Reportaje
Un año (de espera) en la soñada Europa
A finales de 2019, el 'Aita Mari' rescataba a 79 personas en el Mediterráneo central. Doce meses después, muchos de ellos ven cómo los obstáculos administrativos, agravados por la pandemia, bloquean sus esperanzas de una vida mejor
Marta Maroto 9/01/2021
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Las piernas fallaron y, nada más poner sus pies descalzos en el barco, Abubakar se desplomó. Después de seis años de huida hacia el norte, aquel barco de rescate era por fin un lugar seguro. Cuando todos subieron a bordo, en medio del silencio en la popa, Abubakar levantó ansioso la voz en un inglés precario para preguntar si llegarían a Italia. Allí le esperaban su mujer y su hija, que hacía meses que habían logrado escapar de las cárceles libias y atravesar el Mediterráneo en una lancha de plástico.
La noche trajo la tormenta, las olas y el frío. Era 21 de noviembre de 2019. El Aita Mari había rescatado a 79 migrantes que se encontraban a la deriva en el Mediterráneo Central. Entre los ocupantes de la barca de goma, seis mujeres, una de ellas embarazada, y ocho menores. La patera había salido de Libia la noche anterior y a esas horas tenía el motor roto y empezaba a entrar agua.
Tras el rescate, el barco de la ONG Salvamento Marítimo Humanitario puso rumbo a toda máquina hacia la costa siciliana para resguardarse del temporal, a la espera de una respuesta de Europa que no llegó hasta seis días más tarde. Seis días miserables.
Una vez desembarcado en el puerto italiano de Pozzallo, el reencuentro estaba más cerca, y hasta que la pandemia paralizó el mundo, Abubakar pudo volver a jugar con su pequeña. “Estaba eufórico, imagínate lo que lloré cuando la vi, esa niña es mi propia sangre”, casi grita al recordarlo, un año después.
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Jah, sin embargo, apenas sonríe al otro lado de la pantalla. Conserva su mirada seria y se ha cortado el pelo. Mantener su pasaporte de Sierra Leona le ayudó a cruzar la frontera a Francia y buscar refugio en un centro de menores de una ONG. “En Italia me trataban como si fuera un niño, pero tengo experiencia, quería que las cosas fueran más rápido”, justifica en referencia a la lentitud de la burocracia italiana para legalizar su situación.
Un año atrás, aprovechando una de las treguas que de vez en cuando permitía la tormenta, Jah contaba su historia: la corrupción y las mafias mataron a sus padres y él huyó a pie con sus dos hermanos. Vio morir al mayor de sed y cansancio en el desierto. El segundo sigue atrapado en un centro de tortura en Libia. Apenas tenía 15 años y un don para la tecnología, se ganó su pasaje en la lancha formateando los teléfonos móviles que las milicias robaban a los migrantes en su ruta hacia Europa, la más peligrosa del Mediterráneo.
La pandemia no ha frenado las llegadas y huidas de Libia. Al contrario, las ha aumentado y precarizado. Según las últimas cifras de Frontex, la agencia europea para el control de fronteras, el número de personas que hasta noviembre de 2020 habían cruzado de manera irregular e insegura el Mediterráneo central ascendía a 28.242, un 137% más que el año anterior.
Este incremento puede explicarse por dos descensos. El primero, el de las restricciones del ya no tan nuevo Gobierno italiano. Con la marcha de Salvini se fueron también las políticas de cierre de puertos e incautación sistemática de barcos de rescate, explica Marina Gómez, activista de Alarmphone, organización que ofrece apoyo a personas en peligro mediante un teléfono de emergencia y vigila el cumplimiento de los derechos humanos en las fronteras marítimas.
La pandemia no ha frenado las llegadas y huidas de Libia. Al contrario, las ha aumentado y precarizado
A diferencia del anterior, este año sí ha habido una presencia regular de barcos de salvamento de la sociedad civil en la zona, continúa Gómez. Con más ojos, las cifras son más precisas.
El segundo descenso que explica el auge de la ruta del Mediterráneo central es la caída de la presión migratoria en la vía oriental, donde continúa sellado el paso desde Turquía a Grecia atravesando el Egeo. Desde enero a octubre las llegadas han caído hasta las 16.968, un 74% menos con respecto al año pasado, según Frontex.
Otra tendencia que se consolida en el Mediterráneo Central está relacionada con los movimientos de las redes de tráfico. Uno de cada cinco migrantes que intenta cruzar es de origen tunecino, país fronterizo con Libia, o bangladesí. Esto último confirma que “las redes de tráfico de Bangladesh se han establecido en Libia”, explica desde Bruselas Ana González-Páramo, investigadora senior de la Fundación PorCausa. Junto a la migración subsahariana, la bangladesí ocupa los puestos más bajos de la pirámide de los trabajadores extranjeros, muchos llegados en la época dorada del petróleo de Gadafi. Son ellos, migrantes o potenciales solicitantes de asilo, los que se encuentran en peor situación.
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“Te matan por ser negro, te detienen, te lo quitan todo y te pegan solo por ir andando por la calle si eres negro”, contaba Shaw al borde del Aita Mari. Describía el apartheid libio, un embrollo legal en un país sin Estado: al entrar se abre un proceso judicial por inmigración irregular a las personas extranjeras, y se las detiene, pero ni el juicio ni la posibilidad de regularizarse llegan nunca.
Ahora en Sicilia, ajetreado entre las clases de italiano y un trabajo informal en el sector de la construcción, Shaw recuerda que lo intentó todo antes de tirarse al mar. El mayor de cinco hermanos, vendió su taxi en Sierra Leona y salió hacia Libia en busca de trabajo y un futuro para él y su familia. Se encontró con la violencia y la explotación y, cuando logró ponerse en contacto con la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), pidió que le deportaran a su país. Pero pasaban los meses y nada ocurría. “Todos los que venimos nos arrepentimos, es peor quedarse aquí que morir en el océano”, confesaba en mitad del mar con la vista puesta en las plataformas petrolíferas de la costa libia.
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Tarik Argaz, portavoz de ACNUR Libia, explica desde Túnez que este año de pandemia ha sido uno de los más duros que recuerda. El conflicto entre las dos facciones –el Gobierno de Trípoli, de Fayez Sarraj, reconocido por las Naciones Unidas y el del general Khalifa Haftar, sublevado en el este, en Bengasi, y sostenido entre otros países por Francia, Rusia o Arabia Saudí– que se disputan la hegemonía de un país dividido en un mosaico de milicias y guerrillas ha amainado. El pasado octubre se acordó un alto el fuego, pero la guerra ha dejado pobreza, hambre, represalias y más de 200.000 libios convertidos en desplazados internos, continúa Argaz.
“Con la pandemia todo cambió, los desafíos son infinitamente mayores. El país se cerró y ni nosotros podíamos movernos ni los refugiados podían venir a nuestras instalaciones”, cuenta con prisas al teléfono. Está pendiente de un desembarco: la Guardia Costera Libia ha interceptado una o dos pateras de migrantes que trataban de llegar a Europa. “No pueden hacerse estas devoluciones, Libia no es seguro”, denuncia.
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Ismail intentó cruzar varias veces, pero su patera siempre era interceptada por los libios. La vuelta al continente era comenzar de cero: aunque haya presencia de organismos internacionales en los desembarcos, la mayoría de los migrantes terminan en comisarías donde vuelven a ser traficados a centros de detención no oficiales, y luego se les pierde la pista.
En julio de 2019, el centro de migrantes de Tajura en Trípoli fue bombardeado. Decenas de personas murieron, otras tantas lograron fugarse corriendo entre las paredes derrumbadas y los escombros. Entre ellas, Ismail, que huyó de Somalia para escapar de la extorsión del grupo terrorista Al Shabab. Logró marcharse, esconderse y volver a lanzarse al mar. Un año después de ser rescatado en alta mar, vive en Turín, desde donde la mala cobertura apenas deja escuchar varios “gracias, gracias” dirigidos a la tripulación del Aita Mari.
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Cada uno recuerda fechas distintas y ha terminado en lugares diferentes. Osman llegó a Inglaterra y Jah cuenta que varios chicos sudaneses cruzaron a Alemania. La sonrisa de Emeka inunda la pantalla desde las afueras de París. Su pelo se ha vuelto más blanco y ha ganado algo de peso. A sus 43 años, acumula una larga historia de fronteras: en 2001 consiguió saltar la valla de Melilla y trabajó en Mallorca durante varios años. Quiso regresar a Nigeria para ver a su familia, y una enfermedad inesperada le hizo tener que quedarse más de lo previsto. Su documentación caducó y viéndose arruinado decidió volver a emprender camino. Hoy aprende francés y un oficio en la capital francesa.
De los 79 rescatados, apenas seis eran mujeres. Ninguna quiso contar lo que había visto en Libia. Veronique viajaba con Emeka, y se le llenaban los ojos de lágrimas tan solo con que alguien mencionara la ciudad de Trípoli. La pareja quería casarse al llegar a Europa, pero ha tenido que retrasar sus planes. Ahora ella está en un centro para mujeres, donde recibe clases de formación para atender a personas mayores y espera su documentación.
A algunos, como a Abubakar, les prometieron reubicarlos en otro país europeo, algo que él valora positivamente porque, aunque su hija esté en Italia, no cree que pueda encontrar trabajo fácilmente allí. A otros, como Jah, la lentitud y la paralización de sus trámites administrativos les está está haciendo agotar su paciencia: “No quiero perder mi tiempo porque el tiempo lo es todo. Tengo que encontrar un trabajo antes de cumplir los 18 años para poder quedarme”.
Un año después de su rescate y su llegada a Europa, los 79 migrantes del Aita Mari siguen esperando.
Las piernas fallaron y, nada más poner sus pies descalzos en el barco, Abubakar se desplomó. Después de seis años de huida hacia el norte, aquel barco de rescate era por fin un lugar seguro. Cuando todos subieron a bordo, en medio del silencio en la popa, Abubakar levantó ansioso la voz en un inglés precario para...
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