La gravedad es una fuerza despreciable. La arquitectura y la ingeniería, al menos, no la consideran. Temen y prevén otras fuerzas. Como la del viento o el agua. Es precisamente la debilidad de la gravedad una de las confirmaciones más constantes e importantes de la teoría de cuerdas. La gravedad sería en nuestra realidad, en nuestra cuerda, un vestigio tímido de otra gravedad, descomunal, asombrosa, que se ubica en otra cuerda y realidad. Es tan robusta en su mundo que llega hasta el nuestro en la forma de su sombra, en la forma de un vestigio, de un eco. Ignoro si esto, explicado de forma precaria y desde mis posibilidades de comprensión de la teoría de cuerdas, es realmente así. Pero, con el paso del tiempo, me llegan palabras de otro mundo, que lo confirman. En aquel mundo, recuerdo, eran palabras portentosas, pesadas, sólidas, repletas de fuerza. Pero en el que habito ahora son una fuerza débil. El resto, el rastro, la señal y la reliquia de lo que fueron. Apenas tocan tu piel, y si lo hacen producen el cosquilleo de la parodia. Como la brisa, son una cita breve y depurada del huracán. Una fuerza pesada, sobrecogedora, impide la llegada de su significado pleno. Impide, incluso, cualquier movimiento. Una gravedad exorbitante no sólo las paraliza y filtra, sino que también detiene el pulso en tus brazos. Las palabras de otro mundo indican, endebles y desmadejadas, que estamos en otro mundo, donde no sirven ya de nada.