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Admiro profundamente a la gente que sabe reponerse rápido de un error. Los que apartan el fallo con indolencia, como si se tratase de una delgada rama que obstaculiza un tranquilo paseo por el bosque. Decían que esa era una de las mayores virtudes de Casillas: no se fijaba en sus cantadas, las borraba inmediatamente de su mente, a veces incluso las convertía en paradones. Después del partido, puede que algún periodista le preguntase por ese flagrante error, y puede que él respondiera con cara de perplejidad: “Perdona, pero no sé de qué me estás hablando”. Es verdad que cuando esos fallos se convirtieron en goles encajados, la cosa empezó a decaer.
Yo no soy uno de ellos. A mí las equivocaciones me persiguen, se pegan a mí, me hablan por las noches y me hacen bromas macabras por las mañanas. Pero estoy mejorando, no os creáis. Antes podía tardar meses en recuperarme de un error y ahora el malestar pierde intensidad a los tres o cuatro días, como una resaca prepandémica para una persona de mediana edad.
Recuerdo un error reciente. Quedaban unas dos semanas para que mi libro saliera a la venta. Era sábado. Mi editor me rebotó un correo de un lector reputado, un escritor de caché que por cercanía conocía bien la historia que yo contaba en el libro. Había un fallo. Como se introducen siempre los grandes errores de la humanidad, “es una chorrada pero…”. Al parecer, me había equivocado en el nombre de un tipo. Lo comprobé. Sí, ahí estaba: el error, majestuoso y reluciente. Me estaba mirando con una sonrisa de suficiencia propia de un gánster italoamericano. El libro ya había entrado en imprenta, así que no había manera de cambiar nada.
Mi mujer me informó de que ese día habría comida familiar. No estaba previsto. Pensé que se había empezado a correr la voz de lo de mi cagada y que mi familia política, atenta y diligente, había organizado una fiesta para celebrarlo. Por la tarde surgió la posibilidad de que me fuera de compras con A., solos padre e hija, posibilidad que ella rechazó de plano: “No, yo sola con papá no voy, o vamos todos o nada”. Normal, ¿quién querría mostrar en público a su padre fracasado? Fue un día duro e intenso, llegué a la noche exhausto. Cuando me metí en la cama, noté una presencia extraña entre mi mujer y yo: era el error, que se había convertido en un hombre de unos cuarenta años, calvo y gordo, y sin intención alguna de hacerme sitio. Le dije a L. que me iba a dormir al sofá porque allí no cabíamos todos. Me dijo que muy bien, que vale, pero que apagase la luz al salir.
No sé si Correa reaccionó así después de sus fallos ante el Betis. Tal vez no le afectó tanto. Pero tampoco se comportó como Casillas, eso está claro. El argentino sabía que aunque su entrenador le abrazase con ternura al término del partido, aquellos errores no eran ninguna chorrada. El caso es que pasaron siete días y Correa, tras enjugarse las lágrimas con la manga de la camiseta como hace un niño después de pegarse un leñazo, se plantó en el césped del Metropolitano dispuesto a dar guerra.
En realidad siempre lo hace. No es un delantero letal ni tampoco un centrocampista de esmoquin y bruñidos zapatos oscuros. Correa es más un macarra con cara de niño bueno, un chaval sin estudios pero con astucia callejera, un agitador nato. Y tiene cincelado en el cuerpo, como si fuera uno de los muchos tatuajes que inundan su piel, el inefable atractivo de las vidas difíciles: la pobreza, la muerte de su padre y de un hermano, el suicidio de otro, la detención de otra más por estar relacionada con asuntos de droga, su operación de corazón… Mucha tralla para un tipo tan menudo.
Pero ahí está, a pesar de todo, siempre está. Ante el Eibar fue el único que aportó aire diferente en la primera parte, merodeando por el campo sin rumbo aparente, fiándose siempre de su instinto y casi nunca del cerebro. Marcó el primer gol por pura ansia, adelantándose incluso a su compañero Savic. El segundo fue arte callejero: Correa se giró en una baldosa, como si bailase un chotis, pero un chotis un poco quinqui, imperfecto, un baile de antro sórdido a las cuatro de la mañana, un romance entre el matón bondadoso y la femme fatale. Se protegió con la espalda, la pisó con la izquierda y, medio cayéndose, la empujó con la puntera derecha.
Al final del partido le preguntaron qué era lo más importante para afrontar esta recta decisiva por el título, si el cuerpo o la mente. Uno esperaba una respuesta con carga filosófica, es lo propio de estos tiempos. Pero Correa, lacónico durante la entrevista, sonrió y dijo:
–Ganar, ahora lo más importante es ganar.
Admiro profundamente a la gente que sabe reponerse rápido de un error. Los que apartan el fallo con indolencia, como si se tratase de una delgada rama que obstaculiza un tranquilo paseo por el bosque. Decían que esa era una de las mayores virtudes de Casillas: no se fijaba en sus cantadas, las borraba...
Autor >
Felipe de Luis Manero
Es periodista, especializado en deportes.
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