IDEAS
Los filósofos y la internacionalización de su oficio
Sobre cuánto empezaron a circular internacionalmente los filósofos y sobre el inquietante localismo de los pensadores españoles
Ramón Mistral 7/03/2021
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Nada tienen en común los filósofos Slavoj Zîzêk, Mario Bunge, Judith Butler, Giorgio Agamben, Paul Preciado, Enrique Dussel, Ernesto Laclau… –completen si quieren la lista–, salvo esto: que una parte importante de su carrera académica, si es que no toda, se ha desarrollado fuera de sus países de origen. Y que son populares. La gente los conoce, venden más libros que sus colegas, conceden entrevistas, escriben en prensa y han logrado disponer de algo que llamaré dentro de un rato lectores relevantes.
En octubre de 1968 un infarto acabó con la vida de Jean Hyppolite, gran lector de Hegel y, entre otras muchas cosas, director de la tesis doctoral que Jacques Derrida preparaba desde hacía algún tiempo. Nunca lograría terminarla. Un año antes Derrida había publicado tres libros hoy clásicos –La voz y el fenómeno, La escritura y la diferencia, De la gramatología – y todo parecía augurar una brillante, y típicamente francesa, carrera académica: después de Louis-le-Grand y Normal Sup, un puesto pequeño en la Sorbona, la agrégation, el doctorado y todo lo que hiciera falta hasta obtener una cátedra en el Collège de France, inconfesada meta de cualquier intelectual parisino que se precie. La muerte de Hyppolite fue el primero de los obstáculos que impidieron que Derrida lograra esta canonización más o menos habitual entre los filósofos franceses –fue la ruta de Bergson, la de Merleau-Ponty, la de Lévi-Strauss y pronto sería también la de Michel Foucault. Sus diferencias con las redacciones de Tel Quel y Critique, con los profesores más tradicionales, con Ricoeur y Henri Gouhier, por ejemplo, y los durísimos análisis de las posiciones de pensadores mucho más influyentes que él hicieron el resto. Después de la polémica con Foucault en 1971 –“lo suyo”, le dijo el de Poitiers, “no es más que una pequeña pedagogía históricamente bien determinada”–, la editorial Gallimard no quiso saber nada de él. Dijo que Lacan no le había influido y este prácticamente lo excomulgó. Por su parte, Pierre Bourdieu, que acababa de volver de Argelia convertido en sociólogo, le afeó su interpretación demasiado filosófica de la filosofía en las últimas páginas de La distinción. Así que, aunque contaba con el apoyo de algunos profesores, Gandillac, Canguilhem, Aubenque… Derrida tuvo que probar otra cosa. Se tomó en serio la recepción de su filosofía en el extranjero. Inventó –es un decir– la French theory. Y lo que quizás sea más importante: se convirtió en el primer intelectual celebrado en Francia porque antes lo había sido en el exterior. Puede que esté exagerando, que fuera solo uno de los primeros. Tanto da. Sirve como ejemplo.
Derrida se convirtió en el primer intelectual celebrado en Francia porque antes lo había sido en el exterior
Porque consideren lo siguiente: hasta hace no mucho tiempo, un filósofo encontraba sus lectores primero en su ciudad, en su país, a menudo solamente en su propia facultad, y si destacaba, porque su trabajo se consideraba interesante, o por lo que fuera, entonces podía viajar, impartir conferencias en ciudades lejanas, traducir sus libros y discutir sus ideas con sus homólogos en el extranjero. Piensen en Sartre, en Bertrand Russell y en las giras filosóficas de nuestro Ortega y Gasset por Latinoamérica. A lo largo del siglo XX hubo seguramente excepciones, y sobre todo hubo exilios –la escuela de Francfort, Hannah Arendt, Zambrano, Gaos… ya saben – que, junto al desarrollo de transportes y telecomunicaciones, allanaron el terreno para que Derrida y otros después de él pudieran labrarse una reputación académica sin pasar por los circuitos de legitimación típicos de sus países. Para Derrida primero fue Alemania. En el año 69 consigue impartir un breve seminario en la Universidad Libre de Berlín, donde conoce a Rodolphe Gasché (quien traducirá La escritura y la diferencia para Suhrkamp) y a Samuel Weber, por intermediación del cual trabará amistad con Paul de Man. Este último, maravillado por algunas de sus aportaciones, será el que, seis años más tarde, le abra definitivamente las puertas de los Estados Unidos.
En el 68 Derrida había pronunciado algunas conferencias en distintas ciudades de la Costa Este y un curso en la universidad de Baltimore, a la que regresa en el 71 y en el 74. Pero será en enero del año siguiente cuando De Man le comunique su nombramiento como profesor visitante en la Universidad de Yale. Inmenso logro para alguien que hasta entonces solo había sido ayudante en la Escuela de la calle Ulm. Lo que vino después ya lo conocen: auditorios repletos –¡Derrida! ¡Derrida!–, entrevistas para grandes medios, películas documentales, traducciones de sus obras a todas las lenguas imaginables, camisas de colorines y discusiones de altos vuelos. La moda de la deconstrucción, porque fue una moda, que nadie lo dude, tuvo consecuencias desastrosas, pero consiguió que la obra de Derrida llegara a sitios y lectores a los que normalmente no habría podido llegar. Pensadores que hasta entonces no le habían prestado demasiada atención – y esto es todo menos un reproche – comenzaron a hacerlo: Richard Rorty, John Searle, Charles Taylor, Hans-Georg Gadamer, Jürgen Habermas, todos ellos, incluso Paul Ricoeur, juzgaron oportuno examinar en sus libros, artículos y lecciones las propuestas de Derrida; alumnos brillantes se interesaron por su obra –por ejemplo, Catherine Malabou, Jacob Rogozinski y Jean-Luc Marion– , y hasta consiguió un puesto de profesor en París en 1984.
Con pequeñas diferencias, este es el tipo de carrera que han seguido los pensadores que mencionaba más arriba. No faltan las voces que advierten contra los riesgos de la internacionalización del oficio de filósofo –modas intelectuales, mercantilización del conocimiento, homogeneización de los saberes, colonialismo teórico…–, y tal vez tengan razón, pero a menudo se olvidan de la principal de sus virtudes: ofrece a cualquier autor la posibilidad de comunicar y discutir sus ideas con individuos con los que, en principio, solo comparte su interés por la filosofía. El solipsismo teórico, la reflexión ensimismada y los sesgos de confirmación no se interrumpen en la conversación privada. Al contrario, esta los fortalece. Si uno mismo no puede juzgar con absoluta neutralidad sus propias ideas, con menos razón podrán hacerlo sus amigos y mucho menos sus enemigos. ¿Vale la pena escribir para solamente ser leído por quienes buscan o deben favores? ¿Por quienes aplauden o desprecian invariablemente todo lo que uno dice? ¿Tiene sentido hacer filosofía sin estar dispuesto a discutir de verdad –esto es, públicamente y sin concesiones – aquello que se ha escrito? Por supuesto que no. Por eso los filósofos de la vía nacional, los otros, los que tienen éxito primero dentro de sus fronteras, como Foucault, cuando por fin han logrado cátedras, premios, publicar en prestigiosas editoriales y dirigir departamentos, museos y hasta fundaciones, buscan también ser leídos en el extranjero, es decir, no solo por quienes hasta entonces los han apoyado o censurado, sino por lectores igual de competentes, pero ajenos a las disputas entre escuelas que inevitablemente se dan a escala nacional. Si creen que me equivoco, pónganse por un momento en el lugar del estudiante o del joven profesor: ¿a quién será más fácil plantearle públicamente una objeción: al filósofo extranjero, archiconocido o no, o al tres veces catedrático de su propia facultad? Este último, si no lo sabe, lo sospecha: “Tal vez mi trabajo carece de interés y solo me leen, me aplauden y me premian mis amigos, los colegas que esperan de mí un favor, un puesto fijo, mejor pagado, un contrato adjudicado a dedo para uno de sus estudiantes, o los mismos estudiantes que lo quieren –¡lo necesitan!– para sí”. No es lo mismo, no tiene el mismo valor que tu hijo declare que eres uno de los pensadores más importantes de los últimos cien años y que lo hagan, pongamos por caso, Axel Honneth y Jean-Luc Nancy.
¿Y en España? Aranguren, Bueno, Sacristán, Adela Cortina, Manuel Cruz, Reyes Mate, Victoria Camps, José Luis Villacañas, Javier Gomá y compañía. ¿Cómo afrontaron y afrontan nuestros pensadores la internacionalización del oficio? Ah, amigo. Primero de todo: no hace falta ser una eminencia; Noam Chomsky, Martha Nussbaum, cualquiera puede traducir sus textos, enviarlos a editoriales y revistas extranjeras, contactar con profesores y estudiantes de otras universidades, participar en coloquios e incluso distribuir su trabajo por vías menos tradicionales (YouTube, redes sociales, blogs…). También, y sobre todo, los catedráticos, que disponen de tiempo y medios. Así que si los filósofos españoles no consiguen dar a conocer su trabajo en otros países —lo cual está poco menos que científicamente probado— será por algo. No hay ninguno que haya brillado en el extranjero para luego regresar, y el puesto de Ortega sigue vacante (gracias a Dios, también es verdad). ¿Pero por qué?
Si los filósofos españoles no consiguen dar a conocer su trabajo en otros países —lo cual está poco menos que científicamente probado— será por algo
Que ninguno haya seguido la primera vía se explica, sin duda, por los grandes esfuerzos de nuestras instituciones universitarias para retener a los investigadores más talentosos. Lo segundo podría deberse, como algunos sostienen – pienso en ciertos intelectuales que orbitan alrededor de la Fundación Gustavo Bueno–, a una conjura internacional destinada a ningunear a nuestros autores, la leyenda negra, malditos protestantes, judíos y criollos resentidos. Mejor para nosotros, porque ¿quién quiere el reconocimiento de unos conspiradores? Esta hipótesis plantea, sin embargo, algunos problemas de verosimilitud, así que tal vez merezca la pena considerar explicaciones alternativas.
Por ejemplo, los que no intentan dar a conocer su trabajo en el extranjero suelen alegar indiferencia –“¿para qué tanto esfuerzo?”– o amor propio –“¡son los demás quienes tienen que demostrar interés!”. Se trata de una explicación sencilla: no lo consiguen porque no lo intentan y no lo intentan porque no quieren. Otros sostienen, quizás con razón, que no les corresponde a ellos tomar parte en la recepción de su obra, sino solo hacerla pública. Si luego no se quejan de que los chavales prefieran a Zîzêk antes que sus magníficos libros, nada se les puede reprochar. Quedará siempre, eso sí, la sospecha de que aquello que plantean no habría resistido el debate público. ¿Y si algunos solamente fueran pensadores mediocres con miedo a hacer el ridículo fuera de casa y perder el prestigio del que gozan dentro? ¡Es una posibilidad más!
De todas formas, mis preferidos son los otros, los que sí lo intentan, filósofos consagradísimos a nivel nacional, grandes catedráticos que firman en periódicos, que publican un libro o dos al año, perpetuos candidatos o ganadores del Premio Nacional de Ensayo, los cuales, pese a haber publicado alguna traducción y dado pequeñas conferencias aquí y allá, no logran una repercusión internacional remotamente comparable a la de sus homólogos anglosajones, centroeuropeos y latinoamericanos, y, a fortiori, nada que se parezca al reconocimiento del que aquí disfrutan. Puede que haga falta más esfuerzo, más tiempo, más apoyo institucional, que ciertos problemas centrales en España no lo sean en el extranjero… Pero también puede ser que simplemente no interesen porque no sean interesantes, que lo único que tengan que ofrecer sean manuales, resúmenes de ideas ajenas o, en caso de hablar en nombre propio, ideas sencillas, lugares comunes, puntos de vista neutros que a cualquiera se le podrían haber ocurrido. Si fuera así, si tan solo fuera en parte así, la pregunta ya no debería ser: ¿por qué estos filósofos no interesan en el extranjero?, sino: ¿por qué nos interesan a nosotros? ¿Qué mecanismos de legitimación hemos establecido para que pensadores incapaces de conseguir un solo lector relevante fuera de nuestras fronteras acaparen un prestigio análogo al que detentan en sus países figuras como Nancy Fraser, Mauricio Beuchot y François Recanati? Y, por supuesto, todo lo que va con él: puestos, premios, financiación, visibilidad en el espacio público, atención editorial, etc. ¿Qué mecanismos y por qué los perpetuamos?
En junio de 1980, con casi cincuenta años, Derrida se convierte en doctor en filosofía, no mediante una tesis, sino sometiendo ante un jurado sus aportaciones a la disciplina. Emmanuel Levinas, miembro de ese tribunal, interviene al principio de la sesión: “La importancia de su obra, Derrida, lo amplio de su influencia, su público internacional y la cantidad y la calidad de alumnos y discípulos que lo rodean en París lo sitúan desde hace mucho tiempo entre los maestros de nuestra generación. Pero que un filósofo como usted esté sentado –aunque solo sea durante algunas horas– donde usted se encuentra ahora y esté sujeto a la obligación de responder preguntas constituye una oportunidad que hay que aprovechar”.
No pido más.
Nada tienen en común los filósofos Slavoj Zîzêk, Mario Bunge, Judith Butler, Giorgio Agamben, Paul Preciado, Enrique Dussel, Ernesto Laclau… –completen si quieren la lista–, salvo esto: que una parte importante de su carrera académica, si es que no toda, se ha desarrollado fuera de sus países de origen. Y que son...
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Ramón Mistral
Ramón Mistral (1990) es doctor en filosofía por la Universidad de Estrasburgo y especialista en filosofía francesa contemporánea.
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