REDES DE DIGNIDAD
‘La Caracola’ o cómo Barcelona perdió un refugio en el ‘Capitaloceno’
El espacio, situado en el Raval, ha dado refugio a numerosas familias y personas migradas en situación de extrema vulnerabilidad. Durante la pandemia ha sido un centros neurálgico de ayuda y apoyo mutuo del barrio
Gemma Barricarte Barcelona , 23/03/2021

Puerta de La Caracola, espacio del inmigrante en el Raval (Barcelona), que fue desalojado en enero.
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Hay un lugar amargo donde la crisis ecológica, la crisis urbana y la crisis migratoria se encuentran: la expulsión. La expulsión de un barrio, de un país, del hogar, del refugio, del territorio, del hábitat, de la Tierra, … El común denominador de estas tres crisis paralelas es, precisamente, la movilidad o la inmovilidad, las (in)movilidades –la capacidad o incapacidad de moverse, y mover recursos por un territorio por razones políticas, económicas o ambientales–. Estas tres grandes crisis no sólo se cruzan, también se refractan e intensifican entre sí en múltiples direcciones. Pensar desde las (in)movilidades nos permite entender de forma integral una de las manifestaciones más crudas de las complejidades del Capitaloceno. Desde luego, estas ideas abstractas toman cuerpo, ruptura y dolor. Se encarnan en personas habitualmente privadas de derechos fundamentales.
La Caracola: una historia de desalojos y solidaridades
Barcelona es una ciudad donde este fenómeno toma cuerpo a diario a través de la violencia inmobiliaria. Los pasados meses, paralelamente a la ola de frío pandémica, hubo un tsunami de desalojos. Uno de ellos ha sido el de un histórico lugar en el barrio del Raval: La Caracola. Era un conjunto de naves previamente usadas por narcotraficantes que más tarde fueron ocupadas y recuperadas por el colectivo del Espacio del Inmigrante. Dio refugio a numerosas familias y personas migradas en situación de extrema vulnerabilidad. También fue un espacio donde nacieron colectivos y redes vecinales de solidaridad.
Uno de esos colectivos fue Migrasol, un grupo de mujeres migradas fundado en plena pandemia de coronavirus para proveer de acopios de comida a las familias desde La Caracola. María Luisa Canales, de origen peruano, fue una de las impulsoras. “Una chica de allí me dijo: ‘María Luisa, ¿por qué no armamos un grupo para ayudar a las demás?’ Y fui ahí una de las pioneras, fue ahí donde nació Migrasol”.
Andrea (pseudónimo para preservar la identidad) es una peruana que también forma parte de Migrasol. Migró hace un año huyendo de la violencia machista y el maltrato, con su hija: “A Barcelona vine porque me decían que encontraría trabajo. La verdad es que vine y no encontré. Recién encontré un trabajo, ¿sabes? Sólo trabajo los fines de semana. […] Gracias a Dios he empezado, pero todo va a ser para pagar deudas y no sé cómo voy a subsistir”.
El desalojo se ha producido el pasado mes de enero, tras un largo proceso de negociación, conflictos y el realojo provisional de uno de los colectivos y de algunas personas implicadas. Una de ellas es Virginia Montaño, una mujer dominicana de 67 años con movilidad reducida: “Vivía en el Espai del Immigrant. Ahora estoy en un hostal, aún no me han realojado ni me dan solución. Yo siempre he estado en el Raval […] Me metí en una hipoteca, cuando hubo la crisis. Perdí mis ahorros y me quedé en la calle. He andado de okupa dos veces en el Raval, después de perderlo todo”.
Al margen del resultado de las negociaciones, triste para las afectadas, el mismo Espacio del Inmigrante y los refugiados han sufrido más experiencias de desalojo. Mansour Djite es un senegalés que pertenece al Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes de Barcelona, arraigado también en La Caracola: “¿Conoces la nave ocupada que se quemó en Badalona? Yo antes vivía ahí, en Badalona. No hay derechos humanos. […] Hay muchos manteros que vivían en La Caracola porque no tenían dónde alojarse. Fue nuestra casa, y además teníamos el taller de Top Manta. Estábamos ahí para nosotras, pero estábamos ahí también para el barrio: dando comida, apoyando a los médicos fabricando mascarillas, batas, … Pero al final, tú sabes, el sistema siempre está encima de nosotros. No quieren que respiremos”.
El Barrio Chino o cómo un mito urbano perpetúa las expulsiones
No es casual que La Caracola se situase donde se situaba. Esta historia es un ejemplo de cómo se produce la continuidad en estas expulsiones (desde el país de origen hasta en la ciudad de destino) y cómo hay una serie de mitos urbanos que tienen una clara utilidad política de control social y disciplinamiento urbano. El Barrio del Raval fue bautizado a principios de la década de 1920 como Barrio Chino por cronistas barceloneses de la época, inspirándose en el mito de las Chinatown anglosajonas. Este mito, originariamente, fue la culminación de la visión de la moral burguesa de décadas de desarrollo de urbe industrial en cuyas entrañas se asentaban la criminalidad, la inmoralidad y el vicio.
Claude Lèvi-Strauss hablaba de la eficiencia simbólica para referirse a la profecía autocumplida del mito: un mito, lo es, en la medida en la que la narración mítica se materializa provocando cambios sobre el mismo objeto de la narración. El Barrio Chino fue demonizado como el “territorio del mal” de la ciudad, habitado por “clases peligrosas” como putas, fugitivos, desertores, presidiarios y, más adelante, inmigrantes. Esta “sede del mal” fue sinónimo de criminalidad y vicio hasta los días de hoy, donde la prensa habitualmente habla de “crisis de inseguridad” refiriéndose al Raval. El mito del inmigrante o la extranjerización de problemas locales, es sostenido con el racismo institucional.
Actualmente, en la Barcelona turistificada, este mito es útil por diversos motivos: justifica la represión y el control del barrio y, al mismo tiempo, alberga un aura de “autenticidad” atractiva para el turista outsider en busca de la pintoresca vida prohibida. Estas razones convergen, del mismo modo, en la justificación de las operaciones de “regeneración urbana” con el doble objetivo de expulsar a los “indeseables” y de generar plusvalías urbanísticas, o sea, lo que ya comúnmente se conoce como gentrificación.
La Caracola estaba cerca de zonas donde se ejecutaron diferentes intervenciones de “regeneración urbana” a través de la construcción de emblemas arquitectónicos en el barrio: el MACBA (Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona), el Hotel Barceló o la Filmoteca de Catalunya.
El urbanismo neoliberal y la crisis ecológica se intersecan en el Capitaloceno
La crisis ecológica obliga a establecer un cambio de prisma para entender los fenómenos migratorios y de expulsión urbana en toda su dimensión. Mimi Sheller, en Mobility Justice: the politics of movement in the age of extremes, apuesta por poner en diálogo estas tres dimensiones de las crisis del siglo XXI a través del concepto de movilidad justa. Las (in)movilidades antes mencionadas, y ejemplificadas brevemente con La Caracola, revelan la profunda desigualdad en la posibilidad de movimiento, así como en el derecho a la inmovilidad: el ser, quedarse o arraigarse en un lugar. Un importante nexo de unión entre la crisis ecológica y las dinámicas de expulsión globales y locales es la ciudad. Existe aquí un gran nudo gordiano en cuyo corazón está el proyecto moderno de urbanización global. En las metrópolis, la entrada de recursos y salida de residuos ya se sabe que es sostenido por prácticas extractivistas y ecocidas que directamente desahucian a poblaciones humanas y no-humanas de los territorios del sur global. Mansour lo vive en sus propias carnes: “África está llorando. A África la están robando hace muchos siglos. Están sacando todos los recursos de nuestro continente. Todo lo que tenemos no es para nosotros, son ellos los que están sacando nuestros recursos. […] Yo estuve en el mar, yo pescaba. Nuestro pescado lo están llevando fuera. En China, en América, en Europa, están comiendo la comida africana. El mundo entero. Ayer mismo hubo altercados con fuego en mi país, porque hay conflictos”.
La misma violencia que expulsa de un país se transforma en otro país en la negación del derecho a la ciudad
La amplia ocupación de territorios ajenos para implantar megaproyectos energéticos, monocultivos y extraer minerales se dedica a alimentar los flujos de entrada material al norte global. La expansión y militarización de fronteras a la que venimos asistiendo aseguran que pasen materia y energía, pero no personas. Estos flujos, altamente petrodependientes, se sostienen sobre la interconexión de estos sistemas mediante las grandes redes globales de transporte, logística y comunicación. El impacto de estas dinámicas locas provoca, en primer lugar, la crisis ecológica en la que ya estamos sumidos y que, sin duda, aumentará notablemente el número de refugiados climáticos. En segundo lugar, provoca la expulsión de las poblaciones, en muchos casos a las metrópolis del propio país o de otro. Y, en muchos casos, a las mismas metrópolis que esquilman sus territorios. Y aquí, en esta rueda infatigable, a la llegada a la ciudad –de quienes logran superar los obstáculos sin morir en el camino…, es donde entra en juego el urbanismo neoliberal con sus propias lógicas de expulsión o negación de derechos.
En el caso de Barcelona, no es casual que la expresión de esta cadena de expulsiones se dé en el barrio del Raval. La misma violencia que expulsa de un país se transforma en otro país en la negación del derecho a la ciudad. Esta es la cultura urbana que se está construyendo: ignorar la ecodependencia en lo material y normalizar el maltrato a los inmigrantes y refugiados. Una de las paradojas más interesantes del Raval es que, a pesar de todas estas expulsiones, los “indeseables” se niegan a marcharse. No hay operación que redima al barrio de su carácter demoníaco.
La estrategia de La Caracola: continuará
Mansour, Andrea, Virginia, María Luisa y el resto de personas que han vivido el desalojo son parte de quienes están en la vanguardia de los impactos del Capitaloceno. Pero son también quienes han aprendido a salir del atolladero, quienes viven y practican de forma radical la dignidad y la cooperación sabiéndose ecodependientes e interdependientes. Una tarea y aprendizaje político que aún queda lejano a muchos y que experiencias como la pandemia han hecho emerger. “El top manta es mi prueba, no somos gente ilegal. La gente ilegal no existe. No somos gente que no sabemos nada. Pasamos todos los obstáculos que vivimos. No nos pueden detener”, exclama Mansour.
La Caracola, durante la pandemia, se convirtió en uno de los centros neurálgicos de ayuda y apoyo mutuo del barrio: acopio y reparto de comida, producción de mascarillas y batas, cobijo en plena ola de frío y cuidado de quién lo necesitase. María Luisa dice que el desalojo “ha sido muy triste, porque son nuestros inicios. Fue donde comenzaron los acopios. Llegamos a conocer a Virginia, una señora muy buena que siempre estaba con nosotras. Siempre, afuera del espacio poníamos sillitas y nos sentábamos un rato. […] Nos reíamos, hablábamos de comida, de todo, escuchábamos música peruana. A veces llegaba Rosita con su guitarra y tocaba, y era muy bonito”. Andrea añade: “El espacio del inmigrante es un sitio histórico. Y qué pena que haya terminado todo esto así…”.
Raúl (pseudónimo para preservar la identidad) es un joven argentino que orbita en torno a estos colectivos, y fue quien les propuso encontrar un nuevo refugio junto al Sindicato de Cuidadoras Sin Papeles. “Yo iba de visita a La Caracola. Ha sido algo fuerte, mucha gente se quedó en la calle. Entonces dije: ‘‘vamos a ver qué lugares encontramos para poder vivir”. Así es como se urdió la estrategia para llevar La Caracola a otro lugar.
Barcelona perdió un refugio, pero mientras existan redes de dignidad aparecerán otros. En el seno de la ciudad neoliberal, existen esas otras ciudades: los paraísos en el infierno, las ciudades del refugio, las de la seguridad de saberse en comunidad, las ciudades de ese otro que gente como los que crearon el mito del Raval siempre han temido.
Hay un lugar amargo donde la crisis ecológica, la crisis urbana y la crisis migratoria se encuentran: la expulsión. La expulsión de un barrio, de un país, del hogar, del refugio, del territorio, del hábitat, de la Tierra, … El común denominador de estas tres crisis paralelas es, precisamente, la movilidad o la...
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