LA VITA NUOVA
No ‘pussy’, sí ‘riot’
El antisemitismo, como alarma, como barómetro, como unidad de medida de la brutalidad, explica que, cuando aparece, hace tiempo que han aparecido otros fenómenos brutales
Guillem Martínez 18/02/2021
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LA CÁMARA DE LOS MUY COMUNES. El 13-F, en el entrañable marco de un homenaje a la División Azul, una señora de azul verbalizó el antisemitismo, a través de una intervención que no era un rap. No es la primera vez que sucede. Tampoco es la primera vez que sucede ante una cámara. ¿Cuál es la importancia, entonces, de estas declaraciones? Su periplo. Antes de que unas palabras lleguen a una cámara deben sufrir un recorrido de años hasta acceder a una boca. Quizás lo que pasó el 13-F es, simplemente, el acceso de una dinámica a miles de bocas y cámaras. Su puesta de largo. Una señal de donde estamos. ¿Dónde estamos?
HISTORIA DE UN PERIPLO. El antisemitismo no es una anécdota. Es el primer racismo, y el más sostenido, intenso y desmesurado, documentado ya por Flavio Josefo, en el siglo I. Se dice rápido. Su permanencia y excesos confirman, por ello mismo, un barómetro de la Humanidad. En la Península, donde se ubica la sinagoga conservada más antigua de Occidente, la comunidad hebrea conforma una presencia muy temprana e importante. Y, por lo mismo, sometida al aludido barómetro desde muy pronto, a través de figuras como el pogromo. La expulsión de los judíos, en el siglo XV, es una declaración de principios inquietante. Uno de los Estados más antiguos de Europa selló con ella su vocación uniformadora. Aquí, en fin, o éramos uniformes, o no éramos, lo que ha venido a ser una constante política local en la historia, incluso esta mañana a primera hora. España, por el mismo precio, inventa, con ello y para ello, primeras veces y cacharros que llegaron en su efectividad hasta –como mínimo– el siglo XX. Como el concepto certificado-de-pureza-de-sangre, un absurdo que, como su nombre indica, costó varias toneladas de sangre. La libertad de cultos de 1868 permitió el culto discreto, pero no la normalización de esa cultura expulsada e ignorada, que será implícitamente combatida en la Restauración, cuando se impone la idea de que lo español es lo católico. En España no hubo caso Dreyfus, porque era imposible que Dreyfus accediera a un cargo en el Estado. Hubo un suceso que, no obstante, cambió instantáneamente premisas y dinámicas. Se trata de algo incalculado, producido en los años 10 del siglo XX. Una delegación sefardí llegó a Madrid, consciente de la que se avecinaba en Europa, para solicitar al Gobierno la ciudadanía española y, con ella, alguna defensa ante el destino. No la consiguió –se consiguió algo parecido, aparente, testimonial, en el siglo XXI–. Pero la sola presencia de sefardíes en Madrid, mendigando ayuda en un castellano del siglo XV, fue todo un shock cultural, que caló en las dos culturas más activas y funcionales en aquel momento, que tomaron nota. Por una parte, el pensamiento liberal y republicano, que vertebró vergüenza, estupor y, por lo mismo, ecuaciones de tolerancia para una nueva formulación nacional. Y, por otra, el anarquismo, fascinado por la presencia de españoles que habían mantenido una lengua y una cultura, por siglos, sin Estado. Y, por lo mismo, un indicio de que era posible la cultura sin Estado. De aquel contacto y fascinación nació, varias décadas después, lo que sin duda es la mayor obra puntual, y más determinante y polémica, del exilio español: Américo Castro y su España en su Historia. Cristianos, moros y judíos. La España no expulsada en 1939 fue, por otra parte, menos empática ante el fenómeno. El fascismo español, formulado por José Antonio, contempla la cosa hispanidad, que integraba más razas de las previstas, lo que supone cierta ambigüedad ante el racismo. Pero, y en tanto que profundamente católico, ese fascismo solía ser –con pocas excepciones personales, comprometidas y valientes en los años 40– menos ambiguo ante objetos no católicos. Esa ambigüedad es patente, incluso, en una misma biografía. Giménez Caballero, intelectual que se definió como nazi –y, por lo tanto, no católico–, fue un animador de las quemas de libros –esa ceremonia que sella la conexión entre lo semita y el marxismo–, pero también fue autor de documentales, previos a la guerra, en los que, a partir de la antropometría y otras paraciencias nazis, parece querer demostrar que los sefardíes son raza española en diáspora. El Estado de 1939 fue menos ambiguo. Integra el judaísmo como uno de los enemigos tabulados. No fue neutral al respecto, como en ningún otro aspecto, durante la II Guerra Mundial. La muerte de Walter Benjamin –huir de un Estado ocupado a otro fascista y católico no le supuso una ventaja– explica, por sí sola, la existencia del racismo de Estado. El prefijo ‘judeo’ aparece en el pack que define al enemigo, en discursos oficiales, hasta el mismo 1975, por otra parte. La prolongación, hasta fecha tan tardía, de esos términos de cruzada habla del origen fascista de los posicionamientos iniciales, pero, también, de la adaptación de la cultura del Régimen, a lo largo de sus épocas y contextos internacionales, a las propuestas de identidad nacional de la Restauración. Ese es su legado cultural. Y político. Ser el nexo y prolongación entre el siglo XIX y el XXI. La unidad y uniformidad frente a los extraños. La autoformulación ante los extraños. Para recurrir a esa forma de identidad, el Estado ha recurrido al antisemitismo, ese barómetro, al menos en el siglo XV, XIX y XX.
EL BARÓMETRO. Cuando una señora de azul señala un enemigo –no cualquiera; uno formulado en el siglo I y al que se ha recurrido en el XV, el XIX y el XX–, habla de una formulación veterana del fascismo español, enriquecida con el contacto de otros fascismos, más viejos que nuevos y, por lo mismo, residuales. Pero también alude al barómetro. Y eso es lo importante. Al recurrir al racismo más sombrío y profundo, se ilustra una facilidad. El antisemitismo, como alarma, como barómetro, como unidad de medida de la brutalidad, explica que, cuando aparece, hace tiempo que han aparecido otros fenómenos brutales. Por lo que habla de fenómenos invisibles que ya existen en la sociedad como paisaje cotidiano. La sencillez con la que un fascismo se formula, dibuja, así, una sociedad con serias dificultades para formularse. Alude y presupone que la presencia de ‘otros’ a los que culpar es dilatada, que la política hace tiempo que orbita en enemigos, un indicio de que no hay cauces políticos de discusión y cambio efectivos o, incluso, posibles. Orienta a que la política consiste en no canalizar nada, salvo guerras culturales, esa nada. Cuando aparece el antisemitismo es que nos hemos comido etapas sin describir otros racismos y supremacismos más discretos, que han llegado y se han extendido por disfunción de la política, transformada en un partido de fútbol eterno. Cuando aparece es que hay un polvorín social, más amplio y ubicado de forma amplia, que no sabe formularse, tal vez porque no hay sitio en el que formularse, ni posibilidad. Es el sello de una congestión, de un colapso del Estado, mayor del intuido. Es el sello de constituciones y códigos penales disfuncionales. Y, por todo ello, de una crisis social y democrática, esa cosa que sólo se soluciona con sociedad y democracia.
LA CÁMARA DE LOS MUY COMUNES. El 13-F, en el entrañable marco de un homenaje a la División Azul, una señora de azul verbalizó el antisemitismo, a través de una intervención que no era un rap. No es la primera vez que sucede. Tampoco es la primera vez que sucede ante una cámara. ¿Cuál es la...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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