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La cuestión del género

Sirve, y mucho

Reflexiones al hilo de “Si la filosofía sirve para algo”, de Maite Larrauri

Tere Maldonado 24/03/2021

<p>Pintura abstracta rosa y azul.</p>

Pintura abstracta rosa y azul.

Piqsels

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Toda profesora de filosofía de secundaria se ha enfrentado alguna vez a la pregunta, no precisamente benévola, de si la filosofía sirve para algo. Pregunta capciosa que no se la hacen por primera vez sus estudiantes, ni sus colegas, sino mucho antes, sus propios padres, cuando les informó de que era eso lo que quería estudiar. Mucha gente del ámbito de la filosofía cedemos a veces a la tentación de regodearnos vanidosamente en la boutade (o no tanto) de que la filosofía no sirve para nada y que, además, en ello reside su grandeza y su interés.

Voy a partir aquí de un convencimiento relativo al artículo de Maite Larrauri “Si la filosofía sirve para algo”: no sé la filosofía, pero su artículo sirve, y mucho. En primer lugar, para poner cordura y pensamiento sosegado a un debate demasiado desquiciado. Muchas feministas lo agradecemos. Y como una virtud de su contribución es aportar reflexión a una discusión inevitable, me propongo introducirme en ella mínimamente, suscribiendo algunas de las cosas que defiende Larrauri y discrepando de otras.

––––––––  

Empieza Larrauri por poner sobre la mesa su punto de partida como lo que es: un axioma que no se demuestra. Los axiomas no se demuestran o bien porque son autoevidentes, o bien porque son indemostrables. En este último caso, asumimos que, en análisis que tienen que ver con asuntos humanos, a veces hay que partir de una decisión inargumentada a favor de una postura teórica u otra. Las cuestiones humanas (éticas y políticas, entre otras), en el límite, no se pueden fundamentar. A veces, esta imposibilidad de fundamentación última se vive con desesperanza y perplejidad, otras se asume con alegría, y aun otras se reniega de ella y se buscan desesperadamente fundamentos sólidos en los que asentar el análisis y las propuestas. Esto último no resulta fácil en un mundo en el que, como vio Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.

Larrauri sitúa el punto de partida de su análisis en la afirmación (tan nietzscheana y tan foucaultiana): “No hay nada en los seres humanos que no sea histórico”. No digo que no suscriba en absoluto esa afirmación, pero no puedo compartirla sin matizarla. Larrauri nos dice que si no asumimos este axioma, no aceptaremos la argumentación que sigue. Yo creo que se acepte o no la premisa, merece la pena seguir leyendo. Porque, aun discutiendo ese punto de partida, el razonamiento que sigue no se ve privado de sentido.

Además de autores tan bien conocidos por Larrauri como Nietzsche y Foucault, otros muchos pensadores y pensadoras ratifican esta idea de forma fuerte: Ortega, Beauvoir, Sartre, por mencionar algunos. El dictum orteguiano según el cual el ser humano no tiene naturaleza, sino historia, puede ponerse al lado del de Sartre que afirma que los seres humanos carecen de esencia y son sólo existencia. Este, a su vez, está cerca del planteamiento de Beauvoir, que entiende el ser humano como anti-physis, anti-naturaleza.

Todo feminismo tiene algo de constructivista, es obvio, pero creo que algunas corrientes feministas adolecen de lo que podemos llamar híper-constructivismo

Estas posturas filosóficas entroncan con las posiciones constructivistas en el campo de la sociología. Todo feminismo tiene algo de constructivista, es obvio, pero creo que algunas corrientes feministas adolecen de lo que podemos llamar híper-constructivismo. Hay en estas concepciones (sean las versiones historicistas, las existencialistas o las social-constructivistas) algo de reacción pendular a la sociobiología que alcanzó una cima de su desarrollo en los años setenta del siglo XX, con la publicación de Sociobiology: the new synthesis, de E. O. Wilson, en 1975, pero que venía desarrollándose en los años anteriores. En el ámbito filosófico y sociológico, los planteamientos de la sociobiología y, en particular, los de Wilson, han sido desacreditados repetidamente por reduccionistas. Se ha denunciado, con razón, a la sociobiología por biologicista y se la ha rebatido explicando que el origen último de nuestro comportamiento, así como la comprensión cabal de lo que somos, “no está en los genes”, por decirlo con el título de un libro que fue de cabecera en este debate en los años ochenta.

Los planteamientos biologicistas sitúan la explicación final de lo humano en nuestra biología, en el hecho incontrovertible de que somos una especie animal. Cabe señalar ya que, primero, no toda concepción que recurre a la biología es biologicista; y, segundo, que frente a lo que tal vez pueda parecer a primera vista, no hay una correlación unívoca entre planteamientos de base biológica y conservadurismo político, de un lado, y constructivismo social y posiciones progresistas o emancipadoras, del otro. No puede dudarse de que la especie animal que somos ocupa un lugar en el tablero en el que se distribuyen los seres vivos, valga la metáfora que, aunque defectuosa, tiene la virtud de situar a todas las especies en el mismo plano, para no entrar ahora en diferencias jerárquicas entre ellas. El rechazo del biologicismo no debe llevarnos a oponernos a la biología, ni a la ciencia en general. Dejemos eso para los obispos y otros integristas.

Porque también se han cometido excesos por el lado del hiperconstructivismo. Por lo que se refiere al feminismo, la afirmación de Judith Butler de que el sexo es tan construcción social como el género es un ejemplo palmario. El hiperconstructivismo, es decir, la concepción de que absolutamente todo, y en el mismo sentido, es un constructo social es muy dañino y peligroso. Por dos razones: no describe la realidad fielmente y tiene consecuencias políticas indeseables. Si todo es construcción social, al decir de algo en particular que lo es no estamos diciendo nada. Ciertamente, en tanto que seres simbólicos, nunca tenemos acceso a la naturaleza de forma in-mediata, sino sólo de forma mediada. Accedemos a la realidad mediante conceptos socialmente construidos. Y el concepto de sexo o de cuerpo, que no es el mismo en todas las culturas ni en todas las épocas, incide en nuestra vivencia del sexo y del cuerpo: la modela, la condiciona, la limita. Pero eso no significa que no haya más cuerpo o más sexo que el que el proyectamos en nuestra interpretación mediada por los conceptos vigentes en nuestro tiempo o cultura. La relación entre sexo y género es un poco como la que hay entre las neuronas y la mente: por muy interrelacionadas que estén, es un error confundirlas. Desde luego, si el sexo o el cuerpo son construcciones sociales, no pueden serlo en el mismo sentido que lo es el género. Reconocer que vivimos o interpretamos la menstruación de una determinada manera no significa que la menstruación se reduzca a esa interpretación que de ella hacemos. Una cosa es afirmar que nuestro destino no está en la biología y otra olvidar que somos una especie animal. Por eso tiene sentido la denuncia feminista de los sesgos androcéntricos en la investigación farmacológica, por ejemplo.

Homo sapiens es una especie animal, sin duda. Pero, a la vez, no puede negarse que es una especie animal muy singular, como dice el filósofo Víctor Gómez Pin. Ciertamente vinculada al resto de especies animales pero también muy alejada de ellas. La visión  de lo humano forjada por la tradición del pensamiento moderno en Occidente ha subrayado nuestra distancia con respecto al resto de animales, estableciendo un abismo a veces insalvable entre animales humanos y no humanos. Según la crítica contemporánea ecologista y ecofeminista, ahí está la base del antropocentrismo del que adolece toda la cosmovisión occidental y que ha tenido consecuencias tan catastróficas para la salud de la vida en el planeta. Hemos concebido la naturaleza como nuestra propiedad particular y estamos a punto de agotar nuestro propio hábitat y el de todas las demás especies.

Hasta qué punto el sapiens es simplemente un animal más y en qué medida ha dejado atrás su animalidad para convertirse fundamentalmente un ser de historia y de cultura es una cuestión abierta. Seguramente eternamente abierta, aunque el debate se va aderezando con nuevos ingredientes provenientes del campo de las neurociencias. El feminismo no es unánime en este asunto, sobre todo porque no se trata ya de quedarse con el pack completo de un lado o del otro (nature vs. nurture, biología o cultura, todo innato o todo adquirido), como ocurría cuando se debatía el tema el siglo pasado. Hoy se trata de hilar muy fino en una cuestión compleja en la que entre el blanco y el negro hay una gama muy nutrida de colores.

Frente tanto al insostenible hiperconstructivismo como al biologicismo reduccionista, cabe explorar una tercera vía que, reconociendo las aportaciones de la biología de los mamíferos que somos, no nos reduzca a algo que evidentemente no somos, a saber, una especie animal como las demás a todos los efectos.

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Larrauri afirma que “las personas trans salen de un sexo para instalarse en el otro, pero dejan intacto el andamiaje”. Aunque ella evita entrar en la distinción sexo/género, algunas personas trans, más que salir de un sexo lo hacen de un género. Cierto que eso también lo hacen personas que no son trans: gracias al feminismo los géneros son algo mucho menos estático y rígido de lo que solían.

Pero yendo a la cuestión del andamiaje. Las personas trans ¿dejan intacta la estructura de los géneros binarios patriarcales? Sí y no. Podemos hacer un paralelismo con lo que ocurre cuando las mujeres se introducen masivamente en ámbitos tradicionalmente  masculinos. Como veremos enseguida, el que llamábamos antes feminismo de la diferencia denunció este hecho como poco transformador y demasiado conformista con el marco establecido (el andamiaje, en la metáfora de Larrauri). Para este feminismo no se trata de que las mujeres se incorporen al mundo de los hombres sin cuestionarlo, se trata de transformarlo. Sin embargo, estando relativamente de acuerdo con ello, creo que hoy podemos decir que la incorporación masiva de mujeres a ámbitos muy masculinizados no los deja como estaban, aunque podamos discutir hasta dónde los modifica.

De forma similar, el hecho de que algunas personas pasen de un sexo-género al otro, o deambulen por la frontera entre ambos, no deja el esquema inalterado. Entre otras cosas, porque la estructura binaria patriarcal de los géneros incluye en su misma definición vincularlos a un soporte biológico. Sin esta base sobre la que se apoyan los géneros, el esquema se ve modificado en su mismo fundamento. En el andamiaje binario patriarcal es obligatorio que las hembras se conviertan en mujeres, los machos en hombres, y que no haya nada más en el medio o al margen de esas dos opciones.

En el andamiaje binario patriarcal es obligatorio que las hembras se conviertan en mujeres, los machos en hombres, y que no haya nada más en el medio o al margen

Pero creo que lo que afirma Larrauri tiene también algo de cierto. Cierto, pero limitado, porque que las personas trans no alteren el esquema no deja de ser trivial: lo mismo puede decirse de las personas no trans (o cis), también ellas dejan el andamiaje intacto. En realidad, hay tanto personas trans como personas cis que representan o encarnan formas muy poco masculinas de ser hombre y formas muy poco femeninas de ser mujer. Lo hacen por iniciativa consciente o por inclinación inconsciente, pero casi siempre vinculado a una toma de conciencia feminista. Y desde luego, propiciado por el cuestionamiento de modelos que el feminismo ha traído.

Creo que hoy, al margen del activismo transfeminista, está apareciendo en los ambientes feministas una tímida y minoritaria pero decidida reivindicación y celebración de las lesbianas con pluma como mujeres masculinas. Pese a Wittig, son mujeres, incluso muy masculinas, que no quieren ser hombres trans. Es una vuelta a discursos y concepciones que fueron habituales hace algunas décadas, cuando ni siquiera existía un término como transgénero.

Sin duda, como explica Larrauri, el binarismo está en cuestión desde hace tiempo por efecto de la acción crítica y transformadora del feminismo. Que la transexualidad, y lo trans en general, sirvan para apuntalar el binarismo es una paradoja. Pero una paradoja ineludible en el laberinto y el juego de espejos enfrentados en que se convierte el sistema sexo/género en cuanto se mueve un poco. La paradoja deviene casi contradicción cuando feministas que temen un hipotético borrado de las mujeres (sic) se reclaman a la vez abolicionistas del género. No menos que cuando feministas que cuestionan el binarismo admiten sin problematizar que haya personas que pasen de un sexo-género al otro.

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Como cabía esperar, Maite Larrauri tiene algunas cosas que decir en relación con el feminismo de la diferencia y el feminismo de la igualdad, dicotomía que hoy no divide las aguas feministas tanto como lo hizo antaño. Resultaba llamativo que no apareciera en el debate esta cuestión, porque algunas cosas que están diciendo aquellas que discuten la inclusión de lo trans en el feminismo remiten a ella inexorablemente. Larrauri explica que en los ochenta la corriente dominante del feminismo era el feminismo de la igualdad. Este feminismo rechazaría, según dice,  la existencia de una diferencia sexual que explicara las discriminaciones sufridas por las mujeres. Frente a este feminismo de la igualdad, el feminismo de la diferencia buscaba poner en valor la experiencia  de las mujeres. Esa idea a la que me he referido antes de no se trata de incorporarse sin más a lo masculino, sino de cuestionarlo.

Maite Larrauri pone de manifiesto aquí otra indudable pero chocante paradoja: el esencialismo que refleja la corriente feminista que más se está oponiendo a la inclusión de lo trans en el feminismo. Porque muchas de las feministas que están en esa posición se identifican con un feminismo de la igualdad que no sólo se suponía libre de tal lastre, sino que recriminaba a las defensoras de la diferencia el serlo, ser esencialistas, y en algunos casos ser además biologicistas… ¡tal y como están resultando ellas ahora! Larrauri se lo recuerda, un poco maliciosamente, tal vez, pero con toda la razón. Su artículo no se adentra en el debate igualdad/diferencia, un debate en buena medida del pasado, que ahora retorna de forma velada. Ella no alude a que, además de feminismo de la diferencia “historicista” hubo también feminismo de la diferencia “biologicista”. Pero, en todo caso, tanto el feminismo de la diferencia como el de la igualdad fueron complejizándose y reconociéndose recíprocamente, de facto, unas cuantas cosas. Para mí es un buen resumen la síntesis de Celia Amorós según la cual el feminismo de la diferencia acertó en la crítica al androcentrismo mientras que el feminismo de la igualdad lo hizo en la reivindicación de derechos. Ambos son hoy patrimonio de todas las feministas[1].

Creo que, en la coyuntura actual, una forma de que afloren posturas feministas transversales a los compartimientos estancos en los que nos estamos atrincherando pasa por plantear la discusión en términos de humanismo/posthumanismo (o transhumanismo).

Por lo demás hay convergencias que pueden ser puntos de partida para seguir discutiendo. Algunas de las cosas que dice Larrauri son ampliamente compartidas por feministas trans y no trans. Por ejemplo, eso de que no es exactamente lo mismo ser mujer trans y ser mujer no trans (o cis) lo plantea Miquel Missé en A la conquista del cuerpo equivocado. Yo misma también lo he apuntado en el artículo “Cis/Trans: algunas consideraciones lingüísticas” en Pikara Magazine.

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Volviendo a la pregunta de si la filosofía sirve para algo, creo que en todas las vueltas y revueltas que estamos dando a la cuestión está faltando precisamente un enfoque netamente filosófico. Cuando nos preguntamos qué es una mujer, qué es un hombre, y en qué consiste serlo, estamos planteando una cuestión también ontológica. No digo que no tenga además aspectos biológicos, psicológicos o antropológicos, o que no se pueda plantear históricamente, rastreando qué se ha entendido en distintos momentos y lugares por ser mujer o por ser hombre, pero es una cuestión de ontología, de ser. Cuestión filosófica que tiene implicaciones ético-políticas y que necesita nutrirse de otras disciplinas (la antropología cultural, la biología evolucionista, etc.) pero sabiendo que ninguna ciencia particular zanjará la cuestión, porque no es una cuestión científica.

La filosofía sirve, y nos tiene que ayudar a entrar a una reflexión colectiva compleja y civilizada sobre la enmarañada e intrincada cuestión del género.

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Tere Maldonado pertenece a feministAlde y es profesora de filosofía en Enseñanza Secundaria.



[1] A muchas feministas de la diferencia de aquellos años, incluyendo acaso a la propia Larrauri, puede no agradarles esta mención de la filósofa Celia Amorós como si de una jueza imparcial se tratara, dado que fue una parte muy significada en la disputa. Su artículo “La política, las mujeres y lo iniciático” en El Viejo Topo  (núm. 100, octubre, 1996) en polémica con otro publicado unos meses antes en la misma revista (“Fin del Patriarcado. Ha ocurrido y no por casualidad”, en el número 96, en mayo) por varias autoras vinculadas a la Librería de Mujeres de Milán es prueba de su parcialidad en la discusión. Sin embargo, no creo que ello elimine el hecho de que, efectivamente, Amorós hace  un reconocimiento a la aportación del feminismo de la diferencia. No olvidemos que defendió también algunos planteamientos de una autora referente para el feminismo de la diferencia español, como fuera Victoria Sau.

Toda profesora de filosofía de secundaria se ha enfrentado alguna vez a la pregunta, no precisamente benévola, de si la filosofía sirve para algo. Pregunta capciosa que no se la hacen por primera vez sus estudiantes, ni sus colegas, sino mucho antes, sus propios padres, cuando les informó de que era eso...

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Tere Maldonado

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