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Siempre creí que la actividad profesional de la gente contribuía a definir su identidad y que la precarización del mundo laboral era uno más de los factores que erosionan la capacidad de la clase trabajadora para definir y llevar a cabo su propia agenda en tanto que clase.
(Voy a aprovechar la polvareda que ha levantado el plan de ayuda al alquiler para la clase media en el Ayuntamiento de Madrid para familias con un mínimo de renta de 2.666 euros al mes. De ahí para arriba. Conozco en persona a muy poca gente que los gane. En cualquier caso conozco a muchas más unidades familiares que ingresan mensualmente menos de la mitad y se consideran a sí mismas clase media. Aparte de la alharaca que desatan medidas así, creo que hay que agradecer a estos gobiernos que hilan sin problema clasismo y neoliberalismo que nos recuerden que somos clase obrera. Está bien saber qué suelo pisa una).
En mi infancia, en los setenta, la gente tenía una profesión clara y definida que formaba parte de su identidad. Te preguntaban en el cole la profesión de tu padre y de tu madre, los tuvieras o no, y había que hacer un dibujo y una redacción y yo qué sé qué más. Mi padre siempre respondía cuando le preguntábamos en qué trabajaba que “en la cuerda floja”. Y nosotras escribíamos aplicadamente “agricultor”. Y mi madre “sus labores”.
Había profesiones que imprimían tanto carácter que una al final no sabía si eran actividades laborales o apellidos: herrero, zapatero, verdugo… Ahora hay gente que reparte comida a domicilio que paga su propio seguro autónomo y sociópatas que lo venden como un avance en la libertad de quienes no tienen otra cosa que vender que su propia fuerza de trabajo.
Y creo que la clase media, a la que conozco de vista, es clase obrera que podría sobrevivir un tiempo sin vender su fuerza de trabajo. No mucho tiempo, pero sí el suficiente como para no sentir el aliento del hambre, el frío y la exclusión en el cogote. No tener miedo es una ventaja tremenda. Te cambia la perspectiva.
El caso es que desde que perdí mi último trabajo convencional, durante la crisis anterior, la financiera, dejé de ser teleoperadora para ser cantautora. Era muy cómodo, aunque vivieras en la cuerda floja, saber quién eras, cuál era tu función en el mundo: ibas a los sitios con una guitarra y cuando llegaba tu turno hacías lo tuyo. A veces ganabas más, a veces menos, a veces nada, pero daba mucha estabilidad saber a qué habías venido, “yo soy la que canta”, “ah, pase usted”.
A donde estoy queriendo llegar es a qué pasa cuando eres cantautora pero en vez de tocar quince veces al mes de repente tocas una y además es online. Ganas menos, claro, pero además… ¿quién eres? ¿En serio eres cantautora?
Como llevo un tiempo dándole vueltas a esto, he decidido fijarme en qué hacen otras personas que se dedican a lo mismo. Algunas intentan seguir como si nada pasara, arriesgando la salud y estirando el sueño, quizás sean las que acaben dotando de sentido a todo esto cuando lleguemos al otro lado. Otras se han volcado en estrímines y onlaines, dedicando a las redes lo mismo que dedicaban a los bares cuando el contacto era posible. Algunas, y entre ellas alguna cuya obra me apasionaba, han desaparecido sin dejar rastro. Mucha gente ha aprovechado para reciclarse, reinventarse, algunas hemos tenido suerte y podemos ganar algo de dinero haciendo otras cosas. Pero ¿estas personas han dejado de ser cantautoras? Supongo que la música es algo más que una profesión, pero tal vez solo lo supongo porque soy música. Pienso en el pianista del ghetto de Varsovia, que seguía tocando el piano en su cabeza y cuando ya casi el ejército soviético iba a poner fin a la ocupación nazi podía tocar con soltura. Pero da igual, me interesa la actividad laboral como salvoconducto para andar por el mundo.
Había una sala, que no ha sobrevivido a esta crisis, en la que yo tocaba muchísimo. Una vez, después de tocar, me acerqué a la barra a tomar una cerveza. La dueña se me acercó y me dijo “oye, que puedes venir aunque no tengas concierto”. Y me di cuenta de que solo iba cuando estaba programada, que no iba a bares a estar en los bares y que eso era extensible a todos los demás sitios. Solo iba a Canarias si había que tocar. Nunca de vacaciones o porque sí. Y así con todo. Y claro, ahora no voy a ningún sitio. Lo cual me viene muy bien para no contagiarme ni contagiar a nadie, pero me lleva a hacerme todas estas preguntas.
Antes de que se abatiera esta plaga sobre nuestras pecadoras vidas yo no ensayaba nunca. Llegaba de tocar, dejaba la guitarra al lado de la puerta y no la volvía a coger hasta que tenía que salir al día siguiente, a los tres o cuatro días como mucho, para volver a ir a cantar. Y tocaba mucho mejor que ahora, que tengo que imponerme unos horarios de ejercicios para que no se me olviden los rudimentos elementales de la profesión. Y lo de componer era igual. Componía en los ratitos que quedaban entre la prueba de sonido y el bolo propiamente dicho, por eso me gustaba tanto que hubiera algo así como un camerino. Ahora abro la puerta del establo y no salen los caballos trotando al prado.
Y cuando me entrevistan, online, por supuesto, en alguna radio o en algún canal de estos de internet de nombres monosílabos con muchas consonantes y me presentan como cantautora, me da pudorcito y ganas de decir “sí, lo fui, pero hace mucho ya”.
Cuando dejé de ser camarera para ser teleoperadora no sentí nada de esto, ninguna crisis, porque seguí teniendo esa especie de salvoconducto, esa justificación de la propia existencia, “mire, yo hago esto”. Pero hoy se cumplen dieciocho días de la última vez que di un concierto (sin público presente) y faltan dieciséis para el próximo y me sabe raro ir por el mundo diciendo “yo soy cantautora”, la verdad. Sobre todo porque significa despojar a la condición de cantautora de toda su dimensión laboral, de actividad económica, física, palpable, para dejarla en una especie de sacerdocio, “yo he sido investida cantautora por una entidad divina y cantautora moriré aunque no toque nunca en ningún sitio”. No me cuadra.
Había un pibe en mi clase, Gordillo, con el pelo castaño cortado a tazón, que decía que su padre era pescador. Eran los años de la venta del Sáhara a Marruecos y Mauritania por parte de España, y del consiguiente desmantelamiento de la flota pesquera artesanal canaria (y del encallamiento de las perspectivas de la industria conservera local, y de la condena a una economía de servicios para siempre jamás). Gordillo decía que su padre era pescador, pero nunca salía a pescar, trabajaba aquí y allá, de esto y de aquello, pero se ve que el hombre seguía considerándose pescador y así se lo hacía saber a su hijo, que lo dibujaba en su barquito con luces, porque de noche se pesca con luces, que atraen a los peces (eso lo ponía en la redacción).
Siempre creí que la actividad profesional de la gente contribuía a definir su identidad y que la precarización del mundo laboral era uno más de los factores que erosionan la capacidad de la clase trabajadora para definir y llevar a cabo su propia agenda en tanto que clase.
(Voy a aprovechar la polvareda...
Autor >
Alicia Ramos
Alicia Ramos (Canarias, 1969) es una cantautora de carácter eminentemente político. Tras Ganas de quemar cosas acaba de editar 'Lumpenprekariat'. Su propuesta es bastante ácida, directa y demoledora, pero la gente lo interpreta como humor y se ríe mucho. Todavía no ha tenido ningún problema con la Audiencia Nacional ni con la Asociación Española de Abogados Cristianos. Todo bien.
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