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Nada cambia tanto y tan poco como los nombres de personas a través del tiempo. Dibujan las épocas. Los romanos los despreciaban. No les daban valor. Los patricios, incluso, optaban por numerar a sus hijos. El número con el que vinieron al mundo era su nombre. Su nombre, por tanto, no importaba. No así su cognome, el mote, el alias, el título que se ganaban por sus actos. En el grueso de las épocas posteriores, los nombres tuvieron una función religiosa, homenajear a una deidad, o a un santo o, simplemente, recaer en una tradición familiar. La vida, por tanto, transcurría fuera del nombre, o a pesar de él. En el siglo XIX, todo empezó a cambiar. Aparentemente. Con nombres locales de vírgenes. Lo que supuso el inicio de nombres románticos, de nombres, incluso, nuevos, que aludían a una comunidad lingüística, política, o territorial. Los nombres, actualmente, son así. O el eco de ello. O bien no significan nada. En ocasiones son estrambóticos, o poco usuales. Reflejan, supongo, la alegría desmesurada de los padres por tener un hijo, y la necesidad de meditar su nombre, de paladearlo, de que su nombre sea un regalo luminoso y hasta cierto punto costoso. Son nombres que hablan, por tanto, de dar. Lo que es relativamente nuevo. Y bueno, supongo.
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Los nombres en la Grecia antigua eran, no obstante, algo muy diferente e importante, fundamental, y que requería una gran reflexión. Hasta cierto punto dotar de nombre a un hijo era sugerir y fijar su destino. Muy pocas personas tenían un nombre que no les explicara, o que no merecieran. Nombres como Protector de Hombres, La Verdad, La Paz, Regalo de Apolo o, sin duda el mejor, Libre. Los nombres eran una biografía. Es decir, un itinerario. Y, por lo mismo, una condena. Algo ineludible. Un sentido profundo hasta afectar a los movimientos y a los gestos. Por eso sorprende el nombre del griego más determinante y que ha más modulado todos los mundos vividos desde entonces. Homero.
Poco o nada se sabe de él, sólo leyendas. Pudo haber nacido en el siglo XI a.C. O en el VII a.C. En Esmirna, en Quirós. O en ningún sitio. Pudo haber sido, en realidad, varias personas. O ninguna. Sólo sabemos, en todo caso, su nombre. Si el nombre de un griego era muy importante, el de Homero, que tal vez solo fue un nombre, lo es mucho más. Es una clave. Lo que implica que ese nombre es un mensaje profundo y a través del tiempo. Lo es todo y lo explica todo del primer autor. Explica, incluso, el oficio que fundó. Homero significa rehén, prisionero. El primer autor fue, por tanto, un rehén, un prisionero. Alguien obligado a algo, y con libertad limitada. Pero apurada, ejercitada hasta llevarla fuera de toda previsión. Cuando le leemos, leemos sus obligaciones, los límites de lo que podía o no podía hacer sin recibir a cambio burla, desprecio, castigo, u olvido. Y, debajo de ello, entre ello, por encima de ello, su libertad, que nos ha llegado hasta nuestros días en forma de grandes explosiones. Sólo se puede ser libre, en fin, entre los barrotes que formula tu sociedad. Burlándolos, traicionándolos entre el griterío. Quizás ese es el legado de quien puso su nombre a Homero. Eres un rehén, un prisionero. Apura el límite de la celda.
Nada cambia tanto y tan poco como los nombres de personas a través del tiempo. Dibujan las épocas. Los romanos los despreciaban. No les daban valor. Los patricios, incluso, optaban por numerar a sus hijos. El número con el que vinieron al mundo era su nombre. Su nombre, por tanto, no importaba. No así...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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