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Estábamos en Santa Cruz comiendo. Comiendo cosas ricas y bebiendo vino bueno. Éramos cuatro personas adultas, todas con éxito profesional menos yo. Estábamos hablando de política porque nos encanta. Nadábamos en ese registro de “hablar de política” que consiste en apuntalar las ideas que nos hacen sentir bien dentro del desastre, los ya lo dije, los se veía venir y los estaba cantado. Como el Olegario de Benedetti, que predijo que el camión de bomberos que atravesaba la avenida iba a apagar un fuego que se había declarado en su calle, en su manzana, en su casa. Y así era. Es inevitable en este contexto la dialéctica ricos-pobres, y ahí apareció un muchacho de en torno a veinte años, negro tirando a rojo, que encerraba en su cuerpo dúctil toda la Humanidad completa mientras intentaba vendernos algo de artesanía de ningún sitio construida con materiales endebles. Alguien intentó ponerlo como ejemplo de “pobre” pero le respondieron “ya quisiera este muchacho llegar a pobre”.
Al día siguiente estábamos tomando un café en otra terraza de la ciudad y llegó un chico de veintidós años, también de Senegal. De repente hablo francés, yo soy la primera sorprendida. El chico nos contó que sus padres habían muerto y que tenía un hermano más pequeño en Senegal al que tenía que enviar dinero. También andaba vendiendo objetos cuyo valor de mercado se resumía a su condición de bálsamo para la conciencia de quien los adquiría. La noche anterior había presentado mi novela. Y había vendido un montón de ejemplares. Es verdad que es un libro muy divertido de leer y que la compra está justificada por un sentido estrictamente utilitario, pero cuando dos personas que conviven te compran uno cada una empiezas a sospechar que el móvil es extraliterario. El mercado también es un lenguaje, no solo se intercambian mercancías.
Luego subimos mi primo y yo a Las Raíces, donde se ha habilitado, o algo así, un espacio que había pertenecido al ejército español y que está en tan malas condiciones de habitabilidad que ha habido que disponer unas carpas enormes como las de Idomeni. Esto lo sé porque me lo dijo mi primo que sí que estuvo en Idomeni, yo no. En ese espacio no podíamos entrar porque “no se puede entrar”, que es una razón jurídica de peso de toda la vida de Zeus. Y las puertas verdes correderas se cerraron rápidamente cuando mi primo sacó una cámara con un objetivo tan enorme como él. Fuera había un campamento alternativo con otras tiendas, siete u ocho, con peor pinta pero quién sabe si más confort. Teníamos contactos de gente que trabajaba voluntariamente en esos campamentos haciendo comida para todo el mundo y organizando la logística, pero me pareció invasivo llamar: yo no soy periodista y no me siento con derecho a interrumpir la vida de la gente para preguntarle qué está haciendo y por qué. Así que estuvimos un rato paseando por allí.
Los habitantes del campo de Las Raíces no pueden ser retenidos allí contra su voluntad. Pero si desaparecen durante más de 72 horas no tienen permitido volver
Las personas migrantes no han cometido ningún delito. Esto es muy importante y no sé por qué no hay una voluntad más decidida de dejarlo claro. Caer en un sitio en el que ni siquiera te quieres quedar porque es la única forma de llegar a Europa, que es adonde quieres ir, no es un delito ni un crimen. Puede ser a lo sumo una suerte de infracción. No hay base legal para privar de libertad a la gente que no tenga documentación. De modo que los habitantes del campo de Las Raíces no pueden ser retenidos allí contra su voluntad. Pero si desaparecen durante más de setenta y dos horas no tienen permitido volver. Y aquí entra lo que viene siendo cada cual. Hay muchachos que piensan “estoy en un sitio que no es el sitio en el que quiero estar pero en el que por fuerza tiene que haber más oportunidades de conseguir dinero, comida, contactos, quizás trabajo, que en el lugar del que vengo”. Y se lanzan a la vida de cabeza, venden lo que sea, se comunican, arriesgan, caminan quince kilómetros de ida y quince de vuelta para hacer algo y acaban desarrollando habilidades que les permiten seguir con sus vidas. Hay otro grupo que hace lo mismo que hacía en su pueblo: rondar los lugares en los que hay intercambios económicos, bienes de consumo, y a ver si cae algo. Y hay un grupito que siguen mentalmente en el cole, en el insti, que todavía creen que el mundo les debe algo y que ni la Ruta de Canarias, la más mortal entre África y Europa, les ha hecho madurar. Y están en su derecho. Ni la actitud de las personas, ni el color de su piel, ni su origen, no hay nada que menoscabe el derecho que les asiste como seres humanos a un trato digno, a la igualdad de oportunidades o a la libre circulación. Del mismo modo que las leyes sancionan actos y no ideas, las personas no pueden ser juzgadas por su actitud ante la vida, sino por lo que hagan. Es legal ser adolescente, no pasa nada, no sé hasta qué punto conviene perpetuar la épica de quien ha pasado por grandes dificultades. La adversidad forja grandes personalidades… a veces. A menudo no. Y no es justo exigir a todo el mundo que sea un héroe para acogerlo en nuestras sociedades de mierda pero con el pavimento bien señalizado.
Entonces un ministro decreta que esas personas no tienen derecho a viajar fuera de Canarias. Y un juez mira la ley de cerca y dice “¿por qué?” y lo autoriza. Estas personas, en cuanto pueden, salen de Canarias con rumbo a Europa a como dé lugar. Y hacen bien. No puedo culparles. Yo hice lo mismo.
Entonces te cuentan historias imposibles de comprobar de funcionarios que en el aeropuerto intentan impedir, o dificultar, o, como último recurso, convertir en una experiencia traumática el simple hecho de coger un avión. ¿Por qué? En serio, ¿por qué? Porque son negros. No hay otra respuesta.
La defensa de los Derechos Humanos debería guiar toda nuestra acción política, y no digo la de quienes nos representan, sino la de toda la ciudadanía, porque es lo único que nos separa del horror. Si aceptamos que las personas merecen un trato diferente por parte de la administración porque son de otro color, tienen otra religión o comen arroz con las manos, la puerta que estamos abriendo es la del infierno mismo. Aunque la hayan pintado por fuera con un audaz diseño corporativo, es la puerta del infierno mismamente. Los cristianos tienen una leyenda que dice que su mesías gritó en la cruz “padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Bueno, ya ni a ese perdón vamos a tener derecho. Ahora sabemos lo que estamos haciendo, lo tenemos documentado y desmenuzadito.
Y de esto hablaba con el amigo que me trajo al aeropuerto. Él cree, y le honra, que aunque tengamos muchas ganas de sacar al fascismo de las instituciones, de la vista y de la Historia, tenemos una especie de obligación moral de ser mejores que ellos, de observar con escrúpulo neurótico sus derechos hasta donde lleguen. Hablamos de la Ley de Partidos. Y mi amigo es tan demócrata que le parece mal recurrir a la Ley de Partidos para ilegalizar a una formación política porque ya nos pareció demasiado restrictiva y que se deslizaba por la pendiente de la penalización de las ideas y no de las acciones y que vulneraba el derecho a tener representación política de una parte de la sociedad cuando se utilizó para lo que había sido diseñada: sacar a Batasuna de las instituciones.
En esa discusión estábamos mientras me acompañaba al acceso al control de seguridad previo a las puertas de embarque. Y en ese momento vimos que había dos “vías”, una fila que iba rápido y otra que iba despacio. Pregunté en el final de la cola larga que si era para acceder al control. “Solo para personas migrantes, si no eres migrante ve por la derecha”. Por un instante no supe si era migrante o no, pero fui por la vía rápida y me miró la documentación un señor vestido de poli-pero-menos, con una gorrita bien surtida de banderas de España. Al final de la otra cola había dos señores, pero estos vestidos de poli-pero-más y fuertemente armados. Debe de haber alguna otra razón que la de asegurarse que el acceso al control es más farragoso para quien no tenga un pasaporte Schengen y que las personas “nacionales” nos sintamos premiadas por nuestra condición de tales, pero a mí no se me ocurre.
Y aquí estoy, sentada en el 26C junto a dos muchachos que han conseguido que nadie les interrumpa en su viaje a una Europa que ojalá que se parezca a la imagen que de ella tienen. El que está justo a mi izquierda, que espero que no sepa leer español, es la primera vez que vuela y tuve que enseñarle a abrocharse el cinturón. El de la ventana fue tan amable de bajar la persiana cuando me vio que empezaba a escribir y que la luz del sol canario me daba en toda la pantalla. Me he propuesto darles la bienvenida a Europa en cuanto esto aterrice. A lo mejor algún día son diputados en la Asamblea de Madrid cuando yo sea viejita del todo.
Estábamos en Santa Cruz comiendo. Comiendo cosas ricas y bebiendo vino bueno. Éramos cuatro personas adultas, todas con éxito profesional menos yo. Estábamos hablando de política porque nos encanta. Nadábamos en ese registro de “hablar de política” que consiste en apuntalar las ideas que nos hacen sentir bien...
Autora >
Alicia Ramos
Alicia Ramos (Canarias, 1969) es una cantautora de carácter eminentemente político. Tras Ganas de quemar cosas acaba de editar 'Lumpenprekariat'. Su propuesta es bastante ácida, directa y demoledora, pero la gente lo interpreta como humor y se ríe mucho. Todavía no ha tenido ningún problema con la Audiencia Nacional ni con la Asociación Española de Abogados Cristianos. Todo bien.
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