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Cuando se comenzó a hablar de fondos europeos, en la primera ola, lo primero que me vino a la cabeza fueron las dos mujeres mayores que hacían cola para pedir una máquina de coser en Bienvenido Mr. Marshall. Las dos paisanas discutían enfadadas sobre quién se llevaría la máquina, mientras otros soñaban con, por ejemplo, un reloj de cuco. Yo pensaba en que en mi cola imaginaria me pediría una cinta de correr, por si volvía el confinamiento, y me puse a ahorrar porque enseguida se vio que el dinero que llegara se iba a ir a transición ecológica y la digitalización de la economía, ambos dos ámbitos en los que carezco de habilidades empleables. De hecho, lo que está trascendiendo sobre los fondos –poco, y más bien indescifrable– es que van a servir para la creación y el refuerzo de las grandes empresas, y ya, si eso, de rebote alguno de sus beneficios llegarán a trabajadores, pequeños autónomos, pensionistas y desempleados.
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Sea como sea, la idea de la cinta de correr no se me iba de la cabeza, pero no me la podía terminar de justificar a mí misma, porque si la vida del periodista autónomo ya es de normal una puesta al día del Lazarillo de Tormes, en pandemia ni les cuento. ¿Gastarme lo que había ahorrado para unas vacaciones en algo así o esperar a que la situación mejorara lo suficiente para salir a correr por la calle? Aplacé el conflicto mental durante el primer confinamiento; de todos modos, en las tiendas no había stock de cintas, y cuando se pudo salir, aunque no corría, andaba. Y mucho. Salía de Barcelona hacia los pueblos cercanos como debían hacer mis abuelos, a pie, por caminos que sustituían a los que habían reemplazado las carreteras, quince kilómetros de una vez, una larga marcha a plazos sin otro objetivo que el de no parar nunca.
La pandemia me ha vuelto huraña. Empecé a resentirme de los amigos que querían quedar conmigo en la terraza de un bar. Lo hice, claro, pero con miedo luego a contagiar a alguien, a contagiarme yo, a haber disfrutado demasiado de un par de copas de vino y pagar luego por ello, con miedo, en fin, de que viviendo matara a alguien, que la jodida moral judeocristiana de la que me he pasado la vida intentando librarme corriera más que yo. En el ámbito laboral, cada vez que iba a una tele pensaba en no quitarme la mascarilla, pero aquí me vencía otro miedo: el de ser la única que no se la quitara y no me volvieran a llamar. Y me volvió beligerante (bueno, puede que más beligerante). Discutí con gente que pretendía entrar en las tiendas sin mascarilla. Jugueteé con la idea de comprarme una pistola de agua para remojar a los incívicos. Me peleé con gente de mi entorno a cuenta de sus movimientos, supongo que porque todo ello me daba la sensación de control que no me daba nada de lo que hacían las administraciones. Ni rastreadores, ni aumento de efectivos en la primaria, ni medidas de ayuda, ni refuerzo en el transporte público, ni reducción de las ratios en las escuelas, ni inspectores de trabajo, ni transparencia y puntualidad en los datos. Nada. Solo restricciones, cada vez menos ingresos y la sensación de que todo está embarrado, y que estamos cada vez más solos como individuos. Todo se desintegra, y en estas, Pedro nos pide moral de victoria y espíritu de equipo. Mira, Pedro, yo no quiero que tú también intentes ser Churchill. No me obligues a sonreír; haremos lo que toque, o lo que podamos, pero muerte a los mensajes Mr. Wonderful. Ahorraos las lecciones de moral mientras medio gobierno come jamón con pedrojota, y empleaos en parar esta pandemia. Que la cinta de correr ya me la he comprado yo.
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Cuando se comenzó a hablar de fondos europeos, en la primera ola, lo primero que me vino a la cabeza fueron las dos mujeres mayores que hacían cola para pedir una máquina de coser en Bienvenido Mr. Marshall. Las dos paisanas discutían enfadadas sobre quién se llevaría la máquina, mientras otros soñaban...
Autor >
Mar Calpena
Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.
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