El salón eléctrico
Cuando el sistema nos alcance
‘Antidisturbios’ lleva la etiqueta de serie policíaca para no molestar a nadie, pero es cine político elocuente y potente
Pilar Ruiz 26/10/2020
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¿Se considera usted un buen ciudadano o ciudadana? ¿Una persona de orden? ¿Cumple de buen grado con todas y cada una de las normas sociales establecidas? ¿No tiene quejas ni reivindicaciones? Si su respuesta es afirmativa, toque madera, porque como cantaba Serrat: “La Constitución te ampara, la Justicia te defiende, la policía te guarda, el sindicato te apoya, el sistema te respalda, y los pajaritos cantan y las nubes se levantan”.
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Nada tiene que temer porque nada de lo que ocurra fuera de su ámbito privado le afectará lo más mínimo. Usted nunca se indignará ni tendrá motivos para la queja o la protesta. No le importará soportar decisiones injustas, información que desinforma o discursos manipuladores. Tampoco las injusticias, abusos, corrupciones de consecuencias devastadoras para el interés público. Aunque haya manifestaciones y protestas contestarias y quejicas, usted sabe que todo eso no es más que demagogia, buenismo o progresía trasnochada que atenta contra el correcto orden social, el orden natural del sistema. Todo funciona.
Ya ven: la represión y violencia son inherentes al “sistema” según los Monty Phyton en Los caballeros de la Mesa Cuadrada (Gilliam, Jones, 1975) donde también aventuraban alguna que otra crítica sobre la naturaleza de la monarquía y una furcia natatoria, aunque para eso ya hay encuestas.
Están quienes dicen que eso del sistema es una excusa paranoica, una excusa, un invento interesado, y a la vez, sin asomo de contradicción, también afirman que la sociedad se encuentra asediada por unos sujetos vocingleros llamados “antisistema” que los magacines mañaneros pintan como peligrosos y tendentes a la okupación –hay que comprar alarmas–.
Por si fuera poco, en los últimos tiempos abundan los titiriteros del cine y los canales de televisión, conocidos perroflautas, empeñados en contar que en la realidad existen ciertas anomalías, fenómenos extraños que empañan la confianza de los ciudadanos en las instituciones que velan por nuestro bienestar. Incluso almas cándidas como el guionista y director Aaron Sorkin, el más señero entre los devotos del sistema democracia-occidental, no hay más que ver ese cuento de hadas llamado El ala oeste de la Casa Blanca. Pero el hombre que lloró cuando Donald Trump se convertía en Líder de la democracia occidental, se ha pasado al otro bando y ahora está muy cabreado. Mucho. Tanto que ha firmado una película como El juicio a los siete de Chicago (2020). Ya desde el título poco metafórico, este docudrama activista denuncia los mecanismos de guerra sucia empleados por el gobierno de los Estados Unidos con los líderes del movimiento de protesta contra la guerra de Vietnam en 1968. Los revoltosos fueron a parar ante un tribunal acusados de conspiración antipatriota y de atacar a la policía durante una protesta; terrorismo callejero de toda la vida. Entre los famosos “siete” obligados a compartir banquillo, estaban los prosistema (Partido Demócrata ala chachi-juvenil) y antisistema (batiburrillo jipis-Panteras Negras). El líder de los primeros era Tom Hayden –mismo nombre que el consigliere de El Padrino, coincidencias–, interpretado por el siempre pijo Eddie Redmayne; y el de los segundos, el activista Abbie Hoffman, un Sacha Baron-Cohen tan grandioso como suele, que ya era famoso por su libro Fuck the system! Pasan esas cosas raras que salen en las películas, ya saben: policías que amañan pruebas; agencias de seguridad que amenazan a jurados; jueces prevaricadores pasándose los principios básicos del derecho por el forro de la toga, incluso el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, con un acusado ¡sin la asistencia de un letrado! ¿Democracia bananera? Bueno, es que el tal era el líder de los Panteras Negras Bobby Seale y el racismo queda muy bien en el cine. En la realidad Seale estuvo varios días amordazado y encadenado en el banquillo como un esclavo y no unos minutos cinematográficos, soportando la humillación, el abuso y una acusación de asesinato sin pruebas.
La única conspiración que existe es la de los “malos poderes” contra su ciudadanía, dice Sorkin. ¿No eres activista ni negro ni vietnamita ni jipi? Tranquilo, esto no va contigo. Además son cosas del pasado, revanchismo histórico lo llaman. Sorkin se ha subido a una ola de moda, es fácil comprobarlo. Ahí está la producción brillantísima (HULU-Amazon) The Looming Tower (2018), rigurosa crónica de los trapos sucios del 11-S contados desde la perspectiva del FBI –los malos en la de Sorkin– y su pelea de años con Al-Qaeda, la CIA y las mentiras del trío de las Azores que llevaron a la guerra de Irak. Nada que pueda preocuparles, también es pasado. Eso sí: la serie es espectacular. Y como una continuación histórica de lo anterior, Secretos de Estado (Hood, 2019), sobriedad británica al servicio de su Majestad y la historia real de Katharine Gun, gris funcionaria convertida en peligrosa antisistema, acusada de espionaje y traición por filtrar a la prensa las coacciones de los EE.UU. a ciertos países de la ONU para que aprobaran su intervención en Irak.
Parece que la prensa tiene mucha responsabilidad en esto de jugar a favor o en contra del sistema. Que se lo digan a Gary Webb, premio Pulitzer crucificado y expulsado de la profesión por demostrar las conexiones de la CIA con la Contra nicaragüense, el terrorismo cubano en el exilio y el narco que inundó de crack los barrios negros de Los Ángeles: Webb fue encontrado muerto de dos tiros en la cara a la puerta de su casa. Todo está contado en Kill the Messenger (Cuesta, 2014). Cuando el periodismo pasa por la trituradora del sistema, suele convertirse en activismo y también en una profesión de riesgo.
Y mucho activismo agitador contra la porqueriza de los poderes económicos, la tiranía de los mercados, la evasión fiscal y el blanqueo del crimen hay en The Laundromat (Dinero sucio, Soderbergh 2019), crónica irónica y mordaz sobre la revelación de los papeles de Panamá con una Meryl Streep capaz de transformarse en la mismísima Estatua de la Libertad.
Meryl y un croma: no le hace falta más
¿Protestar? ¿Por qué? ¿Para qué? El sistema no es nada, no existe, es un fantasma. No son los mercaderes sin rostro conocido que vampirizan la democracia ya anémica; no es la sentencia exculpatoria del caso Bankia; no es la venta de vivienda social a fondos buitres ni los medios de comunicación ‘okupados’ por entidades financieras con intereses muy concretos; mucho menos la corrupción de las administraciones más altas del Estado ni los partidos que nos conducen a una guerra con pruebas falsas o que son condenados por financiarse ilegalmente a cambio de dinero público. Fantasías que quizá queden bien delante de una cámara. Pues a pesar de ello, todavía hay grupos antisistema que perturban la paz, el orden y la propiedad –esa parece ser la clave– y contra ellos se envía a los jueces, a la prensa, a los antidisturbios. No siempre, es verdad. Los poderes públicos discriminan y eligen qué reivindicaciones son tolerables y cuáles debe tratar con mano de hierro, porque también hay protestas no subversivas sino todo lo contrario.
Antidisturbios (Movistar, 2020) lleva la etiqueta de serie policíaca para no molestar a nadie, pero a pesar de cualquier atisbo de “interés humano”, es cine político elocuente y potente que narra los avatares de un puñado de desgraciados de la UIP –creada en 1989, por el ministro socialista Corcuera, alias “Patada en la puerta”, a partir de las Compañías de Reserva General (CRG-grises) franquistas– al descubrir que no son más que el brazo ejecutor de la corrupción política y económica, el verdadero poder. Indignados por la serie se manifiestan los sindicatos pretorianos que han decidido llamar al boicot: también por eso será un éxito rotundo. Demuestran estos probos funcionarios cierta ignorancia y desprecio de las leyes democráticas que dicen defender, sabedores de que otros defenderán la violencia y la represión como método con declaraciones mucho más encumbradas, mostrando la cara más dura del sistema. Por no hablar de su falta de alfabetización audiovisual –para cuándo asignatura obligatoria–, dicho se sea de paso: los antidisturbios de la serie, a pesar del título, no son los protagonistas de esta función, sino la “Serpico” inspectora de Asuntos Internos interpretada de forma estremecedora por Vicky Luengo, actriz inmensa.
Lo dejan claro: la protagonista es ella
A veces los títulos –y sus traducciones– juegan con nosotros al gato y al ratón: Cuando el destino nos alcance (Fleisher, 1973) es el título español de una distopía imposible situada en un lejanísimo futuro de 2022 y que, aunque suene sorprendente, se rodó por empeño personal de Charlton Heston. La estrella le había cogido gusto a lo apocalíptico y se moría de ganas de hacer del poli demasiado curioso que descubre el secreto terrible escondido tras los disturbios continuos, maderos que apalizan, extrañas mascarillas y tanta hambre que los seres humanos se comen a otros seres humanos: los viejos, los improductivos. Un sistema criminal que una minoría privilegiada defiende a porrazo limpio mientras vende la muerte con el nombre comercial que da título al original de la película: Soylent Green. Todo un éxito del cine tocapelotas de los setenta, tanto, que hasta tiene parodia en Los Simpson.
¿Son estas series y películas fantasías inútiles? ¿Sucedáneos de la verdadera protesta? ¿Vacuna o placebo? Aunque sea usted un ciudadano o ciudadana ejemplar y no tenga nada por lo cual protestar, conviene que tenga presente el mensaje que Abby Hoffman, el protestón, dejó escrito en su nota de suicidio en 1989:
“Es demasiado tarde. No podemos ganar. Se han hecho demasiado poderosos”.
Y esto último no es ficción.
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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