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el salón eléctrico

Luz de gas

Muchas de las imágenes con que educaron nuestra mirada de público durante más de un siglo muestran a la mujer como objeto sumiso o loca necesitada de ser salvada de sí misma

Pilar Ruiz 26/04/2021

<p><em>Gaslight </em>(1944)</p>

Gaslight (1944)

George Cukor

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“No me hagas luz de gas”, decían nuestras abuelas cuando cambiabas algo de sitio sin avisar. Según José Luis Borau en su discurso de entrada en la RAE, “cuando decimos de alguien que hace luz de gas nunca pensamos en la pieza teatral de Patrick Hamilton ni siquiera en la adaptación británica de Thorold Dickinson que le siguió, a pesar de que ambas se presentaron en España con su título original, sino en Charles Boyer e Ingrid Bergman repitiendo por tercera vez el siniestro juego”. 

El querido maestro Borau hacía un recorrido por la importancia del cine en la lengua española y su influencia en expresiones tan precisas como esta. La sabiduría popular captó de inmediato la tesis de la película, porque no hay mejor forma para saber en qué consiste el maltrato psicológico que ver Gaslight (Luz que agonizaLuz de gas) de Cukor (1944) y la metáfora visual de las lámparas de gas de finales del XIX con su luz temblorosa –no contamos más por no arruinar el suspense a quienes no recuerden la película–. Un éxito que dio fama en todo el mundo a Ingrid Bergman y Charles Boyer. El francés, encantador y turbador a partes iguales –el “ojo” de Cukor para los repartos era legendario– borda al cruel manipulador que intenta convencer a todo el mundo de que su esposa está loca de atar, incluso a ella misma. Ese lado oscuro de Boyer estaba alejadísimo de su personalidad: pura interpretación, porque era famoso por su caballerosidad, admirado dentro y fuera de la profesión, respetado en el teatro –hizo el Don Juan dirigido por Charles Laughton– se suicidó con seconal en 1978, dos días después de la muerte por cáncer de su esposa Pat con quien llevaba casado toda la vida. Nada que ver con la Bergman, quien en su vida personal sufrió un acoso mundial por su relación con Rosellini. Cuando se enamoraron ambos estaban casados y con hijos y cuando ella se quedó embarazada el escándalo provocó ríos de tinta, amenazas de muerte, una condena del Vaticano, hasta el ataque en el Senado de los EE.UU.: de la actriz sueca dijeron que era “Aliada del Mal”. Roberto Rosellini, el gran artista y su gran amor, la maltrató con amenazas de suicidio, accesos de ira, humillaciones y la prohibición de trabajar con nadie que no fuera él. Cuando se divorciaron, el italiano exigió que no se volviera a casar jamás y tras una lucha furibunda bien contada por la prensa, consiguió que ella le cediera la custodia de sus hijos. Sin embargo, Ingrid siempre habló con gran generosidad de él. 

Ingrid Bergman,Roberto Rossellini and Mario Vitale during the filming of  Stromboli,1949. Photo, Gordon Parks/The LIFE Picture Collection | Famosos,  Cine, Arte 

Bergman y Rosellini sobre un volcán. Rodaje de Stromboli (1950)

Gaslighting es un término anglo paralelo al de bullying mobbing –otras formas de abuso– en el que una persona pasa de ser adorada por su pareja, a vejada y anulada. El abusador destroza la confianza y autoestima del otro –otra– con una violencia a veces muy sutil, que reclama la atención y la sumisión total de esa persona. Pero el maltrato psicológico es difícil de demostrar: sobre él planea la sospecha. La vejación, la humillación sistemática, la destrucción de la personalidad suelen ser consideradas como exageraciones, el fruto de una fantasía o una venganza cobarde, esas cosas típicas de una mujer resentida. Ella, si acusa, está mintiendo. O es una histérica. El insulto habitual fue durante décadas un cajón de sastre de patologías leves, graves o inexistentes que sirvió para destruir a las mujeres que se salían de la norma, vidas arruinadas por la misoginia de tanta bata blanca que consideraban el orgasmo femenino como “paroxismo histérico”. Su ridiculez queda bien retratada en la comedia Hysteria (Tanya Wexler, 2011).

Fallen Rocket: Hysteria (2011, R)

El bisabuelo del Satisfyer 

El caso Nevenka ahora llevado a documental, las declaraciones televisadas de Rocío Carrasco, incluso la entrevista de Oprah Winfrey a Megan Markle (familias reales con privilegio de Gotha, racistas y clasistas, ¿quién podría sospecharlo?) son productos audiovisuales de calidad diversa y discutible pero que han logrado poner el foco mediático en el maltrato psicológico que sufren las mujeres de toda clase y condición. Con polémica, como no podía ser menos. Lo cierto es que esas imágenes de mujeres reales se acercan a la imagen ficticia interpretada por Bergman en Luz de gas, un modelo que no es habitual en los relatos cinematográficos. Más bien, todo lo contrario. Porque las películas sobre hombres acosados y abusados son muchas: ya se sabe que las narraciones prefieren contar lo excepcional a lo habitual. La industria cinematográfica nos ha mostrado a machotones destrozados por señoras manipuladoras y frecuentemente asesinas, como el desvalido Clint Eastwood de Escalofrío en la noche (1971) su primera película como director y curioso remedo en formato serie B de El seductor –esta sí es buena– de su maestro, Don Siegel, estrenada el mismo año. La verdad es que la mujer monstruosa aparece en las pantallas desde las vamps del cine mudo, pero en los 90 se convierten en un lugar común, no hay más que ver a James Caan, otro semental probado, en Misery (Reiner, 1990) sufriendo lo indecible a manos del paradigma de mujer monstruo encarnado por Kathy Bates. Aunque sin duda es Michael Douglas el especialista en sufrir a manos femeninas –a pesar de que un hijo de Kirk no puede dar el tipo de Antoine Doinel– en bodrios de infausto recuerdo que arrasan la taquilla: Atracción fatal (Lyne, 1987), Instinto básico (Verhoeven, 1992) y Acoso sexual (Levinson, 1994), grandes éxitos del “qué malas son”. La temática acosadora se puso de moda y descubrió que ellas también podían sufrirla: Acosada (Noyce, 1993) mutó a Sharon Stone de verdugo a víctima y eso no gustó nada al público –según un crítico no era “sexy”–, y en Durmiendo con su enemigo (Ruben, 1991) Julia Roberts se rebelaba contra un marido rico, violento y controlador muy alejado del santo capitalista y putero Richard Gere de Pretty Woman (Marshall, 1990) una película que ya entonces fue criticada por su pringoso recado: Daryl Hanna rechazó el papel por considerarlo degradante. Luego fue uno de los nombres del Me Too contra Weinstein

Y hablando de Weinstein, The assistant (2019) responde de forma brillante a la capciosa pregunta de “¿por qué no denunciaron antes?” Tenía que llegar la directora y guionista Kitty Green y esa enormidad llamada Julia Garner –sigan a esta mujer– para poner delante de los ojos el funcionamiento del acoso sexual-laboral-psicológico, su invisibilidad, terror, silencio. Todo un pack.

El mundo del audiovisual es, como todos, un sector dirigido por hombres. Mueve millones tanto en Hollywood como en el resto de industrias nacionales. Tras las cámaras siempre hubo un mecanismo de explotación sistemática contra las mujeres, apenas toleradas como profesionales y técnicas de relevancia, abusadas y despreciadas como actrices. Pero también delante de la cámara: muchas de las imágenes con que educaron nuestra mirada de público durante más de un siglo pueden ser acusadas de hacernos luz de gas por mostrar a la mujer como objeto sumiso o loca necesitada de ser salvada de sí misma. El cine ha puesto en ello todos sus recursos y el talento de sus más brillantes autores. Gilda (Vidor, 1946), es víctima de un acoso moral retorcido y continuado –bofetada aparte– que la lleva a la desesperación y a enamorarse de su vengativo ex sin que a nadie le parezca extraño. Encadenados (1946) relata el chantaje a una mujer de supuesta mala reputación –otra vez la pobre Bergman– a manos de un cabrón del FBI, eso sí, guapo como Cary Grant. La obsesión patológica de James Stewart mata a Kim Novak en Vértigo (1958); la extorsión violadora de Sean Connery somete a Tippi Hedren en Marnie la ladrona (1964) y en Rebeca (1940), un gaslighting de señorocon dinero a jovencilla inocentona, Hitchcock nos deslumbra para que no veamos que en realidad Max de Winter asesinó a su primera mujer, Rebeca, porque que lo merecía, toma ya -queda aún más claro en el horroroso y reciente remake de Netflix–. 

A estas alturas todo el mundo sabe que uno de los mayores genios de la historia del cine, el gran manipulador del público, fue un maltratador psicológico fuera de la pantalla. Un alma torturada por la educación represiva católica que se desataba en crueldad, culpa y películas legendarias. Hitchcock maltrató de forma sistemática a todas sus actrices, por quienes sentía una mezcla de fascinación y repulsión enfermiza, como Madelaine Carroll o Doris Day quienes contaron haber sufrido rodajes infernales. A los 86 años, Tippi Hedren relató en sus memorias las vejaciones, abusos y acosos de todo tipo a los que la sometió el director inglés durante el rodaje de Los pájaros (1963). Sobre el asunto hay hasta una tv movie de la BBC (The girl, Julian Jarrold, 2012). 

“Cuanto más me oponía a sus intenciones, más agresivo se volvía él conmigo”.  “No dije entonces nada a nadie porque en los años 60 no se hablaba de acoso sexual. Además, en el estudio habrían creído su versión. ¿Quién de los dos era más valioso para ellos, él o yo? Puede que Hitchcock arruinara mi carrera, pero nunca permití que arruinara mi vida”. La industria y la crítica reaccionó como suele: defendiendo la reputación del hombre fallecido hacía décadas, la mujer mentía. Tippi aún vive.

 Sección visual de Marnie, la ladrona - FilmAffinity

Luces y sombras; cosas del cine (Marnie, 1964)

Cambiar la mirada, puede que ese sea el primer paso. Por supuesto, sin prohibiciones ni censuras ni boicots ni carteles con advertencias, sino conociendo el lenguaje de las imágenes, la influencia de su significado en nuestra cultura, para después elegir si queremos disfrutar o no de ellas sin dejar que nos deslumbre la brillante luz de gas que, a veces, es el cine.

“No me hagas luz de gas”, decían nuestras abuelas cuando cambiabas algo de sitio sin avisar. Según José Luis Borau en su discurso de entrada en la RAE, “cuando decimos de alguien que hace luz de gas nunca pensamos en la pieza teatral de Patrick Hamilton ni siquiera en la adaptación británica de Thorold Dickinson...

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Autora >

Pilar Ruiz

Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).

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