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Todas las mañanas, de camino al trabajo, atravieso en bicicleta la Place de la République, en París. Recortada en el cielo rosado de la aurora, su estatua alegórica se alza en medio de la plaza: una imponente mujer de bronce, vestida con toga y gorro frigio –la famosa capucha roja revolucionaria– que blande una rama de olivo en el brazo derecho, el izquierdo sostiene una tabla con una inscripción que reza “los derechos humanos”.
En la dignidad clásica de su rostro, tan alto que apenas se distingue desde la base, no es difícil adivinar una sorna disimulada, resignada como está a presenciar el constante desfile de un desproporcionado número de furgonetas antidisturbios y las recurrentes batallas campales de los fines de semana. Por el rabillo de ojo observa el lanzamiento de gases lacrimógenos y cañonazos de agua con paciente condescendencia, acostumbrada a los malabarismos retóricos del entusiasta tecnócrata presidencial que la mienta constantemente mientras su gobierno promueve sucesivos proyectos de leyes liberticidas.
Una vez en la oficina, mientras arranca el ordenador y se cargan los correos en la bandeja de entrada, el extrañamiento cede el paso a la urgencia de los quehaceres en negrita. Apenas abiertos, los correos despliegan una convincente cortina de realidad. Uno tras otro, se encadenan a un incesante fluir de ficheros y mensajes que recorren las venas electrificadas del país, rumbo a otros ojos y a otras afanosas mentes desconocidas. Poco a poco, el calorcito se difunde en el espacio y una saborea la inesperada satisfacción de formar parte del bando de los hacedores del país y recibir, por fin, una preciada nómina tras varios años de trabajos domésticos y cuidados infantiles gratuitos. Partícipe de la fraternidad siempre amenazada de los asalariados, pienso: “Hermanas, hermanos, hacemos lo que podemos” y me consagro por unas horas al Producto Interior Bruto.
De regreso a casa, mientras pedaleo por la Rue du Chateau d’Eau, me cruzo casi a diario con la misma mujer. Una chica de veintipocos años, de ojos claros y melena rubia, que pretende correr o más bien hacer footing, con las pocas fuerzas que le restan a un cuerpo consumido por la anorexia. Me topo con ella a menudo, también en otras franjas horarias y otros lugares del barrio. Siempre lleva auriculares puestos, la mirada perdida en algún meticuloso cálculo de calorías, férrea y frágil prisionera del fanatismo estético que enmascara quién sabe qué remotos traumas inconscientes.
Por más veces que la vea, su aparición siempre me resulta chocante, dolorosa. Invariablemente, me pregunto cómo puede ser que, como sociedad, tengamos una relación tan paradójicamente enfermiza con el cuerpo. No me refiero ya a la anorexia; la cuestión va más allá de la tiranía estética de la moda y la obsesión por mantenerse joven y en buena forma física. Tampoco hablo de desatención del cuerpo por parte de una intelectualidad propensa a las abstracciones y obstrucciones que constituye desde hace décadas uno de los blancos de la reivindicaciones feministas.
Me refiero a la simple desconexión entre el cuerpo, la mente y el espíritu. Como si el prodigioso fluido de energía que informa la gestación del feto en el útero se viera definitivamente interrumpido con el corte del cordón umbilical en el parto. Sabido es que la fuente del ser, perceptible en la insondable mirada de los niños, se va enturbiando con el transcurso de los años, a medida que el cuerpo se desarrolla y la mente se vuelve irremediablemente porosa al contexto social y cultural. Lo triste es que nos lo creamos.
Ese flujo de energía natural, llamado chi en la cultura china, prana en la hindú, sigue presente y accesible hasta la muerte del cuerpo físico, regenerando y animando los diferentes órganos y funciones vitales. Y es perfectamente posible regularlo mediante técnicas diversas que inciden directamente en la salud física y mental de cada individuo. Sin embargo, culturalmente condicionados por el viejo sistema de pensamiento dicotómico, fragmentario y disyuntivo, nos hemos acostumbrado a “cargar” con el cuerpo resignados a la fatalidad genética. Lo escudriñamos al otro lado del espejo como a un viejo compañero, atentos a sus cambios y dolencias, secretamente intimidados por esa mirada que se obstina en ocultarnos el momento de la muerte. Y así, lo llevamos de paseo, al médico, al gimnasio o al peluquero; cuidamos de sus aspectos estéticos con extraordinario celo y nos preocupamos razonablemente por su estado de salud, pues deseamos vivir a toda costa, el instinto de supervivencia nos gobierna.
La pandemia nos ha forzado a una extraña intimidad con el cuerpo. Medio mareados por el aire viciado de la máscara, nos asomamos diariamente al misterio de su reacción frente al caprichoso virus mutante. Tras los ojos se concitan impulsos, temores, rebeldías. La pregunta de si merece o no la pena este existir insulso, sin otro sentido que alimentar las tripas del absurdo replegados en una individualidad asfixiante, cargados de afectos tristes, cada día más pequeñitos. ¿Tal es el destino que nos espera?
Cuesta imaginar hacia dónde nos dirigimos. Lo que se vislumbra provoca verdadero miedo; la huida masiva a la ficción cinematográfica o televisiva y la adicción a las redes sociales son perfectamente justificables, tanto más con el aislamiento decretado por el contexto sanitario. Pero, a estas alturas del capitalismo, resulta algo pueril esperar que la antigua “normalidad” pueda regresar de manera duradera; es una especie de pataleta del entendimiento, un modo de obviar las señales de la nueva etapa geológica que se ha convenido denominar como el antropoceno. Una crisis presupone un pico y un regreso a la normalidad, cosa que ya no es aplicable a la situación actual, marcada por la alteración de los ciclos y equilibrios terrestres a consecuencia de la actividad humana. Convendría que la opinión pública admitiese cuanto antes que la “normalidad” era una alucinación colectiva y la carrera de la utilidad sin fin está llegando a su término, no tanto por la inteligencia humana como por falta de combustible.
La deconstrucción del patriarcado milenario, lenta pero inexorable, está abriendo una brecha imprevisible, una de cuyas consecuencias más decisivas acaso sea la revalorización del cuerpo
Los dioses nos han concedido el dudoso privilegio chino de vivir una “época interesante”, il faut faire avec. Somos a la vez testigos y actores de una tensión narrativa entre la inercia destructiva y la potencia creadora que se aproxima a su clímax. Ya va siendo hora de dejar de comer palomitas. Si bien las razones para acobardarse y deprimirse son incontables y constantemente cacareadas por los poderes establecidos, la conciencia del peligro está propagando a su vez una silenciosa clarividencia colectiva. El corral cerrado de las convenciones sociales y culturales sobre la realidad aceptable se ve amenazado. Ahora resulta que las gallinas vuelan.
La deconstrucción del patriarcado milenario, lenta pero inexorable, está abriendo una brecha imprevisible, una de cuyas consecuencias más decisivas acaso sea la revalorización del cuerpo. En un contexto de creciente toxicidad ambiental y mecanismos de dominación psicológica cada vez más insidiosos, la reapropiación del cuerpo y su reconexión con las fuerzas vitales que lo animan es una perentoria necesidad colectiva. Es preciso reconocerlo como un templo íntimo, auto-creador y auto-destructor, interconectado con todo lo que existe.
La Naturaleza habla el lenguaje del cuerpo; con la pandemia se ha puesto en evidencia hasta qué punto nuestro destino está imbricado al del resto de las especies. Reapropiarse del cuerpo significa aprender a habitarlo aventurándose a explorar sus insospechadas potencialidades desconocidas. Experimentar, por citar algunos ejemplos, cómo afecta la geometría al sistema nervioso, qué sucede cuando se invierte la fuerza de la gravedad hacia el cerebro, cómo inciden las variaciones de intensidad y ritmo respiratorios en la actividad cognitiva y la memoria emocional.
Reapropiarse del cuerpo es explorar a fondo los sentidos sin dejarse esclavizar por los mercaderes intestinales y genitales del instinto; ascender más allá del ombligo y aprender a habitar en la cámara del corazón, en resonancia con el resto de los seres vivos. Y, ya puestos, subir a la cúpula cerebral, cubrir los muebles del lenguaje y derribar siquiera momentáneamente las paredes del yo.
Los hay que, mediante prácticas corporales intensas o el uso –más riesgoso– de ciertas sustancias psicotrópicas, saben que de esa exploración de la conciencia regresa alguien distinto. Experimentar la pertenencia a la mente cósmica imprime en la memoria corporal una indeleble impronta jubilosa, más liberadora que ninguna ideología. Queda íntimamente abolido el tabú de la muerte. Antes que como aniquilación, esta se revela como una forma radical de introspección, un cambio de melodía en la enigmática orquestación del ser, una experiencia que se adivina, en todo caso, liberadora, mucho menos traumática que la del nacimiento, cuando, immovilizada bajo una doliente montaña de vísceras, la consciencia se ve apresada en un ignoto orificio oscuro, forzada a abrirse paso entre convulsiones, a la incierta luz de un mundo ininteligible y frío.
Tras siglos de denigración judeo-cristiana primero, y de cosificación mecánica después, está sonando la hora del cuerpo. Para hacer frente a las nuevas temporadas del antropoceno, vamos a tener que descargar de la nube todas las aplicaciones del espíritu. Porque el problema no está en la muerte –nunca lo estuvo– sino en cómo llevar una vida digna de tal nombre. En conquistar la propia autoridad. Nos toca, en definitiva, aceptar aquella invitación que hiciera Gilles Deleuze a “hacer del cuerpo una potencia que no se reduzca al organismo, y del pensamiento una potencia que no se reduzca a la consciencia”.
Todas las mañanas, de camino al trabajo, atravieso en bicicleta la Place de la République, en París. Recortada en el cielo rosado de la aurora, su estatua alegórica se alza en medio de la plaza: una imponente mujer de bronce, vestida con toga y gorro frigio –la famosa capucha roja revolucionaria– que blande una...
Autora >
Alba E. Nivas
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