CRÍTICA CONFRONTADA
Soledad y escritura de un hombre deprimido
‘Hombres que caminan solos’ ha de entenderse como un ejercicio de autoexploración donde la palabra y la caída en las simas de eso que llaman ‘salud mental’ van de manos dadas
Azahara Palomeque 10/04/2021
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Tras la publicación de Ama (Caballo de Troya, 2019), con el que se ganó (como suele decirse) el aprecio de los lectores y las expectativas de la crítica, José Ignacio Carnero (Bilbao, 1986) publica ahora Hombres que caminan solos, una indagación sobre depresión y libido en la Era de Tinder. Para salirnos del lenguaje publicitario y convencional hemos reunido a Azahara Palomeque y a Elizabeth Duval para que confronten sus lecturas: porque la crítica (¡ya ven que no hay manera de despegarse en este párrafo de los tópicos!) también puede ser una conversación.
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Un viaje a Marruecos, una madre muerta, la probadura del ayahuasca en un rincón remoto de Sudamérica, el funeral de un desconocido y un road trip al compás de Manolo Escobar por carreteras secundarias. Son algunas de las escenas presentes en Hombres que caminan solos (Literatura Random House, 2021), el nuevo libro de José Ignacio Carnero después de haber publicado Ama (Caballo de Troya, 2019). Se trata, en esta última aventura literaria del autor bilbaíno, de una colección de historias fragmentadas cercanas a lo biográfico a las que unen dos vectores narrativos: la depresión que el protagonista sufre y cuyos efectos están descritos con la llaneza de lo cotidiano, y la soledad, ya marcada por el título, que atraviesa no solamente a los hombres de este relato, sino también a otros personajes igualmente desamparados en lo que aparenta ser una cruzada individualizada por construir unos vínculos afectivos que apenas terminan de fraguarse. En el centro, la materia gelatinosa que cohesiona los ejes tal vez sea el oficio mismo de la literatura despojado de todo misticismo pues, como afirma el narrador, los escritores “son tan ordinarios y corrientes como un contable o un administrador de fincas”. Así, sin pomposidades ni grandilocuencias, en un lenguaje sencillo apegado a procesos rutinarios, Carnero cuenta una serie de vicisitudes que transcurren de manera orgánica, como el rostro humano de la dolencia que atenaza al mismo autor transformado aquí en personaje, su “bruma” o la nada.
Estamos ante un libro escrito sin complejos, donde la soledad se arcilla al ritmo de otras soledades colindantes y masculinas, ayudada de la sinceridad que permite la autoficción
Escrito en primera persona, Hombres ha de entenderse como un ejercicio de autoexploración donde la palabra y la caída en las simas de eso que llaman ‘salud mental’ van de manos dadas. La fascinación que provoca en el narrador un estado de abulia recién descubierto es relatada desde el principio como fuerza motriz que impulsaría la capacidad creativa, y así se reitera a lo largo de los capítulos; el abogado escritor afirma rotundamente: “no quiero curarme”, porque una posible sanación le impediría “crear nada bello”, por lo que al componente psicológico del relato le corresponde también una búsqueda estética, la prospección lingüística con la que persigue a toda costa hacer literatura basándose en el anecdotario que lo rodea, extraído de circunstancias que parecen reales. Sin conocer la veracidad de lo contado, la lectora percibe un tono cercano al diario, invadido de un “yo” que, si bien elabora las vidas de los otros, se confiesa incapaz de amar y de ahí procede el malestar que anega un texto cuya mayor valía quizá resida en esa representación templada del sufrimiento. Lejos de la intensidad literaria con que muchas autoras han caracterizado la depresión (Plath, Pizarnik, Woolf), evitando el arrobamiento de la desesperación (Cioran) o la conexión a menudo establecida entre melancolía y aspectos socio-económicos que la desencadenan (Han, Zafra), Carnero desmocha los picos de la bilis negra para ofrecérnosla apaciguada y tranquila, casi como un animal domesticado.
No es casual que esta carencia de intensidad venga acompañada del relato de su adicción al Orfidal, medicamento que actúa como mecanismo castrador tanto del regocijo más mundano como del dolor más profundo. Si las drogas, a juzgar por el propio libro, sirven para acallar “el susurro interno que nos dice que algo está mal”, los lectores encontramos en la pluma de Carnero la ausencia de relación entre ese desasosiego comedido y el mundo, así como de explicación directa de sus causas. Más bien existe aquí un afán por normalizar la depresión igual que el acto de escribir, junto al reconocimiento de cierta cobardía, de cierta vergüenza y dificultad para contar la adversidad psíquica que afecta a un hombre. En este sentido, las huellas que va dejando el Orfidal emasculador están presentes en el día a día: falto de libido, su compañera Laia le reprochará que no está en forma en la cama, mientras que Malena, vecina durante una estancia en Buenos Aires, se reirá de él por no haber sabido defenderla a puñetazos del maltratador que la acosaba. Los pocos intentos por recomponer una supuesta masculinidad hegemónica terminan siendo fallidos en quien no pretende disimular su inadaptación al molde. Estamos, por tanto, ante un libro escrito sin complejos, donde la soledad se arcilla al ritmo de otras soledades colindantes y masculinas (la de su padre, la de Mario, el desconocido a cuyo entierro acude), ayudada de la sinceridad que permite la autoficción.
Latente está, sin embargo, el motivo del vacío con que puede identificarse la confesa imposibilidad de amar del protagonista: la falta de mujeres. Por una parte, el único personaje del que consigue enamorarse resulta ser un perfil de Tinder, Paula, que se desvanece antes de adquirir cuerpo; por otra, el recuerdo de la madre muerta se reitera hasta concederle a la viva que fue la habilidad para mantenerlo todo “en pie”, casa, familia e identidad; todo, exactamente lo mismo que sin ella se ha desmoronado. De las ruinas nace este retrato de su asimilación hecho libro.
Tras la publicación de Ama (Caballo de Troya, 2019), con el que se ganó (como suele decirse) el aprecio de los lectores y las expectativas de la crítica, José Ignacio Carnero (Bilbao, 1986) publica ahora Hombres que caminan solos, una indagación sobre depresión y libido en la Era de Tinder....
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Azahara Palomeque
Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Para Ctxt, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.
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