Patrimonio
De Felipe II a El Escorial de la República
Consideraciones sobre la permanencia de monumentos urbanos
Javier Mosteiro 12/02/2021
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Hay que ser precavido al escribir sobre algunas cosas; y, aun para esgrimir argumentos de estricto carácter académico, como la conservación del patrimonio, hay que cuidarse de proclamar antes –y dejar bien sentados– los oportunos gritos de rigor. Vamos al grano.
He tenido que defender, recientemente, el restablecimiento de la estatua de Felipe II en el lugar que ocupaba en la plaza de la Armería de Madrid; y ello, a sabiendas, de que no pocos de quienes me son cercanos iban a vislumbrar en mí cierta veleidad nacionalista (si no “nostálgicamente” imperialista). Si ahora tengo que defender la conservación de las estatuas de Indalecio Prieto y de Largo Caballero, en su actual emplazamiento de Nuevos Ministerios, sé también que otros me sambenitarán por amparar una actitud guerracivilista y cosas por el estilo. La vida y los modos de ver parece que van por esos inextricables caminos.
Defiendo, dicho lo cual, que los bronces de Prieto y Largo se queden donde están y que el de Felipe II vuelva al lugar del que no debió ser apeado. Me ampara la idea de que un monumento viene a ser algo más que el valor rememorativo intencionado (por decirlo con Riegl); algo más que el reconocimiento al personaje que se ha elevado sobre el pedestal (ese “homenaje” al que –decía Ganivet– tan poco dados somos en España).
Un monumento viene a ser algo más que el valor rememorativo intencionado; algo más que el reconocimiento al personaje que se ha elevado sobre el pedestal
Las dos estatuas de los Nuevos Ministerios, que ahora se pretende –o se insta a– retirar por acuerdo del pleno del Ayuntamiento de Madrid (sesión de 29 de septiembre de 2020) representan dos de los valores fundamentales que puedan darse en los monumentos urbanos. En cuanto al estricto valor formal, tanto la estatua de Prieto como la de Largo son obra de preclaros escultores, Pablo Serrano y José Noja respectivamente; y ambas saben expresar, con contundencia (aunque sobre muy parcos pedestales, por cierto), el momento artístico de los años ochenta en que fueron realizadas. Por lo que toca al valor histórico-documental, las dos constituyen precisos registros para la memoria urbana –y urbanística– de la ciudad, emplazadas donde corresponde: Prieto fue el creador del nuevo conjunto ministerial (esto es, el germen del definitivo crecimiento de Madrid según el eje de la Castellana); y Largo, al frente del Ministerio de Trabajo, impulsor del mismo.
Prieto y Largo, es sabido, no siempre tuvieron las mismas ideas sobre cómo gobernar y hasta algún enfrentamiento hubo entre ellos. Pero allí los vemos, en buena vecindad (en buena vecindad, también, con la estatua de Isabel la Católica, cuyo concepto de cómo gobernar esta antigua tierra española nada tiene que ver con el de sus –por el momento– vecinos de la acera de enfrente). La historia de una ciudad, de un país, del mundo, se hace así: poniendo juntos hechos y personajes que nunca se trataron o que, de tratarse, puede que no se llevaran demasiado bien.
Ambos socialistas murieron, por razonas obvias, fuera de España. Prieto había nacido en Oviedo; pero Largo lo había hecho en el madrileñísimo barrio de Chamberí. Y aquí, en la plaza de Chamberí, como es propio de una ciudad culta (o que lo debiera ser), el Ayuntamiento situó en 1981 una lápida conmemorativa. Pero esta lápida, obra también de Noja –que de nuevo acertó a reunir el valor plástico con el documental–, ha sido ahora removida (por acuerdo del citado pleno municipal). A ver si lo entendemos: una lápida con la inscripción “El Ayuntamiento le recuerda en el lugar donde nació” –pregunto– ¿se puede trasladar? El Ayuntamiento, desdiciéndose de lo que como corporación había decidido en los ochenta, piensa ahora que sí; que se puede y que se debe retirar. Y así lo ha hecho ya (haciendo añicos –dicho sea de paso– la memorativa lápida).
Los monumentos urbanos no son figuras decorativas de quita y pon, Conforman una imagen urbana, un algo comprometido con la memoria del lugar
Bueno, volvamos al principio de este escrito. Me viene bien, parece precavido –decía–, respaldar la permanencia de las estatuas de los dos personajes republicanos con la del rey Felipe II; y no para neutralizarlo uno con lo otro sino porque ambos casos son parte de una misma y nada baladí cuestión: ¿Qué entendemos por monumento urbano? ¿Qué valores patrimoniales somos capaces de encontrar en él? ¿Qué ancestrales mecanismos mentales se nos ponen en marcha cuando vemos una figura humana, en bronce o en piedra, que lleva encaramada a un pedestal unos años que se nos antojan ya excesivos? ¿Qué nos lleva a bajarla del podio? ¿Qué a derribarla (casos ha habido en Madrid)? ¿Qué a trasladarla a otra parte si no a arrinconarla en alguno de los almacenes municipales?
Con el mismo empeño –con la misma razón urbana– con que pido que se mantengan in situ las estatuas de Prieto y Largo, pido que se restituya a su lugar la de Felipe II. La estatua del monarca que, para bien o para mal, tomó la decisión de que la villa de Madrid se convirtiera en la capital del reino (que, a la sazón, imperio) se alzaba, con toda propiedad, donde la ciudad fue fundada. Se alzaba, a eje y en soledad solemne, recortada su silueta contra los pasmosos atardeceres, en la desnuda explanada de la Armería; en ese plano geométrico y abierto al horizonte con un no sé qué de metafísico. Una configuración urbana de rara dignidad en Madrid.
De ahí fue apeado Felipe II cuando se iniciaron las obras para el Museo de las Colecciones Reales (que van a cumplir ya los mismos veintiún años que tardó en construirse el monasterio de El Escorial); y, desde entonces, mejor es no indagar dónde reposa el Rey Prudente.
Voces ha habido para reubicarlo en la plaza de la Villa, propuesta peregrina (el alcance del soberano no fue precisamente municipal); y eso, a costa de que ese nuevo emplazamiento para Felipe II supusiera desplazar la estatua de su capitán general de la Mar Océana, don Álvaro de Bazán (del que, también muy peregrinamente, se habló de llevarlo junto al Cuartel General de la Armada). Dejémonos ya de mover monumentos. ¿Por qué no puede restituirse la efigie de Felipe II a su lugar? ¿Acaso interferiría con la entrada al museo de los reales objetos y piezas artísticas que el propio monarca comenzó a coleccionar?
Los monumentos urbanos –¿hay que recordarlo?– no son figuras decorativas de quita y pon, que saltan de un sitio a otro de la ciudad como sobre el plano del ajedrez puede saltar el caballo (y aun éste lo hace siempre con mayor estrategia). Conforman una imagen urbana, un algo comprometido con la memoria del lugar (o, si se prefiere, con el genius loci). Aun constatando que la historia de las ciudades está salpicada de traslados de monumentos –algunos de estos, asombrosos–, cabe afirmar que Madrid se lleva la palma en esto del baile, del rigodón interminable de monumentos. Y pocos son, en verdad muy pocos, los que quedan en el lugar para el que fueron destinados en origen.
Con todo, este hecho de que se quiera deslocalizar a Prieto, a Largo Caballero o a Felipe II se centra en una sola dimensión patrimonial, la del –en su día– intencionado objeto memorativo del monumento, desatendiendo las demás y no menos considerables cualidades. En esto Madrid se suma con gusto a una –parece que irresistible– tendencia internacional: señalar, con o sin concluyente motivo, al personaje caído en desgracia pero que aún se alza sobre su pedestal y, sin atender a cuestiones históricas, documentales, artísticas o de simple persistencia de un paisaje urbano, derrumbarlo.
Posiblemente sea más rentable monumentalizar “democráticamente” al ciudadano que comprometerse con lo que representa una gran mujer u hombre
Todos, a lo largo y ancho de este mundo, hemos visto recientes imágenes de estatuas de tiranos decapitadas o rodando por los suelos; pero la fiesta iconoclasta no se detiene ahí y junto a déspotas y dictadores, caen también quienes no lo fueron (o, al menos, no están sobre su peana por haberlo sido). Ahora la han emprendido con Colón, cuyo portentoso monumento en Barcelona es asaltado cada dos por tres y del que este año un partido político ya ha soltado en el Parlament que “sería una buena medida” desmantelarlo. De la desgraciada muerte de George Floyd, a manos de agentes de policía de Minneapolis, se hace responsable –por no sé qué vía teleológica– al descubridor del Nuevo Mundo; y su estatua ya la hemos visto derribada en alguna ciudad de Minnesota (además de que la de Nueva York, junto a Central Park, haya sido adornada el Doce de Octubre con pancartas que lo acusan de violador y genocida).
Cuando Javier Maderuelo escribía, hace ya unos cuantos años, acerca de “la pérdida del pedestal” no se refería a esto, claro. Trataba del nuevo valor del monumento a ras de tierra, cuando proliferaba todo tipo de figuras humanas a escala natural, confundidas con los transeúntes; gente normal y haciendo vida normal en la calle.
A Woody Allen le levantaron una estatua así, sin pedestal, en Oviedo. El Ayuntamiento de esa ciudad (donde nació Prieto) no le preguntó si le parecía bien que le retrataran a su tamaño, paseando directamente por la acera; pero allí sigue, “a menos que una muchedumbre enfurecida –apunta el cineasta en su A propósito de nada– la haya arrancado”. Si, como hemos visto, resulta arriesgado levantar monumentos a hombres y mujeres del pasado, de los que se supone que ya se conoce su legado, algo más peliagudo es hacerlo a quienes todavía viven y tienen tiempo de desmerecer con sus acciones (o con lo que se dice que éstas son) el ascenso al pedestal o, en su caso, al bronce.
En Madrid todavía se sigue queriendo hacer monumentos a grandes hombres y grandes mujeres (la última propuesta de que tengo noticia es la aprobada en Junta Municipal de Retiro, de 9 de diciembre, para levantar un monumento al arquitecto Antonio Palacios); pero parece cundir más –y menos comprometido resulta– levantar grandes monumentos a ciudadanos desconocidos: ya sean las dos abrumadoras cabezas de la estación de Atocha, obra de Antonio López, ya la cabeza gigantesca de la plaza de Colón, obra de Jaume Plensa (que ocupa, por cierto, el pedestal que dejó libre el descubridor de América tras volver al centro de la glorieta). Posiblemente, en los tiempos actuales, sea más rentable para los promotores (y para los artistas) monumentalizar “democráticamente” al ciudadano (como en la interactiva sucesión de retratos de anónimos transeúntes en la Crown Fountain de Chicago, del mismo Plensa) que comprometerse con lo que representa una gran mujer o un gran hombre.
Con el advenimiento de la Segunda República, Prieto impulsó el conjunto arquitectónico de los Nuevos Ministerios. Frente a lo que el monasterio de El Escorial había significado para la recién derrocada monarquía, se trataba de construir lo que Ernesto Giménez Caballero –creo recordar que fue él– dio en llamar “el Escorial de la República”. Prieto y su arquitecto, Secundino Zuazo (que, a diferencia de Palacios, no va a tener estatua en Madrid), se imbuyeron de la significación y lenguaje arquitectónico de la fábrica escurialense, tendiendo un inopinado vínculo con Felipe II. Ahora parecen ninguneados los dos: Prieto y –atendiendo a la denominación de la Leyenda Negra– el “Demonio del Mediodía”.
Visto lo visto, lo que me colma de asombro es que nadie haya propuesto todavía desmantelar –echar fuera de los jardines del Retiro– la estatua del Ángel Caído. Ésta, aunque de meritísimo valor artístico, obra del gran Ricardo Bellver, no deja de ser un monumento al Príncipe de las Tinieblas. Nada menos que un monumento al origen de todas las maldades del mundo; a la madre de todas las batallas del mal, como diría Sadam Hussein (que también fue un ángel caído y cuyas estatuas hemos visto morder el polvo).
La estatua del Retiro es uno de los contadísimos monumentos levantados al Demonio que hay en el mundo. Y ahí está, sobre el hermoso pedestal que le dibujó el arquitecto Francisco Jareño, desde hace 135 años (que no es poco para la permanencia de un monumento en Madrid); sin que nadie se haya atrevido a apearlo. Acaso la cuestión resida en que no parece que Satanás milite en ningún partido político; o, quizá —como se apunta en El diablo en el poder, la zarzuela de Asenjo Barbieri—, en que lo haga en todos.
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Javier Mosteiro es arquitecto, catedrático de la Escuela Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid, y socio del Club de Debates Urbanos.
Hay que ser precavido al escribir sobre algunas cosas; y, aun para esgrimir argumentos de estricto carácter académico, como la conservación del patrimonio, hay que cuidarse de proclamar antes –y dejar bien sentados– los oportunos gritos de rigor. Vamos al grano.
He tenido que defender,...
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Javier Mosteiro
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