EL SALÓN ELÉCTRICO
Las mil almas del cine comunista
Estos rojos sabían hacer buen cine, lo reconocerán hasta los más furibundos anticomunistas, no todo va a ser hambre y piojos
Pilar Ruiz 27/03/2021
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Cartel promocional de Octubre, de Serguéi Eisenstein y Grigori Aleksándrov.
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Una bandera roja ondea bajo la Puerta del Sol. A pesar de que el proletariado ya no exista –el capitalismo lleva décadas convenciéndonos de que todos somos clase media–, su dictadura amenaza a la democracia. Ah, qué nostalgia de los bellos tiempos del PCE de Carrillo y el eurocomunismo, incluso los de la domesticada IU que unos jóvenes se pimplaron en el pacto de los botellines. “Comunismo o Libertad”: elocuente. Aunque haga tres décadas de la caída del Muro de Berlín, si está usted radicado en Madrid –que es España– elija la papeleta adecuada o verá El acorazado Potemkin (1925) navegando por el Manzanares. Ya están calentando sus cámaras los nuevos Eisenstein, Vertov, Kuleshov, Pudovkin… Estos rojos sabían hacer buen cine, lo reconocerán hasta los más furibundos anticomunistas, no todo va a ser hambre y piojos. Al menos hasta el comienzo de las purgas; vanguardias artísticas versus realismo siberiano. Hubo que esperar décadas para ver en pantalla la pulsión destructora de la revolución rusa contra sus artistas e intelectuales: Doctor Zhivago (Lean, 1965) mostraba dos de las muchas almas bolcheviques; la del sibilino estratega y la del idealista convertido en homicida feroz. Ambos persiguen poetas (el alma de Rusia) y pasean por un Moscú de pega: era Madrid.
Estación de las Delicias (Madrid), Moscú de Zhivago
Después de la caída del Muro, los cineastas rusos ajustaron cuentas de manera definitiva con su pasado soviético y estalinista. Mijalkov con ecos de Chejov en Quemado por el sol (1994) –secuela tan prescindible como la deriva ultranacionalista del director– o Chujrai en Vor, el ladrón (1998) terrible metáfora sobre Stalin como padre putativo y criminal. Los peliculeros de la órbita del Telón de Acero –término acuñado por Goebbels– también llevan décadas denunciando los crímenes comunistas (Esos subvencionados, ya se sabe; siempre hablando del pasado). Un botón de muestra: RDA, La vida de los otros (Donnersmarck, 2006) y Good bye, Lenin, (Becker, 2003); Polonia, Cold War (Pawlikowski, 2018); Rumanía, 4 meses, 3 semanas y 2 días (Mungiu, 2007). Y en la antigua Yugoslavia, Papá está en viaje de negocios (Kusturica, 1985), con padre deportado por hacer un chiste sobre Stalin. Kusturica, bosnio que defendió el ultranacionalismo serbio y los crímenes de Milosevic y Mladic durante la guerra de los Balcanes, también ha firmado un documental hagiográfico sobre Pepe Mujica (2018). Ser balcánico debe de ser complicado.
Pero ¿se pueden hacer bromas sobre un genocida como Stalin? Las derivas censoras reprochan estas gracietas, pero los creadores no tienen dudas: no solo se puede sino que se debe. Ahí tienen la desternillante La muerte de Stalin (Iannucci, 2017), quizá más realista que un documental emitido a las 2 de la mañana. Además, hay que recordar que la bolchevique más famosa de la Historia, Ninotchka (Lubitsch, 1939) sale de una comedia pura.
Garbo bolchevique
Otro tipo de comedia es La chinoise (1967) con Godard derramando su afamada mala leche sobre el maoísmo en el que militó. Porque si alguien conoce bien el comunismo es el cine francés; llevan caminando juntos desde los años 30. A nuestro juicio, la mejor y más completa reflexión fílmica sobre las razones y sinrazones, esplendor y caída de la Revolución rusa se encuentra en El último bolchevique (1992) donde el –amado– líder del cine ensayo, Chris Marker, repasa la vida y obra de su amigo Alexander Medvedkin, director de La felicidad (1934). Metraje encontrado para un discurso intelectual y poético que destruye y reconstruye la promesa histórica de felicidad y justicia que el propio Marker compartió. ¿Complejidad? Sí; mucha.
Cuando los comunistas no tienen sentido del humor llegan la represión y el Gulag: La confesión (1971) de Costa Gavras repasa las torturas estalinistas en los procesos de Praga de 1952 con guion de Jorge Semprún, ministro socialista de Cultura, también preso y torturado por los nazis en Buchenwald por comunista. El director de Z y Missing no se casa con nadie, siempre fiel a una izquierda enfrentada a todos los totalitarismos. Pero para represión, la versión oriental del comunismo en China y su revolución cultural filmada por Chen Kaige (Adiós a mi concubina, 1993) o Zang Yimou (To live, 1994). A ojos occidentales, el comunismo chino, ahora también capitalista, resulta complicadísimo.
Horror maoísta vs. horror vacui en Adiós a mi concubina
En la Europa del otro lado del Telón se cuenta otra película. Por ejemplo, en Italia, donde el cine tras Mussolini no se entiende sin el PCI, durante décadas el más relevante partido comunista de Occidente. Pasolini, Visconti, Scola, Zabattini, Antonioni, Pontecorvo, Cecchi D’Amico, Bellocchio, Risi… una lista comunistoide interminable. Tampoco se entiende su historia política sin el comunismo –y la guerra sucia contra él– ni su vertiente terrorista, ahí están las Brigadas Rojas de La mejor juventud (Giordana, 2003). Quizá la película más comunista de todos los tiempos sea italiana: Novecento (1976) ondea la bandera roja con emoción y épica en manos del marxista Bertolucci.
En España, el comunismo fue el Diablo al menos hasta 1975. Cosas propias de vivir en un régimen fascista, ese que ahora tiene tantos defensores. Y defensoras. Pero muchos cineastas que protagonizaron la Transición democrática militaban o eran “compañeros de viaje” del PCE. Por supuesto, hacían películas propias de “malos españoles” como Juan Antonio Bardem en Siete días de enero (1979), crónica sobre la matanza de los abogados de Atocha a manos del terrorismo de ultraderecha anticomunista.
En estilo bien distinto y una muy libre adaptación, Gutiérrez Aragón convertía al Kurtz de El corazón de las tinieblas de Conrad en un maqui muy asilvestrado y molesto para los mandos del Partido en El corazón del bosque (1979). Y también retrata al maquis Mario Camus en Los días del pasado (1978), interpretada por dos famosos miembros del PCE: Pepa Flores y Antonio Gades. Los dos directores cántabros nacieron en un territorio plagado de guerrilleros echados al monte tras la Guerra civil y que la población, ya fuera por miedo o admiración, convirtió en figuras legendarias. Pero la visión alternativa sobre la condición comunista la tenía que dar Eloy de la Iglesia en El diputado (1978). Pepe Sacristán, candidato a la secretaría general de un partido muy parecido al PCE, es un homosexual metidísimo en el armario. Dedo en la llaga de la homofobia roja, donde el puño en alto se solía descargar la ferocidad de la moral católica –religiones todas–, El diputado propone una metáfora eficaz: la clandestinidad de los comunistas corre pareja a la de una sexualidad social y penalmente castigada hasta hace bien poco. (Durante el franquismo, el PCE rechazó la solicitud de militancia que hizo De la Iglesia con esta frase literal: “No podemos permitir que se nos llene el Partido de maricones”. Cuando al fin fue admitido en el seno comunista, Eloy se echó a llorar diciendo: “¡Por fin soy roja!”.) Idéntico tema trata Fresa y chocolate (Gutiérrez Alea, 1993), cuando el castrismo enviaba a los homosexuales cubanos a cortar caña por contrarrevolucionarios y disidentes de los gustos oficiales. Para más abundamiento, Conducta impropia (1984), documental de Orlando Jiménez-Leal y el famoso director de fotografía Néstor Almendros, antifranquista, antibatistano y anticastrista.
Si cruzamos las 90 millas, nos topamos con Hollywood y la persecución macartista que llevó a la cárcel o al ostracismo a miles de actores, guionistas, directores y técnicos militantes o simpatizantes del partido comunista e incluso a progresistas sin adscripción política. Durante esos años de infamia, la maquinaria produjo infinidad de películas con un mensaje: el único comunista bueno es el comunista muerto. Aunque la mayoría de ellas fueran pésimas, como las producciones B de Howard Hughes, furibundo caza rojos, hay excepciones: El mensajero del miedo (Frankenheimer, 1962), inspiración de muchas otras producciones como la reciente serie Homeland (Fox) y La ley del silencio (1954), justificación muy polémica del brillantísimo director y delator Elia Kazan. Demostrando al trumpismo que en la meca del cine hay mucho rojo rencoroso, están las del otro lado desde que Espartaco (Kubrick, 1960) pusiera fin a las listas negras: Tal como éramos (Pollack, 1974), La tapadera (Ritt, 1976); Caza de Brujas (Winkler, 1991), Buenas noches y buena suerte (Clooney, 2005) o Trumbo (Roach, 2016).
¿Pero qué es el comunismo? La gran pregunta atañe al origen y naturaleza de una idea que, antes que nada, fue comunera. La Comuna. París, 1870 (Watkins, 2000) a medio camino entre la obra colectiva, el docudrama y la película histórica, es un maratón de seis horas sostenido por la ambición de trasladar al discurso de las imágenes el espíritu que animó la legendaria revolución que cumple 150 años. Una joya.
Según el cine y sus autores, el comunismo no tiene una sola alma sino infinitos rostros, versiones e interpretaciones sobre la forma de combatir y reparar las injusticias del mundo incluso cuando alguna de esas almas se convierte en excusa para la peor de las tiranías. Lo otro, lo que no pretende destruir las injusticias sino mantenerlas y agrandarlas, es muy sencillo de entender y fácil de encontrar: siempre se esconde tras la pregunta ¿eres comunista?
Una bandera roja ondea bajo la Puerta del Sol. A pesar de que el proletariado ya no exista –el capitalismo lleva décadas convenciéndonos de que todos somos clase media–, su
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es El cazador del mar (Roca, 2025).
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