GRAMÁTICA ROJIPARDA
Del ocio al paro
Estaría bien, para variar, que el rojerío hispano se parase a mirar qué pinta tiene la clase trabajadora de por aquí. Porque, si no lo hace, lo harán otros, y con otro mensaje
Xandru Fernández 1/11/2020
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Más de un lector habrá reconocido, en el título de este artículo, el eco de un hit del género ensayístico español, Del paro al ocio, de Luis Racionero, muy leído, comentado y alabado por los agentes culturales de la España de los ochenta. En sus páginas, Racionero exhibía la versión más estilizada de la perestroika intelectual de las nuevas izquierdas. Proponía, en síntesis, trabajar menos para trabajar todos. Por ese orden. En la España felipista nos quedamos a mitad de frase, pero está bien recordar que hubo una época en que los tecnócratas que desmantelaban la industria para malvenderla a los buitres del ladrillo lo hacían mientras escuchaban a Mahler y experimentaban con el sexo tántrico. El título de Racionero era perfectamente descriptivo de la trayectoria vital de aquellos treintañeros de familia acomodada que miraban su carnet de la CNT y su colección de Ajoblanco con ese rictus entre nostálgico y sarcástico de quien contempla la foto de un noviete de verano.
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“Las palabras son importantes”, gritaba Nanni Moretti en Vaselina roja. En esta serie de apuntes sobre la gramática de la pandemia y el lenguaje de los nuevos puritanismos, debería haber insistido en que ni soy médico ni economista ni pretendo arrogarme ninguna competencia en esas dos disciplinas técnicas. Trato de pensar solamente el uso que se les da a las palabras en este período de nuestras vidas, la reconstrucción que están experimentando significantes que hasta ahora eran claros y distintos según los cánones de nuestra tradición más reciente: la reconversión lingüística que, como un eco tardío de aquella reconversión industrial de los ochenta, se asienta en la propia capacidad performativa del lenguaje, en su poder evocador de afectos y revocador de efectos, en su paradójica condición de estimulante y narcótico de pasiones y sentimientos.
“Paro” es una de esas palabras. Desde que me empezaron a salir las orejas, no creo haber dejado de oírla un solo día. Contra ella se conjuraron, en sagrada alianza, los medios de comunicación, las compañías de publicidad y los gobiernos de todo signo, conscientes de su poder erosionador de legitimidades. Mejor decirla poco que decirla mucho, y lo mejor de todo, no decirla nada. Ni pensarla. En los años locos del felipismo, incluso se intentó que “paro” significara “huelga”, y se echó mano del eufemismo poco convincente de “desempleo” para designar ese estadio de la vida humana en que la tierra se abre a tus pies y empieza a devorarte lentamente. Era una buena estrategia porque “paro” sugiere ausencia de movimiento, es entropía, cesación fatal y final de toda acción, de toda actividad, remunerada o no, mientras que el desempleo es la privación de una condición que va y viene, a uno lo emplean o no lo emplean pero está siempre disponible, siempre dispuesto a remar en solidaridad con el propietario de la galera. Mejor desempleado que parado, es lo mismo pero uno se siente menos próximo a la inmovilidad, menos inerte, como descansando un rato.
Está bien recordar que hubo una época en que los tecnócratas que desmantelaban la industria lo hacían mientras escuchaban a Mahler y experimentaban con el sexo tántrico
Ocurre algo parecido en nuestros días, cuando las víctimas de la ultimísima crisis ya no bajan derechas al sótano del paro, sino que se detienen en ese entresuelo llamado “el ERTE”. Si el paro era el infierno, el ERTE es el purgatorio: duele, pero no tanto, y se entra en él con la promesa de que se saldrá en breve. Por supuesto, no hay color entre el ERTE y el despido libre que defienden Rallo, Garamendi y compañía, pero en tiempos de incertidumbre, y sin que asomen en el horizonte ni la renta básica universal ni un modelo de regeneración económica verosímil y justo, habrá que vigilar de cerca que los ERTE no sean la antesala de la deportación al paro puro y duro.
“Ocio” es otra de esas palabras sujetas a revisión en estos meses de pandemia y confusión. En el texto de Racionero, y en toda la literatura secundaria generada por un libro ya de por sí bastante secundario, se empleaba como sinónimo de tiempo de disfrute, tiempo arrancado (con esfuerzo, paradójicamente) al esfuerzo, a la productividad, al tiempo de trabajo. La extensión del tiempo libre hasta que todo el tiempo sea libre, todo ocio y nada negocio: he ahí la sanísima aspiración de Racionero, la misma que parecía mover los engranajes del movimiento hippie en el que se inspiraba y, dicho sea de paso, la de aquel yerno de Marx que teorizó el derecho a la pereza para muestra de que da igual que tu suegro sea un genio en lo suyo si tú no tienes aptitudes para imitarlo.
Desde que se declaró la pandemia, el ocio, no solo el nocturno, ha estado presente en el lenguaje gubernamental con connotaciones eminentemente negativas. Hace solo unos días, Fernando Simón alertaba del peligro que suponían los contactos interpersonales que se mantienen al ir al cine o al teatro. Es cierto que sus declaraciones no pretendían demonizar esas actividades culturales, pero el efecto logrado fue el contrario, y no solo porque las derechas la tomaran con él, que también: lo que venía a sugerir Simón era que cualquier actividad que implique distracción es potencialmente letal y, por tanto, mejor no “bajar la guardia”, otra expresión, como “relajarse”, que ha acabado siendo sinónimo de irresponsabilidad e insolidaridad.
En tiempos de incertidumbre, y sin renta básica universal en el horizonte, habrá que vigilar de cerca que los ERTE no sean la antesala de la deportación al paro puro y duro
Hay que pensar seriamente qué significa esa imputación de irresponsabilidad e insolidaridad, pues lo que el ocio y la diversión implican es justo la distracción y el “bajar la guardia”, pero otro tanto sucede en la mayoría de actividades profesionales, remuneradas e incluso “esenciales”. También las modalidades más exigentes de ocio, las actividades culturales e intelectuales que más apelan a la reflexión y comprensión de estructuras complejas de significados, requieren poner en suspenso la atención sostenida al entorno físico inmediato. Y también en torno a ellas se genera riqueza y empleo, de modo que, cuando se las estigmatiza como conductas de riesgo, no es su condición de actividades inútiles en términos económicos lo que se pone en entredicho sino su carácter lúdico. El subtexto es tan simple que uno siente vergüenza de enunciarlo: laméntate, no te diviertas, es tiempo de sufrir y no de pasárselo bien. Como si nos hubiese caído encima no un virus sino un manto de tristeza: el “como me ves te verás” que advertían las calaveras de los cementerios.
Es feo divertirse mientras los demás sufren, es cierto, pero siempre cabe preguntarse qué tamaño tiene que tener la muestra de dolientes, a partir de qué cantidad de padecimientos se considera inaceptable el disfrute. Sospecho que nadie gana nada con ese tipo de cálculos, salvo el que tenga especial interés en fabricar algún tipo de calculadora de excelencias morales. Siempre habrá quien vea demasiado sufrimiento en el mundo como para permitirse un solo segundo de alegría, y siempre habrá quien sostenga que no hay catástrofe lo suficientemente devastadora como para hacerle renunciar a los placeres de la vida. A este último no le importarán ni el millón largo de fallecidos por covid-19 ni el millón y medio de muertes anuales por tuberculosis. Al primero siempre le parecerá que el platillo del duelo pesa más que el del gozo en la balanza de la existencia.
Ninguno de esos dos supuestos debería inquietarnos, pero sí los clichés lingüísticos que ambos manejan. Así, he visto últimamente cómo muchos conocidos míos, que se dicen de izquierdas, evocaban el sufrimiento de las víctimas de la covid-19 para despreciar las quejas de los hosteleros, como si el que estos quisieran mantener abiertos sus negocios implicase un desprecio de las vidas ajenas. Abre los ojos: hay más personas que se lucran gracias a la diversión de los demás, entre ellos el propietario del púlpito desde el que condenas a diario a los profesionales del ocio, Facebook, eso es. No tengo nada que objetar a que disfrutes construyendo y exhibiendo tu autoimagen de superhéroe moral, pero esa modalidad perversa del placer no tiene por qué pagarla el que puede acabar en el paro sin que tú hayas renunciado a divertirte convirtiéndolo a él en chivo expiatorio.
El libro de Racionero contenía, sin duda, páginas brillantes. Y (sin duda también) lo animaba una noble aspiración moral. Pero es difícil leerlo hoy día sin ver en él el reflejo de una mutación socioeconómica por la que los súbditos del reino de España dejábamos de fabricar cosas y nos reciclábamos en camareros, cocineros y kellys. Estaría bien, para variar, que el rojerío hispano se parase a mirar qué pinta tiene la clase trabajadora de por aquí. Porque, si no lo hace (y me perdonarán que casi todos estos artículos terminen con admoniciones parecidas), lo harán otros, y con otro mensaje.
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Más de un lector habrá reconocido, en el título de este artículo, el eco de un hit del género ensayístico español, Del paro al ocio, de Luis Racionero, muy leído, comentado y alabado por los agentes culturales de la España de los ochenta. En sus páginas, Racionero exhibía la versión más...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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