Industria literaria
Tridecálogo de prácticas apropiadas para editoriales
A propósito del ‘caso Glück’
Iban Zaldúa 26/12/2020
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No puedo ocultar que el “caso español” de la última premio Nobel de literatura, Louise Glück, me ha entretenido bastante: lo que al principio parecía un caso de codicia (¡en una poeta, además!) y de falta de principios éticos (por dar de lado, tras el triunfo, a una editorial leal y sufrida como la levantina Pre-Textos, que apenas había hecho dinero con sus poemarios, y por obligar a ésta, por lo visto, a destruir los ejemplares que tenía aún en circulación de los mismos, vía agente con fama de tiburón, al que la prensa patria, ni que decir tiene, jamás se olvidaba de referirse con su sonoro apodo El Chacal), se convirtió en una breve pero significativa recopilación de prácticas más bien dudosas por parte de la empresa (impago de derechos, tiradas realizadas fuera de contrato, cubiertas que no contaban con el visto bueno de la autora…).
La editorial que al final pujó por los derechos y le “arrebató” la autora a Pre-Textos/David, Visor, tampoco parece un buen candidato al papel de Goliat que le atribuían de antemano quienes se solidarizaron con la casa valenciana: es también una editorial pequeña, independiente, especializada en poesía (para más inri), portadora de similares virtudes y vicios que la que, supuestamente, fue apartada por las malas artes de la avariciosa poeta. El contexto subyacente al caso fue bien resumido, una vez más, por Ignacio Echevarría. Por cierto, la polémica también me encantó por otra razón: porque demuestra, una vez más, y frente a los que reivindican que la poesía es algo sublime más allá de la literatura (ah, oh, ah), que el género responde a los mismos impulsos crematísticos y de prestigio que mueven la práctica del resto de los escritores. De hecho, nunca se ha visto que un poeta haya renunciado al premio Nobel de literatura, ¿verdad? Pero, bueno, ese es otro tema.
La cuestión es que el caso me ha llevado a reflexionar sobre las prácticas editoriales, lo que, a su vez, algo que ya es vicio en mí, me ha impulsado a bosquejar este Tridecálogo de prácticas apropiadas para editoriales, al que cualquier lector podrá añadir, si lo ve conveniente, puntos adicionales, desde luego:
1. El o la autora debe lealtad absoluta a su editorial: nada diferente merece la generosa empresa que se apiadó del ego de aquel escritor o escritora cuyos torpes manuscritos decidió publicar y dar a conocer a lo largo y ancho del mundo mundial (en muchas ocasiones, cuando la persona autora era aún joven e inmadura). Esas y esos mediocres escribidores que, bajo el impulso del más vil materialismo, toman la decisión de marcharse a otra editorial en busca de más dinero, mejor trato o condiciones más adecuadas, no pueden ser objeto más que de desprecio por parte de la República de las Letras en su conjunto.
2. No así la editorial al autor o autora, faltaría más: las cifras de venta por debajo de ciertos umbrales, las débiles perspectivas de mercado, las sospechas de pérdida de capital literario o cualquier otro motivo pueden y deben provocar la rescisión unilateral de la relación con el autor o la autora. El mercado es el mercado, amigues, y una editorial es una empresa, no una sucursal de las hermanitas de la caridad.
3. En relación a todo eso: si una autora o un autor de nuestra editorial (de quien no queríamos desprendernos) se marcha a otra, nos lo han “robado”; si viene de otra a la nuestra, se le hace un merecido recibimiento a la “gran familia” de nuestra editorial.
4. La cuestión de los derechos y de realizar los pagos a tiempo son detalles de segundo orden en el quehacer diario de una editorial, naderías, bagatelas, y el escritor o escritora no tendría que hacer excesivo caso de las mismas. De lo único que debería preocuparse es de la creación, que es la savia del arte. ¿Y para qué están las editoriales, si no es para difundir, urbi et orbi, el arte?
5. La autora o el autor tiene derecho a dar su opinión acerca de la cubierta de su libro, de la misma manera que la editorial tiene derecho e incluso la obligación a no hacer caso ninguno de dicha opinión. A fin de cuentas, ¿quién puede decidir mejor cuál es la portada que conviene a cada libro? ¿Qué saben las y los escritores de diseño, imagen, impresión o de lo que queda mejor en el escaparate o los mostradores de una librería? ¿Eh?
6. Las editoriales jamás destruyen ejemplares o los convierten en pasta de papel: solo realizan ajustes en sus stocks. Salvo, claro está, cuando un cambio de contrato o una orden judicial las obliga a ello: en tal caso, cualquier trituración de libros se convierte en una acción despreciable, comparable a la quema de libros por los nazis o la Inquisición, y causante de graves heridas en la sensibilidad editorial, hasta el punto de ser susceptible de arrancar lágrimas (corporativas y/o reales).
7. Las editoriales tratarán con el máximo respeto los originales que reciban (y que, sin tirarlos directamente a la papelera, decidan publicar), es decir, si lo ven necesario, convertirán el libro de relatos en novela, el poemario en recopilación de cuentos, la obra de teatro en ensayo, etcétera etcétera. Como es de suponer, cualquier otra “propuesta de corrección” de menor rango se llevará a cabo en el marco del procedimiento administrativo ordinario de la editorial, es decir, sin tener por qué dar cuenta de ella al escritor o escritora.
8. Las editoriales se reservan el derecho de no responder a los mensajes y peticiones del autor o la autora durante meses e incluso años: aunque piensen que son únicos e irrepetibles, las editoriales saben bien que no es así (tienen sobrada experiencia en el trato con todo tipo de especímenes), y no están, ni mucho menos, para atender todas y cada una de sus neuróticas exigencias de cariño.
9. Los y las autoras, sin embargo, deberán, sin falta, remitir a vuelta de correo, y sin retrasarse demasiado, capítulos, pruebas, fotografías, textos para la cuarta, breves biografías para la solapa (¡con el número exacto de caracteres!), contratos firmados, lo que sea. La máquina no puede parar, show must go on y todo eso.
10. A todas las editoriales les conviene, en algún momento de su historia, contratar en plantilla a una editora o editor capaz de tratar a sus autoras y autores con la firmeza necesaria (es decir, hasta empujarlos en alguna ocasión, qué menos, al borde del llanto), que, por consiguiente, pueda envolver a la casa en el aura de su prestigio y, al jubilarse o al fallecer, llegue a recibir, por parte del mundillo cultural, calificativos elogiosos como “cómplice”, “de fuerte personalidad”, “referencial”, “monstruo” (en el buen sentido de la palabra), u otros similares.
11. Todas las editoriales organizarán, con la periodicidad que crean conveniente, un premio o certamen literario pulcro y justo, que manipularán sin falta en favor de alguno o alguna de sus autoras (o de cualquiera que quieran convertir en su autor o autora, por supuesto).
12. El objetivo empresarial principal e irrevocable de una editorial es la reducción de costes, para lo cual podrán hacer uso de todos los medios a su alcance: pagar mal al personal de corrección (o, incluso, no contratar correctores y correctoras: total, si casi nadie lee, y quienes leen ni se fijan), descuidar la promoción del libro (bastante hacen con poner las neuras del autor o autora en manos de las distribuidoras), no financiar las giras de promoción (a fin de cuentas, las presentaciones en librerías y otros espacios carecen de utilidad alguna: no son más que excusas para que la o el escritor se reúna con sus amistades locales), impedir a toda costa la celebración de la tradicional comida o cena posterior a la presentación (o, haciendo frente a la tradición, haciendo que la autora o autor, las y los presentadores y demás abonen su consumición…), etc.
13- De existir la mínima posibilidad, las editoriales jamás renunciarán a un aumento del precio de sus libros por encima del IPC. La literatura, de todas y para todas, de acuerdo. La cultura es un bien de primera necesidad, vale. Pero el público consumidor siempre tiene en mayor estima aquello que presenta un valor de cambio, y las editoriales tienen que estar dispuestas a ayudarlo sin vacilar, en ese sentido. De la misma manera en que, desde luego, tienen que estarlo para hacer frente a la ruin y dolosa piratería.
Por si acaso: que conste que en el título he señalado que las prácticas que propongo para las editoriales son “apropiadas”, no “buenas”…
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Iban Zaldua ha escrito libros de cuentos como Etorkizuna (Alberdania 2005, traducido como Porvenir, Lengua de Trapo, 2007), Biodiskografíak (Erein 2011; Biodiscografías, Páginas de Espuma, 2015) y Como si todo hubiera pasado (Galaxia Gutenberg, 2018), novelas como Si Sabino viviría (Lengua de Trapo, 2005) y ensayos como Ese idioma raro y poderoso. Once decisiones cruciales que un escritor vasco está obligado a tomar (Lengua de Trapo, 2012). Este texto es una traducción del euskera, que aparecerá, junto a otros del mismo jaez, en el libro Panfletario. Manifiestos, decálogos y otros artefactos a favor (y en contra) de la literatura, que publicará la editorial Pepitas de Calabaza en 2021.
No puedo ocultar que el “caso español” de la última premio Nobel de literatura, Louise Glück, me ha entretenido bastante: lo que al principio parecía un caso de codicia (¡en una poeta, además!) y de falta de principios éticos (por dar de lado, tras el triunfo, a una editorial leal y sufrida como la levantina...
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