. Luego, seguimos hablando. Una me explicó que era masajista. Me invitó a su casa, a hacerme un masaje, dijo. Yo, claro, dije que sí. Era mayor que yo. Era como una fruta madura, a punto de explotar por su propio zumo. Su casa, cercana, era la típica casa de la RDA. Habitaciones repletas de objetos y, en cada una, una televisión encendida. Había muchos souvenirs de otros países del Este, y un hijo de mi edad, enfermo psiquiátrico. No había podido resistir la locura, me dijo la mujer. La mujer, masajista deportiva, me hizo un masaje. Literalmente. Sin otro sentido, o mensaje, o posibilidad. Era su agradecimiento, me dijo, por haberla defendido del policía. Algo que no hice. Creo recordar que debían abandonar Berlín Este antes de las 9 de la noche. Lo hice apurado, corriendo por una ciudad desierta. Un mes después cayó el muro. Pienso de vez en cuando en aquella mujer. En su honestidad, tan densa que parecía ingenuidad. En su mundo, más antiguo que el de Homero, en el que nada significaba nada que no tuviera su significado patente. Sin rituales, sin juegos ni trampas para decorar la realidad. Sin enfrentamientos rituales, sin relatos fantásticos, en contacto con la brutalidad y la siempre posible locura, y llamando a esos dos riesgos por su nombre. ¿Qué se habrá hecho de ella, de todos ellos? ¿Entraron en nuestra secta?
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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