Política fantástica
El mito como estafa
¿Para qué iba a arremangarse un político si puede conseguir su cosecha de votos sacudiendo banderas y mitos?
Gonzalo Torné 11/03/2021
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Parece indiscutible que los mitos comunitarios, los fundamentales, ¡los fundacionales! son historias que nos dimos entre todos para fortalecer nuestro ánimo y apuntalar la autoestima colectiva, y que resultan beneficiosos y fundamentales en la complicada tarea de recordarnos de lo que somos capaces cuando estamos unidos... pero, un momento, ¡un momento! ¿Qué majaderías son estas? ¿De qué cocina sale esta sopa de imprecisiones? Desde luego hay que ir bien despacio cuando se piensa y no dejarse arrastrar por la inercia de las ideas. Porque, vamos a ver, ¿qué diantres es un mito?
Pobre mito, menudo desorden semántico se agita en su interior. En España somos muy aficionados a la ortografía y a los rudimentos de la puntuación. “¡Atentos con esa diéresis! ¡Que vuelva el solo acentuado!” No toleramos ni una coma entre el sujeto y el predicado, no se nos pasa una sin denunciar, buenos somos nosotros... Pero lo cierto es que los desarreglos de una mala ortografía son menores, los puede subsanar cualquier corrector digital, y un texto inteligente, aunque esté plagado de faltas, seguirá siendo inteligente. Me temo que con tanto celo ortográfico descuidemos los límites del jardín semántico, que nos tomemos en serio la leyenda urbana según la cual los sinónimos significan lo mismo, ¡qué van a significar lo mismo! Los sinónimos se parecen, pero no son iguales, les separan matices, cuya asimilación estrecha nuestro mundo, lo empobrece, como si de dos colores hiciéramos uno. Lo “posible” no es lo mismo que lo “probable”, y conviene tenerlo en cuenta cuando nos enamoramos o jugamos a la lotería.
La palabra mito ha sufrido un deterioro semántico que la vuelve prácticamente inservible fuera de los territorios especializados. Un mito es un espacio flotante entre la “verdad” y la “falsedad”. Un mito no es ni verdadero ni falso, no es verdadero porque lo que cuenta no ha sucedido, y no es falso porque a diferencia de la mayoría de las mentiras transmite un conocimiento útil. El célebre mito de la caverna de Platón no es una falsedad del tipo: “Canadá es la capital de España” pero, ¡ponte ahora tú a buscar la dichosa caverna! El mito proporciona un “saber” envuelto en un suceso imaginario, y es uno de los sistemas de conocimiento más antiguos y eficientes del mundo. Pero pierde buena parte de su eficacia tanto si pensamos que equivale a “trola” (o a “falsedad” o a “mentira”) como si nos da por considerarlo el equivalente a algo que existió de verdad y que molaba mucho, como el mítico bar del Pepe o el bueno de Julio Alberto, mítico lateral.
Todo esto puede parecer “especializado”, pero no comprender el funcionamiento del mito (confundirlo con una mentira o con algo que pasó de verdad, solo que hace demasiado tiempo) abona el camino para que los que sí entienden su funcionamiento se aprovechen de maneras que repercuten en el bolsillo y en el bienestar, porque no se trata de erudición, se trata (como de costumbre) de autodefensa. Porque, vamos a ver, si el mito se nos confunde con una burda trola o con Ton Peralta, mítico barman, ¿cómo reconocer cuando un mito se organiza para pasar como conocimiento una falsedad? Porque los mitos, como el resto de cosas de este mundo, están sujetos a la manipulación.
Los mitos de Estado suelen partir de una mentira para ocultar algo real sobre lo que se quiere correr un tupido velo, pasar página o celebrar con discreción
Fijémonos en los mitos de Estado, los únicos que se conmemoran en público (no hay día de La Caverna de Platón, pese al provecho que procura su lectura). ¿Qué sucede con ellos? Pues que suelen partir de una mentira (algo imaginario que se pretende que pase por verdad) para ocultar algo real sobre lo que se quiere correr un tupido velo, pasar página o celebrar con discreción. La conquista del Oeste es un mito (y una industria cultural) que viene a ocultar un genocidio, la raza aria es otra mentira para justificar (en India o en Alemania) sistemas de dominación social y fantasías racistas; la fundación de Roma, Rómulo, Remo y la dichosa loba, son patrañas para darle categoría de “descubrimiento” a la invasión de un territorio previamente ocupado. La lista de mitos de Estado que flotan sobre baños de sangre es interminable.
La corrupción de los mitos de Estado funciona a diversos niveles. En Cataluña se adoran els fets de 1714 (Barcelona disfruta de un mástil de 1714 centímetros de altura, cumbre de la numerología literal demente), tergiversados para que una guerra de sucesión pase por una guerra de secesión, al pufo histórico se le dedicaron varias exposiciones y un centro cultural permanente, bien es cierto que en lugar de involucrar a historiadores se optó por que lo “curasen” dos humoristas y un payaso. En España el 23-F funciona como mito fundamental, pese a que no se sabe bien qué tendrá de mítico pues las imágenes que repiten cada año puntuales en televisión parecen bastante reales. La corrupción aquí de lo “mítico” pasa por aureolar de prestigio un suceso al que se prefiere honrar a esclarecer, a tenor de la cantidad de papeles que siguen clasificados.
Si no se trata de un mito en sentido estricto, sino más bien del estilo “el mítico bar de Pepe”, ¿por qué no dejarle el trabajo a los historiadores? La pregunta es retórica, lo que se persigue aquí es “fortalecer nuestro ánimo y apuntalar la autoestima colectiva, para que recordemos de lo que somos capaces cuando estamos unidos” y toda la cháchara atorrante del primer párrafo de este artículo. Las preguntas buenas son otras dos: ¿qué vale el 23-F como mito? ¿Y qué espera de sus ciudadanos un Estado que prefiere cohesionarnos mediante mitos? La verdad es que como mito no sé yo si es para sentirse muy orgulloso: una generación incapaz de derrocar en vida a un dictador se las arregla para impedir que se imponga un golpe de Estado surgido de un ejército emponzoñado, en un momento histórico y en un espacio donde la pervivencia de una dictadura parecía inverosímil y seguramente insostenible. El “mito” puede servir como conjuro para los que pasaron miedo aquellas dos noches, pero ¿qué puede decirles a los ciudadanos que han ido naciendo (o despertando a la conciencia política) en los cuarenta años subsiguientes? ¿Que de no haber parado entonces el golpe habría seguido viva la dictadura otros cuarenta años más?
Pero la mitificación de Estado del 23-F es algo más peligroso que la pesadilla de asistir a la narración en bucle de las aventuras de nuestros abuelos cebolleta. Supone situar la cohesión de un Estado en espacios míticos, en valores simbólicos, en supuestos momentos estelares de la historia colectiva que van, año tras año, alejándose y volviéndose más extraños. ¿No sería mejor aprovechar la acción política del presente para construir un Estado con unas leyes más justas, limpio de corrupción, que haga sentir “orgullosos” de vivir en él a sus ciudadanos? Para el poder desde luego que no lo es, uno de los fenómenos más asombrosos de la política contemporánea es la cantidad de gente que prefiere votar por partidos cuyas decisiones políticas contribuyen a empeorar sus condiciones de vida siempre que les den motivos simbólicos para cosquillear su orgullo colectivo. ¿Para qué iba a arremangarse un político si puede conseguir su cosecha de votos sacudiendo banderas y mitos?
Uno podría decir que la pureza del espacio mítico y el complicado lodazal de las leyes son complementarios, que los lunes se puede honrar la bandera, la constitución y el 23-F, y los martes dedicarse al parque de vivienda y a la sanidad. Y es así, pero no sin coste. Que dos instancias convivan no significa que una no le drene recursos a la otra. ¿Para qué dedicar esfuerzos a mitos corruptos o chapuceros que bien podrían dedicarse a la política? ¿Cada vez que un Estado recurre a los poderes cohesivos del mito, no se le está negando al ciudadano la mayoría de edad política que le permitiría “sentirse” orgulloso o avergonzado de donde le toca vivir (Estados en los que todos nacemos por azar, y del que la mayoría no podemos escapar) en base a las leyes, a las políticas y a las condiciones de vida?
Seguramente el Estado español tiene motivos de cohesión laica para sentirse orgulloso: la implantación de una sanidad universal, la precocidad en el reconocimiento de las uniones homosexuales o una protección de las lenguas no oficiales con la que no pueden competir Italia o Francia. Que cada uno ponga sus ejemplos. Pero también es un Estado que impone a sus ciudadanos condiciones de vida vergonzosas: índices de paro juvenil y problemas de acceso a la vivienda únicos en Europa, que llevan casi una década prolongándose sin que, hasta el momento, el Gobierno autoproclamado “el más progresista de la historia” logre cambiar el rumbo ni mitigar sustancialmente el desastre. El Estado tiene otros motivos de preocupación (tensiones territoriales, la degradante ley mordaza, los abusos de las compañías eléctricas...) pero los antes mencionados son “estructurales” en el sentido más útil de la palabra: dificultan enormemente plantear y desarrollar una vida decente en el Estado español. Quizás convendría, por lo menos mientras dure la legislatura así llamada progresista, aplazar las celebraciones míticas y dedicar el espacio que se le regala al 23-F a la infame situación de los alquileres y el paro, con tertulias, datos y estadísticas, por lo menos dos veces por semana, a modo de recordatorio de nuestro vergonzoso Estado social y político, hasta que veamos alguna mejora.
Parece indiscutible que los mitos comunitarios, los fundamentales, ¡los fundacionales! son historias que nos dimos entre todos para fortalecer nuestro ánimo y apuntalar la autoestima colectiva, y que resultan beneficiosos y fundamentales en la complicada tarea de recordarnos de lo que somos capaces cuando estamos...
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Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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