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LIBERTAD FABULADORA

Todo comienza con el cadáver de una mujer

Juan Marsé y las verdades del novelista

Rebeca Martín 13/02/2021

<p>Carmen Broto en los toros.</p>

Carmen Broto en los toros.

Avant Editorial

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Los periodistas y el escritor: el caso de Carmen Broto 

La historia es sobradamente conocida, pero no por ello menos poderosa: la mañana del 11 de enero de 1949, tres días después de cumplir dieciséis años, Juan Marsé salió de su casa, en el barrio barcelonés de La Salud, para dirigirse al taller de joyería en el que trabajaba como aprendiz. Cuenta Marsé que, de camino al taller, reparó en un pequeño grupo de gente parado ante un coche y que al acercarse vio que el vehículo, un Ford modelo sedán, tenía los cristales manchados de sangre. Como no tardaría en divulgar la prensa, la sangre era de Carmen Broto, una prostituta de veintiséis años que apareció enterrada unas calles más allá, en un huerto de la calle Legalidad. El caso de la desdichada Broto, a la que asesinaron con una crueldad desmedida, golpeándole la cabeza con una maza, se transformó en un enigma que alimentó la mediatizada crónica negra de la época y pasó a formar parte del imaginario popular. Es más, el fantasma de Broto inspiró a Marsé dos personajes nucleares de su novela Si te dicen que caí (1973), Carmen / Menchu y Aurora Nin / Ramona, encarnaciones ambas de la doble identidad que adoptó Broto en la rumorología de la época: la sensual cortesana de lujo y la “ramera roja” de los bajos fondos.

A través de esta estrategia, y aunque sea de manera indirecta, Si te dicen que caí plasma una de las consecuencias inmediatas que tuvo el crimen de la calle Legalidad en la opinión pública: la descomposición de la jerarquía espacial de Barcelona, con Carmen Broto “saltando como la figura del caballo en el tablero de ajedrez, por la cuadrícula urbana, de un ambiente a otro”, del mundo del hampa a la flor y nata de la sociedad, de la barra grasienta de un bar al palco del Tívoli, de los brazos de un perdulario a, en fin, los de un empresario de éxito. Las palabras entrecomilladas pertenecen a Manuel Trallero y Josep Guixá, autores de un documentado libro sobre Broto en el que, a partir de una investigación exhaustiva y concienzuda, desmontan las leyendas construidas en torno al personaje y desvelan un móvil plausible para su asesinato que echa por tierra las fantasiosas especulaciones que comenzaron a gestarse desde el mismo instante en el que las autoridades desenterraron el cadáver envuelto con un abrigo de astracán.[1] Para deconstruir la invención de Carmen Broto, los periodistas no dudan en señalar con nombres, apellidos y un tono tan implacable como hiriente y bilioso a los responsables de esta invención: apuntan a Tomás Gil Llamas, comisario de la Brigada Criminal, y al tribunal que juzgó a Jesús Navarro Manau –el único de los asesinos que sobrevivió; los otros, su amigo Jaime Viñas y su padre, Jesús Navarro Gurrea, se suicidaron–, pero también a diversas personalidades que se pronunciaron al respecto: periodistas, directores de cine, arquitectos, vedettes y, desde luego, escritores. Entre estos últimos brilla con luz propia Juan Marsé, tanto por el potencial irradiador del mito de Broto en Si te dicen que caí –¿cuántos de nosotros supimos de Broto rebuscando información sobre la novela?– como por las declaraciones del novelista sobre el impacto que tuvo en él aquel crimen espeluznante. 

Al margen de los dimes y diretes entre los periodistas y el escritor, al margen de la decepción que se habrían llevado unos cándidos y atribulados Trallero y Guixá por el trato que les dio su reverenciado Marsé y por las reticencias de este a prologar su libro, ¿qué parte le correspondería al novelista en la invención de Carmen Broto? ¿Y por qué sería tan grave esa mistificación? Sin duda, los periodistas se despachan a gusto con el escritor. No es que señalen sus lapsus y errores al ubicar el coche donde mataron a Broto o el lugar en el que los asesinos enterraron el cadáver:[2] es que, en realidad, Trallero y Guixá acusan al autor de fabular deliberadamente. Así, por ejemplo, afirman que la descripción que hace Marsé del lugar donde apareció el cuerpo de Broto no se corresponde con los huertos de su infancia y adolescencia, sino con el solar que había allí mientras, a principios de los años setenta, redactaba Si te dicen que caí. Y otro tanto sucede con el germen del relato fundacional, la visión del coche que despertaría en él un vivísimo interés por Carmen Broto: “¿Vio Marsé realmente el automóvil o se trata de otro supuesto ‘recuerdo de infancia’ perfectamente manufacturado?”, se preguntan los periodistas. Por cuestionar, incluso ponen en tela de juicio que el jovencísimo aprendiz de joyería Juan Marsé llevara recados al Hotel Ritz, experiencia esta que la imaginación del autor asociaría después con la imagen más glamurosa de la Broto mítica.

Ahí donde los periodistas detectan mistificación y embaucamiento, el novelista ve un sinfín de posibilidades con las que articular y explorar libremente la complejidad del mundo

El libro de Trallero y Guixá es necesario para desbrozar la leyenda de Broto: los periodistas cumplen con su deber higiénico al poner en solfa todos aquellos testimonios que les resultan dudosos, examinan el sumario del caso como nadie se había molestado en hacerlo y desenredan con una cadencia hipnótica los rumores sobre las relaciones de la víctima, su idiosincrasia y su estatus socioeconómico. También, y esto es a mi juicio especialmente destacable, hacen aflorar la misoginia y el clasismo de los comentaristas que, desde su posición de privilegio, contribuyeron frívolamente a que la imagen de la desventurada Broto como un dechado de lujuria, cálculo y ambición (como, en fin, una suerte de femme fatale de barriada) quedara grabada a fuego no solo en el imaginario popular, sino también en la bibliografía autorizada. Las acusaciones de Trallero y Guixá apuntan, no obstante, más alto: así, sostienen que, en la causa célebre de Broto, a una mentira, la de “la dictadura y el horror”, le sucedió otra, “la mentira de la memoria colectiva, de la leyenda urbana, del mito, la aventis…, la mentira antifranquista. En este terreno las víctimas combatían con las mismas armas que utilizaba su verdugo y para ello empleaban el rumor”.

Parece que Marsé le espetó un día a Guixá por teléfono: “Solo a dos tontos como vosotros se les ocurriría confundir la ficción con la realidad”. Y ciertamente resulta innegable que el novelista ya había dejado pistas rotundas para interpretar sus declaraciones sobre el caso en esa única dirección. Todas las evocaciones de Marsé que escrutan con lupa Trallero y Guixá (y no otro es su deber) tienen una naturaleza testimonial y en ningún caso presentan el fondo ni las hechuras de un reportaje periodístico o de un documento de rigurosa historicidad. Su procedencia dista mucho de ser fidedigna: brotan de la memoria del autor (y ya sabemos que toda memoria es falible), de lo que recuerda que vio y lo que le contaron, de las crónicas de la época y de los cuentos (las aventis) que corrían de boca en boca como reacción a la versión oficial (demasiado simple y siempre falaz a ojos de la gente). Y si parece ingenua la pretensión de que un novelista recree sus recuerdos juveniles con el escrúpulo propio de un severo historiador, exigirle que se ciña a la facticidad en el ámbito de la ficción resulta cuando menos injusto. Trallero y Guixá parecen hacerlo, por ejemplo, cuando subrayan críticamente cómo Marsé fabula en Si te dicen que caí con dos relaciones sentimentales que nunca tuvieron lugar: los amoríos de Broto con Jaime Viñas, personaje que comparte nombre con uno de los asesinos, y, sobre todo, con el célebre estraperlista Julio Muñoz Ramonet, una de las falacias más extendidas sobre la víctima.

 Al recordar en 1996 su rara amistad con Navarro Manau, Marsé no deja lugar a dudas sobre qué pretendía al invocar el fantasma de Broto en Si te dicen que caí. Navarro se puso en contacto con él a mediados de los ochenta, tiempo después de salir de la cárcel, para contarle “la verdad”, y Marsé le respondió que él nunca quiso contar ninguna verdad, sino “utilizar los materiales reales, lo que podríamos llamar la crónica ciudadana de una época, para hacer de las mías. Para hacer ficción, que es mi trabajo”. Y si bien el autor se dejó tentar por las versiones más retorcidas del caso –la imputación del crimen a “gente importante” que habría querido taparle la boca a Broto o los pinitos de la muchacha como proxeneta–, siempre se inclinó por creer “la versión más prosaica y elemental, que es la de las joyas”, esto es, que a la pobre muchacha la mataron para robarla. Dice Marsé que nunca confió en la rocambolesca historia de tintes políticos que le contó Navarro –un charlatán, un vividor y un canalla sin conciencia según lo retratan con argumentos más que fundados Trallero y Guixá–, aunque lo que más nos interesa aquí es su abierto rechazo al libro que había escrito el asesino por razones estrictamente literarias: “Yo lo leí y le dije que los motivos que daba de la muerte no me parecían verosímiles. Pero verosímiles desde un punto de vista literario. Con el resto no me quise meter. Ya era suficiente con los motivos literarios. Le dije: ‘No me lo creo, porque no está bien escrito. Pero podría ser verdadero’. Aunque, en el fondo, yo creo que no, que lo que contaba tampoco era verdadero”.

Sorprende descubrir cómo tras las palabras de Trallero y Guixá sobre la suplantación de unas mentiras (las del Régimen) por otras (las de la memoria colectiva) laten, agazapadas, las que el propio Marsé había pronunciado diez años antes al disertar sobre el asunto central de Si te dicen que caí: “Se me ocurrió una idea para una novela cuyo tema central era la adulteración de la verdad. Una doble adulteración: por un lado, la versión de las autoridades de la época, y, por el otro, la mitología popular”. Más claro no podría estar: ahí donde los periodistas detectan mistificación y embaucamiento, el novelista ve un sinfín de posibilidades con las que articular y explorar libremente la complejidad del mundo, de su mundo; ahí donde, en fin, los primeros denuncian caos y desorden, el segundo entrevé una prometedora y suculenta aventi con sus lagunas, contradicciones y cabos sueltos.

La fabulación que conduce a la verdad: La muchacha de las bragas de oro

El desafío de Marsé a la verdad fáctica queda justamente condensado en un comentario de 1996 que rezuma quizá un cierto cansancio: “El asesinato de Carmen Broto está allí y resulta que está basado en un hecho real, pero también podría ser inventado. No es relevante que sea verdadero”. Con todo, ya sabemos que donde más lejos llevan los escritores sus desafíos no es en esas exégesis que a menudo se ven obligados a escenificar, sino, claro está, en sus mismas obras. Y en lo que a este desafío concreto concierne una de las novelas más arriesgadas y extremas de Marsé es La muchacha de las bragas de oro, tan denostada por parte de la crítica cuando ganó el Premio Planeta. Marsé les pone las cosas fáciles a los lectores, pero solo en apariencia: el personaje de Luys Forest, protagonista de la novela, estaría compuesto sobre la falsilla de Pedro Laín Entralgo, figura destacada de la intelectualidad franquista que en 1976 había publicado su autobiografía, Descargo de conciencia, con el probable fin de adaptar su trayectoria, sus ideas y sus escasos arrepentimientos a los cambios que se avecinaban. Sin embargo, ¿cómo conciliar lo que sucede en La muchacha de las bragas de oro con la irritación que, según documenta Josep Maria Cuenca,[3] despertó en Marsé la renuencia de Laín Entralgo a aceptar su pasado y su larguísima justificación?

Forest comienza a escribir para salvar su reputación y rehacer su imagen pública, pero la imaginación gana terreno y afloran unos hechos que había relegado a un rincón de su memoria

Mientras escribe sus memorias con el afán de acomodarse a los nuevos tiempos, el falangista Luys Forest, escritor, editor y antiguo miembro de la Delegación de Prensa y Propaganda, recibe la visita inesperada de su sobrina, quien se ofrece a pasar a máquina las enmiendas del manuscrito. A partir de ese instante, los movimientos en torno a las memorias que hace y rehace el protagonista se disparan en varias direcciones. Por un lado, Forest maquilla fechas y sucesos para adaptarlos a la imagen halagüeña que quiere construir de sí mismo y miente descaradamente con el fin de justificar sus actos y omisiones; desde un punto de vista textual, son fascinantes las artimañas del protagonista para injertar una trama exculpatoria en su narración y dotarla de verosimilitud, como sucede, por ejemplo, con las razones (la enfermedad de su mujer primero, la infidelidad de esta después) que explicarían por qué no dimitió en los años cuarenta si tan desencantado estaba ya con el Régimen. Por otro lado, Forest debe hacer frente a las contradicciones que detecta en sus memorias Mariana, la sobrina. Y, por último, observa, desde el desconcierto más absoluto, cómo la telaraña de excusas y mentiras que ha ido tejiendo no es ni mucho menos una invención, sino una masa de recuerdos olvidados y reprimidos que pugna por asomar a la superficie.

Forest no le oculta sus intenciones a Mariana, pues desde el principio le aclara que “no hablo de cómo soy ni cómo fui, sino de cómo hubiese querido ser”. Más adelante se confiesa a sí mismo que esas falacias que va insertando en el manuscrito son más que “licencias poéticas”: en verdad encierran un “ajuste de cuentas con el pasado, que no cesaba de importunarle”. Y cuando Mariana lo pilla en una mentira flagrante, reivindica su derecho a ese “apaño retrospectivo de la verdad, una reforma simbólica o poética”, tanto da que se trate de una autobiografía. Forest se desliza de manera cada vez más veloz hacia los dominios de la ficción: ahí donde Mariana ve en sus licencias “remiendos” y “refritos del azar”, él las defiende como “correctivos a la realidad. A fin de cuentas, ese es el trabajo del novelista”.

Forest, así pues, comienza a escribir para salvar su reputación, para justificarse y rehacer su imagen pública, pero la imaginación gana terreno y, con ella, afloran unos hechos que el viejo falangista había relegado a un rincón mugriento de su memoria. Esta superioridad de la imaginación la corrobora Mariana cuando revisa críticamente la obra de su tío: mientras tilda las crónicas de la posguerra que le dieron fama y dinero de “loas triunfalistas”, “basura ideológica” y “embustes”, en sus libros de cuentos y sus novelas, menos celebrados, ve un reflejo de la verdad: “Cuando pretendes ser testimonial no resultas verosímil, no te creo”, le dice a Forest, “y cuando inventas descaradamente, digamos cuando mientes sin red, consigues reflejar la verdad”. Tal es el curso que siguen los acontecimientos: al inventar, Forest rescata la verdad. Ahora bien, y este asunto es más peliagudo, ¿cómo encaja la manipulación novelesca de esa autobiografía en el contexto en que escribió Marsé su novela, un momento en el que personajes como Laín Entralgo manejaban vehículos similares para eludir su responsabilidad y cambiar sutilmente así de chaqueta?

Es tentador recurrir a la ambigüedad, a la pose escéptica o al hipotético relativismo de Marsé para explicar la cancelación de fronteras entre autobiografía y ficción, historia e invención en un caso tan espinoso como este: si en verdad el autor concibió su novela desde una irritación constatable y una presumible voluntad de denunciar el fenómeno de los intelectuales afectos al Régimen que intentaban blanquear su trayectoria, ¿cómo es posible que el resultado fuera este? ¿Acaso da igual todo, acaso es legítimo que “el trabajo del novelista” de Forest sepulte y pervierta el pasado reciente? Pero ¿y si estas no fueran las preguntas que debemos hacernos? ¿Acaso no sería mejor volver al punto de partida y considerar que naciera o no la novela de aquella irritación el único camino que siguió Marsé al idear y escribir su obra fue el de la más absoluta libertad creadora?

No cabe duda de que La muchacha de las bragas de oro (con sus circunstancias extraliterarias) está anclada a una realidad concreta, pero seguramente tampoco debería haberla sobre el hecho de que su autor no quiso retratar fielmente esa realidad en ella. Por decirlo de otro modo, las novelas de Marsé se condirían con eso que, en su reciente ensayo Las cosas como son y otras fantasías, Pau Luque ha acuñado como “arte himenóptero”, un arte donde “la ficción arrastra la ficción” y la imaginación se impone a toda lógica. De ahí que, como apuntaba arriba, La muchacha de las bragas de oro sea una novela arriesgada e incluso radical, una defensa cerrada de la imaginación como herramienta primordial del escritor (la de Forest, la de Marsé) por encima de cualquier impulso complaciente, fidelidad histórica, alineación ideológica o propósito doctrinal.

La desmemoria del asesino: Esa puta tan distinguida

Explican Trallero y Guixá que, a la vez que compartían con Marsé sus inquietudes sobre la causa célebre de Broto, el escritor le daba vueltas a su propia novela: “Marsé iba a lo suyo, a hacer su libro sobre el caso según su propia receta. Sinopsis: un escritor contrata a un asesino para que le explique un caso y con el paso del tiempo el autor descubre que el homicida no recuerda nada, se lo está inventando todo”. Como les resultará obvio a los lectores de Marsé, la sinopsis que esbozan los periodistas coincide a grandes rasgos con el punto de partida de Esa puta tan distinguida (2016), la última novela que dio el autor a la imprenta.

En el verano de 1982, mientras “el país entero se debatía entre la memoria y la desmemoria”, el narrador recibe el encargo de escribir un guión cinematográfico sobre el truculento asesinato de una prostituta. El crimen tuvo lugar en enero de 1949, como el de Broto, y en el mismo barrio, cuando el narrador contaba dieciséis años recién cumplidos, igual que Marsé por aquel entonces. El primer apellido de la víctima, Carol Bruil, es prácticamente un calco del segundo de Broto, Buil, y las aristas políticas del asesinato evocan de manera inequívoca algunos de los rumores desbocados que corrían sobre el crimen de la calle Legalidad.

Hay más: así como Marsé entabló una rara amistad con Jesús Navarro Manau, el narrador de Esa puta tan distinguida establece una relación turbadora con el asesino Fermín Sicart durante las entrevistas en las que intenta acopiar material con el que escribir su guión. Para rizar el rizo, Navarro Manau y Sicart comparten un cierto aire de familia. Así retrató Marsé a Navarro Manau según Josep Maria Cuenca: “Era un tipo bajito, muy estirado, y llevaba unas gafas negras de esas de vendedor de cupones, con una gabardina echada sobre los hombros. Tenía ni más ni menos que la pinta del psicópata que todavía está jugando no diré a asustar –porque era ingenuo– pero sí a intentar impresionar”. Y de este modo describe el narrador de Esa puta tan distinguida a Sicart: “Nuestro asesino era un hombre que andaría en los sesenta y aparentaba muchos más, de escasa estatura y más bien canijo, pero muy tieso todo él […] Se escudaba en unas gafas oscuras de montura metálica, redondas y anticuadas, de vendedor de cupones, y su envaramiento corporal se veía virilmente magnificado por la gabardina echada sobre los hombros […] En general, pese a las gafas oscuras y a la apostura hierática, aplomada, su aspecto resultaba bastante cómico y desde luego inofensivo”.

Toda la novela es, en otras palabras, un artefacto construido para reflexionar sobre la memoria, la desmemoria, el olvido y la verdad literaria

No obstante, más allá de estas pinceladas y de la sordidez y la tristeza que desprende el retrato de una época enfangada en la necesidad y la miseria, las correspondencias entre el crimen de la calle Legalidad y el crimen novelesco prácticamente se agotan en estos guiños que Marsé no se molesta en disfrazar. Y es que, con la salvedad de ciertos interludios satíricos algo chuscos y de las críticas aceradas a la industria cinematográfica española, toda la novela gira en torno a las tentativas de un escritor falto de inspiración por indagar en una memoria exhausta y “sonámbula”, la del asesino Sicart, y por armar un guión para una película cuyos planteamientos de crítica social con ínfulas repudia. Toda la novela es, en otras palabras, un artefacto construido para reflexionar sobre la memoria, la desmemoria, el olvido y la verdad literaria. De ahí que la puta tan distinguida del título no sea Carol Bruil sino, como desvela el mismo narrador, la memoria con sus trampas y añagazas.

Resulta revelador leer la última novela de Marsé a la luz de La muchacha de las bragas de oro: en ambas despunta una estructura dialógica –Forest se deja interrogar por su sobrina, Sicart por el novelista y este, a su vez, responde el cuestionario de un periodista–, en ambas se juega con la yuxtaposición de tiempos –los años de plomo del franquismo y los de la Transición– y materiales –entrevistas, fragmentos de las memorias y del guión–, y en ambas se bregan amargamente los novelistas con la escritura y con la sensación de impostura. Por añadidura, ambos protagonistas apuntalan en sus discursos la superioridad de la verosimilitud o la verdad literaria sobre la veracidad o la verdad histórica. Al narrador de Esa puta tan distinguida no le sirve de nada cuestionarse la veracidad del relato de Sicart porque él ya se ha instalado “más o menos confortablemente en otro nivel y cuidado de la verdad: el de la verosimilitud, algo a lo que me obliga la escritura, y que, a fin de cuentas, me importa más que cualquier realidad”. De ahí que, ante la incapacidad del asesino para recordar por qué mató a Carol Bruil, sentencie que la desmemoria tal vez sea más interesante y productiva que la memoria: la desmemoria del asesino le deja vía libre a la imaginación, y quién sabe si gracias a esa libertad fabuladora podrá despejar de una vez por todas la memoria atrofiada de Sicart.

Sin embargo, en absoluto es así. No hay revelación final en Esa puta tan distinguida, no hay, a diferencia de lo que sucede en La muchacha de las bragas de oro, un desenlace epatante: la intriga se diluye en la imagen gris de Sicart caminando por la calle mientras el narrador lo observa desde la terraza de su casa. Los intentos del asesino por recordar –porque debemos creer que Sicart no es un lotófago ni un embustero, sino un pobre hombre al que le arrancaron los recuerdos con una terapia brutal, reminiscente de los métodos del infame Vallejo-Nágera– son infructuosos, y los del novelista por armar un guión con “esos apaños y remiendos”, también. Los esfuerzos de uno y de otro se saldan con un estrepitoso fracaso, como si esta vez ni la memoria ni la imaginación creadora bastaran para construir, más allá de los informes oficiales, algún tipo de verdad. Ni siquiera, como en Si te dicen que caí, hay adulteración, la versión de las autoridades de la época y la mitología popular: se diría que no hay nada, puesto que es del todo imposible dar con las razones por las que Sicart asesinó a Carol Bruil. Resulta descorazonador que en su última novela Marsé nos deje así algo huérfanos, con un vacío y un desconcierto tan nítidos que casi se pueden palpar.


Notas

[1] El libro de Manuel Trallero y Josep Guixá es La invención de Carmen Broto, Áurea Editores, Barcelona, 2006. No desvelaré aquí la hipótesis sobre el móvil que proponen ambos periodistas: en su libro queda bien expuesta y justificada.

[2] Marsé ha recordado el caso Broto en diversos lugares, muy especialmente en una conferencia que pronunció en 1996, «El día que mataron a Carmen Broto», recogida en el Dietario de posguerra, Arcadi Espada ed., Anagrama, Barcelona, 1998, pp. 31-53.

[3] Josep Maria Cuenca, Mientras llega la felicidad. Una biografía de Juan Marsé, Anagrama, Barcelona, 2015, p. 445.

Los periodistas y el escritor: el caso de Carmen Broto 

La historia es sobradamente conocida, pero no por ello menos poderosa: la mañana del 11 de enero de 1949, tres días después de cumplir dieciséis años, Juan Marsé salió de su casa, en el barrio barcelonés de La Salud, para dirigirse...

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Autor >

Rebeca Martín

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