La gran mentira
Historia personal del trumpismo
Este martes tres de noviembre no solo está en juego el próximo inquilino de la Casa Blanca, sino la propia naturaleza de un país que continúa negándose a reconocerse en la imagen que le devuelve el espejo en el que se mira
Diego E. Barros 1/11/2020
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No esperen hallar en las siguientes líneas predicción alguna. Más allá de lo que auguren las encuestas y los modelos estadísticos, creo que nadie sabe nada. La razón me dice que ninguna persona decente con sentido común y cierto nivel de empatía hacia los demás puede querer cuatro años más de lo mismo. Las entrañas –hace tiempo que el corazón dejó de servir para estos menesteres– me advierten, como al ángel de Benjamin, de que todo está escrito y es inevitable que el huracán de la historia nos empuje hasta la próxima e irremediable dentellada. Trump, a la vez síntoma y enfermedad, es apenas una casilla más.
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Esto es una historia personal y va de sensaciones que se resumen en una: ansiedad. Ansiedad general y familiar, arrastrada durante cuatro años desde que, frente al televisor, una noche de noviembre de 2016, mi esposa se preguntaba incrédula cómo podría mirar a la cara al día siguiente a sus estudiantes, todos hispanos, algunos indocumentados. Algo se rompió hace cuatro años, quizás el país que comenzó a agrietarse la misma noche de la optimista victoria de Barack Obama en 2008. Cuando todo parecía posible nadie supo apreciar un ruido que empezó casi de inmediato.
Nadie o casi nadie lo vio venir tampoco hace cuatro años y sin embargo las señales, como ahora las banderas –siempre de batalla y de odio contra el otro–, estaban por todas partes. Solo hacía falta asomar la cabeza fuera de lo que los norteamericanos llaman nuestros respectivos safe spaces (espacios seguros, zonas de confort), que, en Estados Unidos, significan la América urbana, especialmente las costas y la pequeña isla del Midwest –clave en 2016 y centro de la batalla actual: Michigan, Wisconsin y, sobre todo, Pennsylvania–. Illinois, estado en el que vivo, estado demócrata en el que Trump no tiene nada que hacer, es una buena radiografía del país: permanece azul gracias a Chicago y su área metropolitana, gigantesca aldea de Astérix, inexpugnable e inaccesible rodeada de un mar rojo que, sin embargo, no se ve traducido en votos en el Colegio Electoral. Las dos Américas. Trumplandia comienza justo donde se pierde de vista el skyline de la Ciudad del Viento, convertida ahora en Chi-Raq, en el “desastre” que, junto a urbes como NY, LA, Seattle, Filadelfia, Minneapolis y otras, son el paradigma de “todo lo que funciona mal” en el país de acuerdo a la retórica trumpiana.
Chicago, la ciudad con una alcaldesa lesbiana y afroamericana. Una suerte de símbolo cuyo reverso es el de siempre en América. Cuando vienen mal dadas, como este verano tras el asesinato de George Floyd, lo importante es lo importante: sálvese quien pueda, pues lo importante es salvaguardar lo que, de verdad, es la esencia de la nación desde sus orígenes, la propiedad y toda su carga mitológica. Así en esta democracia ejemplar y única que es la nuestra, en Chicago, como en las demás ciudades a lo largo de todo el país, se apuran planes de contingencia en previsión del unrest (la agitación, los disturbios) que, se dice, provocarán los resultados del próximo martes; in God we trust pero, sobre todo, en su profeta el dólar.
Algo se rompió hace 4 años, quizá el país que comenzó a agrietarse la noche de la victoria de Obama en 2008. Cuando todo parecía posible nadie supo apreciar un ruido que empezó de inmediato
Si no hay resultados claros, es posible que sea peor. Esa es precisamente una baza a la que el trumpismo parece haber fiado toda su campaña, incluyendo los llamamientos a los suyos a “montar guardia” en los centros de votación. Hay pocas propuestas, pues ningún candidato se ha explayado o nos ha explicado cuál es su plan para los próximos cuatro años. Biden, quizás de manera testimonial, si bien su idea fuerza ha sido la de una vuelta a un antes impreciso, prepandémico, reconocible y confortable hasta cierto punto: el mundo perdido de la aburrida normalidad pre covid-19 y, sobre todo, pre Donald Trump. Somos la única democracia –¿plena?– del mundo que ante una cita electoral convierte algo tan básico como el derecho –privilegio en EE.UU.– al sufragio no solo en centro del debate, sino en foco de sospecha. Somos la única democracia del mundo, insisto, en la que los representantes –en esto el Partido Republicano es campeón de campeones– no solo no hacen mucho por animar a sus representados a acudir a las urnas, sino que se esmeran por activa y por pasiva, sin pudor alguno, en tratar de evitar que lo hagan. En realidad, esto tampoco es nuevo. La novedad radica ahora en que, por primera vez en la historia del país, han sido los blancos los que han visto peligrar el mandamiento sagrado de un hombre un voto.
He ahí la encrucijada que, como todo en EE.UU., hay que explicar yendo a un origen situado en el pensamiento mágico: el milagro, la esplendorosa Ciudad sobre la colina. Algo que, en fin, Eddie S. Glaude Jr. ha bautizado en su reciente libro Begin Again como “la mentira”. Esta es, en realidad, un cúmulo de varias que se resumen en una: “América es fundamentalmente buena e inocente y justifica sus malas acciones como errores subsanados en su camino hacia una más perfecta unión”. Bajo el paraguas de ‘la mentira’, pues, América ha ocultado todo lo pasado, presente e, incluso, lo que está por venir: genocidios varios, esclavitud, Jim Crow, desigualdad económica, de raza y de género –tríada indisoluble–; y, por supuesto, el incesante goteo de afroamericanos abatidos por las balas de la policía no son más que molestos recordatorios de esa mentira original grabada con letras doradas en la Constitución: “Todos los hombres son creados iguales”. Ni esos momentos son eventos menores, ni excepcionales, en el seno de la gran historia (letras mayúsculas) de la “nación redentora”, ni, ni siquiera, señala Glaude en un brillante ensayo, en el que dialoga con la obra del escritor afroamericano James Baldwin, son simples consecuencias de un tiempo en el que todo eso estaba admitido: “Cada uno de esos momentos representa una profunda revelación de lo que somos como país –de la misma forma que los momentos de resistencia frente a ellos dicen algo de lo que aspiramos a convertirnos”.
Para muchos, tanto los denominados aquí liberales –entre ellos, los más progresistas– como para los más acérrimos trumpistas, “América” es una identidad que merece la pena ser protegida a toda costa. El problema es que esa identidad nunca había sido puesta en tela de juicio como ahora. Un buen ejemplo de ello es la última película de Aaron Sorkin. Con su poética habitual, el director nos lleva a la América de 1969, a los primeros meses de la administración Nixon y su pretensión de castigar de manera ejemplar (en realidad lo hizo) a los activistas organizadores de las protestas anti Guerra de Vietnam que tuvieron lugar durante la Convención Demócrata de 1968 en Chicago. En realidad, a Sorkin no le interesa nada de lo sucedido aquel año. Lo que quiere es hablar del trumpismo, sus personajes están hablando de la América de 2020 todo el rato, pero el director necesita un hombre de paja. Cabe preguntarse si Sorkin hace una película (una buena película, por cierto) sobre el activismo político y la respuesta del Estado en 1969 porque, en realidad, no se atreve a hacerla sobre el activismo político –Black Lives Matter, por ejemplo– y el poder del Estado hoy, en el cuarto año de la era Trump. Me atrevo a aventurar una respuesta afirmativa. Y lo creo porque para hablar de América hoy –y de Trump como síntoma y enfermedad– es imposible no ser despiadado en el juicio sobre el Partido Demócrata, empezando por la presidencia de Barack Obama. Sorkin, paradigma de ese demócrata liberal de la torre de marfil, lo sabe. En realidad, todos lo sabemos: es este secreto, a voces, acallado durante toda la presente campaña. Y por eso ni siquiera Sorkin puede resistirse a ese (atención spoiler) apoteósico final, con el personaje de Tom Hayden que desafía al tribunal que habrá de condenarlo, leyendo en voz alta los nombres de los últimos caídos en la selva vietnamita, logrando incluso redimir al mismísimo fiscal que busca su castigo severísimo.
Para muchos, tanto los denominados aquí liberales como para los más acérrimos trumpistas, “América” es una identidad que merece la pena ser protegida a toda costa
Más que un final, el de la película de Sorkin es un monumento a la mentira de la que habla Glaude. Al fin y al cabo, las mentiras de Sorkin siempre han sido indigestas como los huevos con patatas fritas, pero quién puede decirle que no a unos huevos con patatas fritas.
Nos han dicho que el trumpismo es una excepcionalidad, un accidente, e incluso una amenaza para la democracia americana y, por extensión, mundial. Esta visión de Trump como suceso individual nos exonera a todos, especialmente a la propia idea de “América”. Muy al contrario, creo que precisamente Trump ha venido a recordarnos algo incrustado en el propio origen de la nación: ante todo, Trump es la reafirmación de que América es y siempre será una nación blanca, entendiendo lo anterior no como un color o una raza –que también–, sino como una forma de ver(se) dicha nación, junto a un desprecio inherente hacia el mundo exterior. A nada más que a esto apela el lema de “Hacer América grande otra vez (otra vez)” convertido en el grito de guerra que enarbolan furiosamente orgullosos las legiones de seguidores del actual presidente. Es una apelación constante a una suerte de paraíso perdido –libertad, fe, familia, propiedad, patria– a causa de los desafíos de la llamada modernidad. Este ha sido desde el principio el caballo de batalla del líder de un movimiento que nació sin partido hasta comerse uno y que finalmente se ha convertido en la respuesta a todas las plegarias del conservadurismo estadounidense, ya sea entendido este como la amable jubilada de un pueblo, el miembro de una milicia libertaria, el alto ejecutivo o CEO wannabe que vive con el imaginario del Wall Street de Oliver Stone (ambas películas) metido en vena o el neonazi hipster de los Proud Boys.
Los cuatro años de Trump nos dejan una factura en números rojos con poco que llevarnos a la boca. Su labor se ha concentrado en la destrucción del legado (más bien pobre) de Obama. Resiste la Affordable Care Act, conocida comúnmente como Obamacare, aunque se espera una última embestida vía Tribunal Supremo. Ni siquiera cuando el GOP (Grand Old Party, nombre con el que se conoce al Partido Republicano) tuvo la mayor concentración de poder (Presidencia, Senado y Cámara de Representantes, de 2016 a 2018) se mostró capaz de sacar adelante una agenda legislativa coherente, con la excepción del cacareado recorte general de impuestos. En el limbo siguen una alternativa al Obamacare, el anunciado plan de infraestructuras o la reforma migratoria, más allá de la sistematización de la barbarie en la frontera sur.
Trump es la reafirmación de que América es y siempre será una nación blanca, entendiendo lo anterior no solo como un color o una raza, sino como una forma de ver(se) dicha nación
El conservadurismo americano sabe que no se trata ya de economía. El paradigma neoliberal es incuestionable en ambos partidos y hasta Obama –desaparecido en combate en 2016 y recuperado en los últimos días como arma invencible– ha salido rápido a decir que cómo va a ser Biden un socialista si fue su vicepresidente. Más allá de shows, fotografías vergonzantes y una ilusión de aislacionismo, poca variante ha incrustado Trump en la política exterior de un país en el que esta es cuestión de Estado más o menos consensuada.
La única batalla que resta, la única gran diferencia entre republicanos y demócratas, es esa que llaman ahora “guerra cultural” y que no es otra que una apelación directa a los instintos más primarios: religión, sexo, raza, identidad, propiedad. El enfrentamiento eterno entre lo que se es y lo que se aspira a ser, incluyendo aquí una aparente e inexorable sensación de pérdida. Y recalco lo de aparente porque no hay mayor metáfora de esa pretendida apariencia de animal desvalido y maltratado por el sistema que esas largas caravanas de trumpistas montados en gigantescas, potentes (y caras) pick ups.
Autores como Corey Robin vienen insistiendo en que el conservadurismo estadounidense está en retroceso por obra y gracia de la demografía estadounidense pero que, como animal amenazado, se resiste haciéndose fuerte en una suerte de vuelta al origen. “En la mente estadounidense, la Constitución está asociada con todo lo bueno y democrático, pero un propósito central de ese documento es controlar al gobierno de la mayoría, dando a un pequeño grupo de élites el poder de frustrar la voluntad de la mayoría democrática. Eso es precisamente lo que están haciendo ahora los republicanos”. Frente al espejismo de los que, tanto después de 2008 como de 2012, auguraban un Partido Republicano más abierto, moderado y diverso, ha sido Trump quien ha venido a demostrar al GOP que su único futuro radica precisamente en todo lo contrario –unido al evitar que vote quien no debe–, en apelar a la épica originaria, a la mitología primigenia y sin pecado concebida, que obvia los pequeños lunares que una amalgama de globalistas, minorías, liberales, “socialistas” y élites de “profesores radicales” se empeña en recordar constantemente para ensombrecer la brillante historia nacional.
Dos de las tres últimas presidencias republicanas no se debieron a la voluntad de la mayoría de los votantes, sino al dictamen del Colegio Electoral (270 votos electorales son necesarios para hacerse con la presidencia). En el Senado, centro del poder legislativo, los 53 senadores (de 100) del Partido Republicano representan hoy al 48% de la población de Estados Unidos. Aun perdiendo esa mayoría, los republicanos seguirían contando con senadores suficientes para bloquear cualquier legislación progresista emanada de una mayoría demócrata. Por último, estaría el sistema judicial. Mitch McConnell, gran hechicero del GOP durante los últimos años, fue el primero en verlo al negarse siquiera a entrevistar al candidato nominado por Obama, el moderado Merrick Garland, para llenar la vacante en el Supremo dejada por el fallecimiento de Antonin Scalia, ocho meses antes de las presidenciales de 2016.
En tan solo cuatro años, Trump, con la supervisión de McConnell ha colocado tres jueces en el máximo órgano legislativo estadounidense frente a los dos de Obama en sus ocho años de mandato. La última de ellas, la jueza Amy Coney Barret, ha venido para apuntalar una mayoría conservadora (ultra) de seis a tres; para más inri, en sustitución de un mito del progresismo estadounidense, la jueza Ruth Bader Ginsburg. Pero el asalto conservador a la judicatura ha sido aún mayor en los escalafones inferiores: 163 jueces de distrito y 53 del circuito de apelaciones, instancias estas en las que se resuelve la inmensa mayoría de los casos de la justicia federal. La mayoría de ellos, blancos, la mayoría, hombres y la mayoría, procedentes de universidades de élite y de ultraconservadoras asociaciones judiciales como la Federalist Society, caracterizadas por una interpretación “literal” y “originalista” de la Constitución: es decir, siguiendo el espíritu de quienes la escribieron hace 233 años. Es en estos tres pilares, según Robin, donde se librará la gran batalla en un país cada vez más dividido.
Todo esto tendrá que esperar, con suerte, al martes bien entrada la madrugada. Durante las últimas semanas nos han repetido que América se encuentra ante la “elección más trascendente de su historia”. No lo sé. Estoy seguro, sin embargo, de que no solo está en juego el próximo inquilino de la Casa Blanca, sino la propia naturaleza de un país que continúa negándose a reconocerse en la imagen que le devuelve el espejo en el que se mira.
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Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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