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La lógica dice que para recorrer la distancia entre un punto inicial y otro final es necesario pasar por el punto intermedio. Una vez ahí, es fácil observar que la situación es muy similar a la de partida. De nuevo existen dos puntos a recorrer que a su vez tendrán un nuevo punto intermedio que los divida. Esta secuencia puede ser repetida hasta el infinito. Por pequeño que sea el recorrido, siempre existirá un lugar que divida la trayectoria que falta en dos partes iguales. Es decir, según lo anterior, es imposible llegar al punto de destino.
Esto, que es una de las paradojas de Zenón transmitidas por Aristóteles, representa a la perfección el sentir de una gran mayoría de aficionados del Atlético de Madrid durante el último tramo de temporada. Una carrera infinita cuyo final parece cercano y que nunca llega. Aunque no es así. Las paradojas son paradojas y la Liga es un segmento finito que, lo diga quien lo diga, empezó en septiembre y terminará el 23 de mayo. No antes. Y digo esto porque resulta que una de las razones que explican el hecho de que la segunda vuelta esté siendo una especie de angustia inagotable es que en diciembre hubiese gurús diciendo que la competición había terminado ya y que algunos espectadores se lo creyeran.
La vida es una colección de sensaciones y el cerebro humano tiende a seleccionar las más intensas para conformar su memoria. Una pena, porque la sensación que va a dejar el Atleti-Real Sociedad de ayer es la agonía de los últimos minutos y no el orgullo de la primera media hora o la solvencia de los primeros setenta.
El Atlético de Madrid saltó al Metropolitano como lo hace un equipo que se está jugando un trofeo. Con los ojos inyectados en sangre, con las pulsaciones por encima de la media y con la cabeza centrada en un único objetivo. Si hay alguien que duda de este equipo, que se grabe el primer cuarto de hora de partido para cuando le surjan las crisis de fe. Los de Simeone pasaron por encima de un muy buen equipo, esta Real Sociedad de Imanol Alguacil, a base de intensidad, de fuerza, de carácter y de fútbol. El derroche de energía fue tan exagerado que todos sabíamos que era imposible mantenerlo y que acabaría pasando factura en algún momento.
En esos minutos de euforia hubo ocasiones de todos los colores, pero la mayoría de ellas fueron marradas de forma inexplicable. Sí, otra vez el mismo talón de Aquiles. Aun así, la superioridad fue tan exagerada que, al finalizar la razzia, estamos hablando de unos diez minutos antes de llegar al descanso, el balance era positivo para los rojiblancos. Primero Carrasco –increíble la resurrección que ha tenido el belga en su segunda etapa como colchonero– y después Correa –ni qué decir tiene de la temporada de uno de los grandes coleccionistas de odiadores del equipo– habían puesto el 2-0 en el marcador con el que se llegaba al entretiempo.
Las sensaciones no podían ser mejores. Por juego, por poderío y por personalidad. En ese momento me di cuenta de algo que quizá haya pasado desapercibido. Intentando poner nombre a esa imagen de equipo solvente y poderoso que teníamos delante, caí en la cuenta de que al margen de Oblak o Luis Suárez, futbolistas clave en muchos tramos de la temporada, la columna vertebral, los jugadores que habían dado la cara y puesto a este equipo donde estaba, eran tipos que el año pasado no jugaban, no eran relevantes o directamente estaban muy cuestionados. Savic, Hermoso, Koke, Carrasco, Llorente, Correa y Lemar. Emociona pensar que esas son las estrellas de este equipo. Y quizá eso debería hacer reflexionar a los buscadores de polvo de estrellas o a los que se muestran tan hostiles con el entrenador.
El Atleti planteó la segunda parte como un ejercicio de contención y tiene sentido que fuese así. Juntó las líneas, minimizó los espacios para el rival y tiró de verticalidad cada vez que pudo hacerlo. Mientras que el equipo donostiarra apenas inquietó el área madrileña, los de Simeone pudieron haber sentenciado el partido en varias ocasiones. Pero no lo hicieron, y ya sabemos lo que pasa en esto del fútbol de élite cuando un equipo no es capaz de sentenciar.
Los últimos minutos del partido representan esa angustia que está siendo el último tramo de la temporada. Esa paradoja de Aristóteles en la que nunca se llega al minuto 90. Pero el minuto 90 llegó –siempre llega– y en la cara de los jugadores colchoneros pudimos ver la alegría de esos cientos de aficionados que habían estado animando a su equipo en las afueras del Metropolitano. Tremendo lo de esta gente.
¿Y ahora qué? Pues ahora sería un error traicionar la filosofía con la que se han forjado los cimientos de esta versión tan reconocible de Atlético de Madrid. Ahora, obviamente, Osasuna y nada más. Aíslense, cierren puertas, bloqueen las ventanas, y no dejen entrar a cenizos, videntes, animadores socioculturales o analistas de aluvión que venden entradas para ese Shangri-La de color blanco que ellos llaman realidad.
Ya saben, partido a partido.
La lógica dice que para recorrer la distancia entre un punto inicial y otro final es necesario pasar por el punto intermedio. Una vez ahí, es fácil observar que la situación es muy similar a la de partida. De nuevo existen dos puntos a recorrer que a su vez tendrán un nuevo punto intermedio que los divida. Esta...
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