Reseña
Lapuente contra Narciso
Sobre ‘Decálogo del buen ciudadano’
Ignacio Sánchez-Cuenca 19/03/2021
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Detalle del cuadro Inocencio X, de Francis Bacón.
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¿Se puede disfrutar de un libro con el que tienes desacuerdos de fondo en muchos puntos? Después de leer el último libro de Víctor Lapuente, Decálogo del buen ciudadano. Cómo ser mejores personas en un mundo narcisista (Península, 2021), mi respuesta es afirmativa. He encontrado estimulante cada página de este volumen y me ha obligado a pensar y repensar sobre un montón de asuntos difíciles e importantes. El libro se lee con placer, es muy entretenido. Además, está escrito en una prosa muy sencilla, que puede llegar a resultar engañosa, pues oculta un conocimiento enciclopédico sobre los temas más variados. El autor ha leído muchísima literatura sobre nuestra época, pero también sobre economía, sobre psicología, sobre religión, sobre política. Esas lecturas son el andamiaje invisible que sostiene el libro.
Lapuente es uno de los autores más originales y arriesgados que tenemos en España. Bien conocido por su anterior ensayo, El retorno de los chamanes (2015), y por sus colaboraciones en los medios, es además un académico prolífico, con excelentes publicaciones en las revistas internacionales de su campo de trabajo. Su libro tiene la intención explícita de generar debate y, por lo tanto, no debería quedar cubierto ni por un mar de elogios ni por el manto de la indiferencia. Como académico y ciudadano, me he sentido interpelado constantemente y por ello no creo que haya mejor homenaje al libro que discutirlo.
El Decálogo del buen ciudadano es un libro difícil de clasificar. Se inspira formalmente en el best seller de Jordan Peterson, 12 reglas para vivir, mezclando reflexiones sobre los temas más variados con preceptos destinados a hacer de nosotros mejores ciudadanos. Ofrece un diagnóstico de nuestro tiempo y una solución basada en la transformación de nuestras motivaciones y aspiraciones. El libro es casi religioso, pero no porque hable mucho de dios, sino porque ofrece un camino de salvación personal.
El volumen se organiza en torno a diez preceptos de inspiración estoica, una tendencia al alza en círculos intelectuales y empresariales. Supongo que, a medida que el mundo se vuelve más incierto y amenazante, la tentación de mirar dentro de nosotros mismos y encontrar allí la paz interior, al abrigo de las inclemencias políticas, económicas y medioambientales que nos azotan, resulta irresistible. Algunos de estos preceptos, formulados con la suficiente abstracción, parecen irreprochables; por ejemplo, Lapuente nos conmina a ser agradecidos, a reconocer lo mucho que dependemos de los demás. Es también difícil de cuestionar el cultivo de las siete virtudes capitales (coraje, templanza, prudencia, justicia, amor, fe y esperanza) o la llamada a entender las razones de tu adversario. Otros mandamientos, en cambio, son más discutibles, como cuando nos insta a amar “a un dios, o una patria, por encima de todas las cosas” (p. 108). De esto hablaré con más calma en un momento.
Supongo que el decálogo se podría mantener incluso si los diagnósticos sociales que realiza Lapuente estuvieran completamente equivocados, pero a mí, en cualquier caso, lo que más me ha interesado, y lo que me parece más discutible, son los diagnósticos, no los mandamientos.
La tesis fuerte del libro se puede resumir en pocas palabras: el individualismo se ha hipertrofiado en las sociedades contemporáneas, hasta el punto de que padecemos un narcisismo generalizado. “Hemos abandonado los viejos códigos morales que controlaban nuestro impulso natural al endiosamiento, y facilitaban así el progreso de la humanidad” (p. 17). El narcisismo ha ido desintegrando la sociedad, que ha perdido el impulso colectivo de mejora. Según Lapuente, vivimos una fase de “decadencia moral”, el estadio que precede históricamente al hundimiento de los imperios y las naciones (p. 31). Carecemos de una “narrativa moral” porque hemos dado la espalda a la religión (p. 83). En lugar de un propósito trascendente, nos dejamos guiar por ideologías políticas. En consecuencia, la política ya no es un debate sobre cuestiones materiales, sino una guerra cultural permanente dominada por la polarización y la desconfianza hacia el otro. Actuamos según el principio del placer, buscando la gratificación inmediata en todos los ámbitos. Nadie se siente responsable, nadie está dispuesto a hacer nada desinteresadamente en beneficio de la sociedad (p. 232). Demandamos derechos, pero rechazamos las obligaciones (p. 257).
Las causas de esta situación tan lamentable se deben, en partes más o menos iguales, a los “rojos” y los “azules”, como diría Albert Rivera. Los azules se han vuelto individualistas neoliberales, consideran legítima la codicia como guía de acción, ensalzan el consumo y la acumulación y creen que la sociedad no es más que una suma de individuos. Los rojos, por su parte, han abrazado el relativismo, es decir, el individualismo cultural, un individualismo que puede ser anticapitalista incluso, pero que resulta tan paralizante como el de los azules. El relativismo de la izquierda proviene, no podía ser de otro modo, de Mayo del 68.
Todo el libro aparece lastrado, a mi juicio, por una visión hipercrítica con el presente y benigna con el pasado. Ocurre así habitualmente con los ejercicios de conservadurismo nostálgico
Ambos, rojos y azules, neoliberales y progres, comparten la felicidad individual como bien supremo. Los azules se han olvidado de dios, los rojos de la patria. Cuando había dios y patria, las sociedades estaban bien ordenadas y los ciudadanos se sometían a un orden trascendente. A muchos les llamará la atención la identificación de la izquierda con la patria. La izquierda, desde sus orígenes, ha buscado la justicia social, encarnada en el ideal socialista, un ideal emancipador que busca que todos los seres humanos tengan los recursos necesarios para la autorrealización plena. De esa aspiración universal proviene su internacionalismo. Luego las cosas se complicaron, el SPD votó los créditos de guerra, la URSS se concentró en el socialismo en un solo país, Fidel dijo aquello de “Patria o muerte”, etc. Pero ya fuera a escala nacional o supranacional, el ideal de la izquierda no era la patria, sino el socialismo.
El autor complica aún más la cosa trazando una diferencia tajante entre patriotismo y nacionalismo que no convencerá a muchos. Así, el patriotismo es el amor a la nación (p. 97), mientras que el nacionalismo consiste en sentirse superior a otros (p. 110). Expresada de esta forma, la distinción, me temo, no resulta demasiado rigurosa, pues el amor a la nación se ha combinado históricamente con las peores formas de supremacismo (colonialismo, esclavismo, guerras de rapiña, violación de los derechos de las minorías, etc.). Entre quienes han estudiado el nacionalismo, esta forma de contraponer patriotismo (bueno) y nacionalismo (malo) suele considerarse una simpleza. El nacionalismo es un fenómeno demasiado complejo y variado como para poder reducirlo a un sentimiento de superioridad.
No estoy seguro de la razón por la que Lapuente limita el ámbito de lo transcendente a dios y la patria. Acabo de referirme a un ideal, el del socialismo, que creo que no se deja subsumir en los dos mencionados, pero cabe pensar en otros: el cuidado del medioambiente, el cultivo de la cultura y el arte, la libertad, etcétera. Quizá todo ideal que vaya más allá del individuo cumpla una función parecida a la que realizan dios y patria, pero en ese caso la tesis pierde buena parte de su mordiente.
Todo el libro aparece lastrado, a mi juicio, por una visión hipercrítica con el presente y benigna con el pasado. Ocurre así habitualmente con los ejercicios de conservadurismo nostálgico. En este sentido, el autor pasa por alto la opresión que reinaba en otros tiempos de todos aquellos que no encajaban en el molde social dominante, ya fueran las mujeres o las minorías étnicas, sexuales o ideológicas. Además de la idealización del pasado, en el libro apenas se presta apenas atención a las nuevas formas de cooperación y acción colectiva que se dan en nuestras sociedades, desde los grupos medioambientales hasta la red internacional de organizaciones no gubernamentales, pasando por el software libre y otras muchas formas de ayuda mutua. Incluso si aceptáramos que el narcisismo se ha expandido peligrosamente, convendría recordar que, simultáneamente, tenemos una conciencia cada vez más afilada que rechaza toda forma arbitraria de opresión y marginación.
Mi desacuerdo principal con la tesis y el tono empleado consiste en que se recurra a la condena moral antes de haber llegado a un entendimiento cabal de lo que está ocurriendo
El individualismo, con múltiples retrocesos y en grado muy variable en distintas zonas del planeta, ha ido ganando protagonismo desde hace siglos. En cada una de las fases de empoderamiento del individuo frente a la familia, la corporación, el Estado, etc., hubo siempre voces angustiadas que anunciaban que el mundo entraba en una fase de anomia acelerada, que las certezas desaparecían y que el tejido social y moral se deshacía. Este género, al que podríamos llamar jeremiada, tiene una larga tradición. El mejor antídoto contra el mismo es reparar en que, con el paso del tiempo, lo que algunos experimentaron en su día como una quiebra y una pérdida, acabó transformándose en una normalidad asumida universalmente. Lapuente, por ejemplo, comenta el papel que tuvo el cristianismo en la evolución del matrimonio por conveniencia al matrimonio mediante el libre consentimiento de las partes (p. 131). Para él, se trata de una mejora, de un progreso, y se congratula de que la Iglesia fuera en la dirección correcta. Pero, por supuesto, en su momento, hubo quienes advirtieron de que el matrimonio libre rompía las bases morales de la sociedad. De la misma manera, cabe imaginar que en no mucho tiempo las familias unipersonales, la búsqueda de pareja a través de las redes sociales, el exhibicionismo sentimental y otros fenómenos similares que Lapuente interpreta como consecuencia de un narcisismo exagerado, nos terminen pareciendo algo perfectamente normal.
Mi desacuerdo principal con la tesis y el tono empleado en Decálogo del buen ciudadano consiste en que se recurra a la condena moral antes de haber llegado a un entendimiento cabal de lo que está ocurriendo en nuestra época. En este sentido, me ha sorprendido la poca atención que se presta al cambio cultural que vienen experimentando las sociedades occidentales desde finales de los años sesenta del siglo pasado. Las generaciones que nacieron después de la Segunda Guerra Mundial han tenido sus necesidades económicas más o menos cubiertas y no han sufrido el hambre, ni el exilio ni otras penalidades que fueron frecuentes en otros tiempos. De ahí que hayan tenido más oportunidades para ocuparse de otros asuntos más relacionados con el “ego” (lo que Ronald Inglehart ha llamado “valores auto-expresivos”, relativos a los estilos de vida, la igualdad, la búsqueda de la autenticidad, el rechazo de la guerra y la violencia). Nunca antes habíamos disfrutado de tanta libertad personal.
No negaré que la coincidencia de cambio cultural y redes sociales ha hecho que la imbecilidad humana sea más visible que nunca, pero resulta muy difícil concluir que el nivel absoluto de imbecilidad haya aumentado con respecto a épocas anteriores. Cada etapa histórica ha tenido sus manifestaciones de necedad. Y sus patologías, que quedan bien reflejadas en el libro: en nuestro tiempo, el narcisismo, la soledad, el desequilibrio mental.
Javier Gomá ha planteado usar el “velo de la ignorancia” con respecto a la elección de un periodo histórico en el que vivir. Si alguien no sabe nada sobre sí mismo, sobre sus capacidades y orígenes familiares, ¿en qué época tendría más oportunidades? Su respuesta es clara: la presente. Y creo que no solo por la esperanza de vida o el bienestar material, también la libertad desempeña un papel. La tiranía tecnológica y de las redes sociales se me antoja ligera en comparación con la tiranía de una familia autoritaria, un Estado paternalista o una sociedad en exceso moralista.
La impugnación de la historia suele resultar fútil. Podemos, sin duda, atemperar los males del individualismo con dosis de estoicismo, pero asistimos a cambios de fondo que establecen un nuevo horizonte de libertad individual. La condena genérica de estas grandes transformaciones no nos llevará muy lejos, como tampoco nos aliviarán los ejercicios nostálgicos de la derecha y la izquierda, ya sea el regreso a la comunidad religiosa o la reafirmación obrerista de la clase trabajadora como fuente de sentido político.
El mayor riesgo del libro de Lapuente, a mi juicio, consiste en confundir el cambio cultural con un retroceso moral. Las formas de la sensibilidad cambian y evolucionan. Los seres humanos tratamos de adaptarnos como podemos, a veces a un coste personal importante. Pero antes de denostar los cambios culturales en los que estamos inmersos, deberíamos entender de dónde proceden y por qué se producen. Ese ejercicio de análisis nos permitiría poner en la balanza lo que va quedando por el camino y lo que vamos ganando a medida que lo recorremos. El resultado podría ser más útil que una impugnación genérica.
Expresado este desacuerdo, déjenme concluir de este modo: las cuestiones que plantea el libro de Víctor Lapuente son capitales y las respuestas que aporta son provocativas, originales y controvertidas. Es una combinación ideal para estimular un debate que debería tener continuidad.
¿Se puede disfrutar de un libro con el que tienes desacuerdos de fondo en muchos puntos? Después de leer el último libro de Víctor Lapuente, Decálogo del buen ciudadano. Cómo ser mejores personas en un mundo narcisista (Península, 2021), mi respuesta es afirmativa. He encontrado estimulante cada página...
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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