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Sistemas de trabajo

De la taylorización a la tallerización de la cultura

Si la taylorización nos hizo eficientes y alienados, la tallerización podría hacernos funcionales y estúpidos. Y a esa nueva enfermedad podríamos llamarla talleritis

Antonio Lafuente 17/12/2020

<p>Encuentro 'maker' en Taiwán en 2014.</p>

Encuentro 'maker' en Taiwán en 2014.

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Taylorizar un proyecto supone desagregarlo en tantas partes como se pueda y, a continuación, asignarles una posición en una cadena de eventos sucesivos y, en paralelo, en otra cadena de valor. Así, cada fragmento tiene su jerarquía, su responsable  y su momento en una cadena de producción y reproducción. Taylorizar es poner a cada quien en su sitio y crear un sitio para cada uno.  La finalidad de todo es mejorar la eficiencia del sistema y aprovechar mejor los tiempos. Nada importan las habilidades de los integrantes de la cadena, porque al ser desagregadas las funciones, basta con que cumplas la que se te asignó. Nada es híbrido (mezcla de culturas), aleatorio (dejado a la improvisación) o subóptimo (abierto a la adaptación). Todo debe encajar en una cadena de causas-efectos que funcione sin fricciones, sin tuneos, sin equivocaciones. Todo debe situarse en el nivel de máxima operatividad.

La taylorización crea especialistas programados, roles fijos, bordes vigilados, diseños propietarios, prácticas sumisas y culturas cerradas. En las antípodas de la taylorización están las iniciativas hacker, los arreglos del bricoleur, los prototipos abiertos, los colectivos amateurs, los hábitos populares y todas esas formas de codificar el conocimiento compartido que implican trucos, artimañas e improvisaciones. Los espacios DIY, los movimientos tácticos, los proyectos makers o los colectivos de amantes de las plantas, la cocina y el patchwork, todos en su conjunto, encarnan y movilizan una cultura que quiere ser distinta. Una cultura que es contrahegemónica y que reclama el apelativo de radical. 

Contrahegemónica y radical, pero no necesariamente izquierdista. Capaz de visualizar otro mundo posible, pero crítica con la idea de que la división en clases puedan explicar todos los conflictos que enfrentamos. Radical porque apunta en todas las direcciones y contra todas las dicotomías que crean falsos e innecesarios lugares de paso entre fronteras imaginarias. Radical porque  las escisiones entre antiguo y moderno, entre funcional y obsoleto, entre viejo y joven o entre pasado y futuro son tan artificiales como interesadas al servicio de un mundo que ve rémoras en todo lo que no puede instrumentalizar sin descanso. Y junto a las mencionadas formas de territorializar el tiempo, también hay otras maneras de habitar la urbe que conducen a negar la pertinencia de esas dicotomías que quieren una tensión extrema entre lo privado y lo público, entre tecnología y artesanía, entre amateur y profesional o entre producción y reproducción. Combatir estos cerramientos de la inteligencia y de la vida es apostar por lo radical, sin necesidad de ser izquierdista, sin necesidad de poner todos los huevos en la misma cesta o, en otras palabras, siendo un poco más postmoderno y un poco menos universal.

Hay que distinguir entre taylorización y granularización. Descomponer los proyectos en partes es dotar su despliegue de hitos intermedios que  alcanzar.  Hay mucha sabiduría en construir los proyectos para que una secuencia de pequeñas metas intermedias estimulen su continuidad, aprovechando así esa condición evolutiva del cerebro que premia estas sencillas victorias con descargas de endorfina. Granular entonces es una estrategia que sitúa a los actores en primer plano, tanto porque es una manera de hacer su trabajo más agradable y fértil, como también porque es una garantía de hospitalidad hacia quienes puedan interesarse en lo que hacemos. La descomposición en fragmentos de los proyectos favorece la incorporación de interesados, tanto los que tienen mucho tiempo, como los que apenas pueden distraer algún rato esporádico e intermitente. Los proyectos granulares crean espacios comunes, los taylorizados destruyen la comunidad. La taylorización es un gesto vertical, autoritario, arrogante y cerrado: antepone el rendimiento, niega la participación, ningunea las “otras” destrezas del trabajador y es, en consecuencia, doblemente alienante, pues separa al trabajador del fruto de su trabajo y además lo separa también de sus habilidades cognitivas. 

Tallerizar la cultura o la educación implica sospechar de todos los intentos de descomponer la vida del aula en tramos, niveles, objetivos, pruebas y calificaciones

La taylorización del trabajo favorece su mercantilización y nos convierte a todos en prescindibles, contingentes y dóciles. Es la autopista que desemboca en la precarización. Es la estructura que confunde las organizaciones con su organigrama y que hace del trabajador un siervo de la máquina. Taylorizar la cultura es transformarla en información para que luego el mercado la convierta en un recurso.  Y aquí toca, ojalá no lo haga demasiado pronto, preguntarse quién gana y quién pierde cada vez que se movilizan tales dispositivos. Si te toca el lado malo de la ecuación nunca encuentras respuestas bastante satisfactorias. Si estás en el otro, no deberías descansar en paz. Por eso necesitamos más conceptos para incluir en el repertorio de instrumentos con los que entender y cambiar el mundo.  Tenemos que aprender a trabajar en el modo taller.

Tallerizar la cultura o la educación implica sospechar de todos los intentos de descomponer la vida del aula en tramos, niveles, objetivos, pruebas y calificaciones. También supone discutir la división por disciplinas, áreas, asignaturas o saberes. Y, desde luego, contrabandear esas fronteras que quieren separar lo formal de lo informal, lo académico de lo urbano, lo objetivo de lo político, lo tecnológico de lo artesanal y lo cultural de lo científico.  Ningún estudio creíble que se haya acercado lo suficiente a estas divisorias ha dejado de explicarnos las muchas formas de atravesarlas, especialmente por todas las gentes que son sus vecinos y las padecen.  Tallerizar la educación entonces implica apostar por otros modos de hacer que minimizan la distancia entre el que enseña y el que aprende, entre lo que llamamos saber y lo que entendemos por hacer, entre ser original y un buen DJ, entre producir y compartir, entre argumentar y visualizar.  El taller parece el instrumento adecuado  para el despliegue del design thinking o es el necesario tránsito desde las palabras a los actos, lo que es tanto como decir que se configura como un recurso óptimo para promover una cultura socialmente colaborativa, jurídicamente abierta, políticamente radical y epistémicamente plural. Sí, tallerizar la educación es una forma de hackearla.

Hemos confiado tanto en el seminario, el simposium o el congreso que nos sorprende su larga estirpe y su rápido envejecimiento. Es inevitable que acaben siendo expresión genuina de una cultura elitista y aburrida. El taller, el festival y la unconference siguen creciendo como formas más abiertas y practicables de intercambio de experiencias y conocimientos. No se trata de cambiar de palabras, sino de culturas. Ya nadie quiere escuchar brillantes peroratas. No se trata de mezclarse con los más listos, sino de inaugurar otros procesos. No tiene más mérito quien más sabe, sino quien más (se) ofrece. No se trata de alumbrar, desvelar o revelar nada, sino de escucharnos, compartirnos y cuidarnos. El mérito no es de quien firma primero, sino de quien cuida mejor. Y cuidar es hacer cosas juntos. ¿Es el taller el nuevo espacio que necesitamos? ¿Será el taller el lugar de la crítica? 

La cultura debe ser crítica. La cultura debe resistir cualquier precipitación y estar atenta a los muchos intentos de simplificación. Ser crítico implica no resignarse a los modelos reduccionistas. Ser culto no es saber hacer cosas. No basta con disponer de un catálogo de recetas a partir de las cuales resolver (nuestros) problemas. La cultura no sólo debe ser funcional. Mejor que lo sea, pero no es suficiente. Para ser culto no basta con mapear los problemas, los territorios o los conflictos de forma verosímil, contrastada y normalizada. Ser culto no es lo mismo que ser un científico. Una cultura es crítica cuando sabe medir las consecuencias de las cosas. Una persona culta sabe ver la cara oculta de la Luna. No se conforma con los logros, también quiere calibrar los daños colaterales. Una persona culta sabe que es imposible iluminar ningún objeto sin crear una sombra. Una persona crítica sabe que en la sombra se acumula mucho dolor, mucha exclusión y mucha mentira que se ha creado con el mismo gesto que buscaba la felicidad, la democracia y la justicia. No hay una sin la otra y, por tanto, no hay cultura sin contracultura.

El taller tiene sus monstruos: el imperativo del tallerismo y el mal de la talleritis. Hace poco padecí esa deriva que impone un solo modo de compartir conocimiento: el tallerismo. El tallerismo se explica fácil. Consiste en admitir que al aula se va a diseñar, discutir, compartir o remezclar recetas. Todo lo que no cabe en una receta es especulativo, discursivo, unidireccional y antiguo. Hay que hablar de cosas prácticas, rápidas, replicables y divertidas. Sin una presentación en pantalla, un paquete de post-it de colores, un momento de trabajo en corro y algún contraste de criterios dramatizado, los contenidos quedarán obsoletos, sus aulas estarán varadas y los profes perderán el derecho a cuidar. Educar no es enseñar, sino aprender juntos. Y aprender podría convertirse en acumular destrezas: herborizar plantas, tocar el piano, remezclar contenidos, recodificar algoritmos, narrar historias y recorrer el mundo. Bonito sueño, y necesario.

En el modelo taller se lee poco y con prisa. Se discute menos de lo que se habla

Recapitulemos un instante. En el modo taller el profe ya no se autoimagina como docente, sino como facilitador, mediador, entrenador, acompañante,… Un coach, dicen en las escuelas de negocios.  Para dar un seminario hay que saber mucho del tema, pero para activar un taller se requieren otras habilidades, como las de ser versátil, ocurrente y sociable, como también no exagerar en el rigor, no exhibir erudición, no enredarse en virtuosismos dialécticos o no exigir demasiadas lecturas. Alguien que da talleres, el tallerista, opera como una especie de pegamento social y es el artista de la socialidad. Según como lo miremos, dependiendo de desde dónde lo consideramos, el tallerista podría ser un actor imprescindible, siempre atento al cuidado de los afectos y los efectos que se movilizan en el espacio del taller. Si el auditorio ya es social entertainment, el taller podría devenir en terapia social. En el taller hacemos cosas, pero sobre todo las hacemos juntos y eso parece calmar la ansiedad de muchos. Me parece que no es suficiente y que algo falta. ¿Falta algo?

En el modelo taller se lee poco y con prisa. Se discute menos de lo que se habla. El objetivo no es problematizar nuestros conceptos, nuestras prácticas, nuestros códigos o nuestras tecnologías. El objetivo es apropiarlos rápido y convertirlos en un tutorial. Siempre hay mucha documentación. Todo se debe registrar y subir a la red. El esfuerzo documental es admirable y enseña el camino hacia una cultura más abierta y participativa. Siempre hay plétora de fotos, vídeos, dibujos, mapas mentales y demás manualidades. En un taller siempre hay tiempo para crear, procesar y postproducir resultados. Todos hacen de todo. No hay división especializada del trabajo. Hay un precio que pagar por todo ello, pues el modo taller consume mucho tiempo y, en consecuencia, los procesos que inaugura deben ser concentrados y cortos. En fin, que no hay tiempo para lo tentativo, lo incierto o lo imperfecto.

En su forma más paródica, los talleres son un espacio de adocenamiento donde se forma gente obediente y conformista: exploradores de salón y no de campo, cocineros de domingo y no de diario, redactores de críticas y no lectores. Decantar una receta supone implementar prácticas trasladables entre distintos ámbitos del saber, pues implica contrastar experiencias, consensuar términos o trabajar colaborativamente. Pero asomarse a las sombras exige un compromiso de mayores riesgos como, por ejemplo, aceptar que la verdad seguramente estará muy repartida y que todos, incluso los que creen tener razón, deben renunciar a imponerla. No se trata de convencer, sino de convivir: hacer posible la vida en común. El gesto crítico implica escuchar puntos de vista muy diferentes y, huyendo del consenso que siempre fue la forma en la que las mayorías se impusieron a las minorías, construir narrativas que no sean alérgicas a lo frágil, lo contradictorio, lo dividido y, en fin, lo plural. Ser crítico es crear mecanismos que eviten la producción de más excluidos, más minorías, más periferias, más invisibles… Los muchos afueras con los que convivimos. 

Si la taylorización nos hizo eficientes y alienados, la tallerización podría hacernos funcionales y estúpidos. Y a esa nueva enfermedad podríamos llamarla talleritis. La padece gente que ya no confía en las tradiciones dialógicas y que huye de las tensiones, los intersticios y las sombras.

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Antonio Lafuente (Granada, 1953) es investigador científico del Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CSIC) en el área de estudios de la ciencia.

Taylorizar un proyecto supone desagregarlo en tantas partes como se pueda y, a continuación, asignarles una posición en una cadena de eventos sucesivos y, en paralelo, en otra cadena de valor. Así, cada fragmento tiene su jerarquía, su responsable  y su momento en una cadena de producción y reproducción....

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Antonio Lafuente

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