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T.O.C. literarios

‘El Zahir’ de Borges y otros monumentos obsesivos

Sobre la neurosis obsesiva como fuente de inspiración artística

Manuel González Molinier 4/07/2021

<p>Detalle de un retrato de Jorge Luis Borges (1965).</p>

Detalle de un retrato de Jorge Luis Borges (1965).

Adolf Hoffmeister

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La neurosis obsesiva, hoy más conocida por las siglas T.O.C (es decir, Trastorno Obsesivo-Compulsivo), ha sido habitualmente representada en la ficción por lo pintoresco de sus conductas reactivas: las compulsiones. Estos rituales absurdos, como poner las cosas en un cierto orden, preferentemente simétrico, lavarse las manos un cierto número de veces, o evitar pisar las líneas que separan las baldosas de la calle, hacen que el espectador, ante esta caricatura, salte de jolgorio y diga: “¡He ahí un T.O.C!”; para, inmediatamente después, preguntarse: “¿Soy acaso yo un poco T.O.C?”, y proceder a repasar todo el repertorio de pequeñas manías que tiene cualquier sujeto parlante. 

Así es; este rosario de actos aparentemente absurdos es el resorte habitual con el que la ficción busca la identificación de una parte del público. Cualquier persona suficientemente mayor (o suficientemente nostálgica) recordará su momento de apogeo con la hoy bastante olvidada Mejor… imposible (As good as it gets, 1997) en la que Jack Nicholson ganó su tercer Oscar gracias la caricatura de un escritor antipático, pero en el fondo tierno, preso de infinidad de rituales compulsivos. 

En tiempos de pandemia, el temor al contacto y al contagio o la recomendación de lavarnos las manos cada vez que tocamos algo, hace que nos acordemos de este tipo de personajes y sus aparatosas conductas. Sin embargo, son mucho menos frecuentes las obras dedicadas al núcleo primario de la neurosis obsesiva: la idea obsesiva. Existen, sin embargo, obras que son pequeños monumentos a la idea obsesiva, que no solo describen perfectamente este fenómeno psíquico, sino que la misma obra se construye con ese material ideico y, como dibujos de Escher, trazan una estructura circular que se remite a sí misma. 

Pocos autores transformaron la idea obsesiva en obras tan desasosegantemente hermosas como lo hizo Jorge Luis Borges

La neurosis obsesiva, que en la vieja fenomenología psiquiátrica había sido llamada “locura de la duda”, fue establecida por Freud como entidad clínica a finales del siglo XIX y definida, principalmente, por la presencia de las obsesiones. La obsesión es una idea que el sujeto vive como impuesta, irracional y desagradable; ajena a su propio ser (consciente); y de la que no se puede librar, puesto que retorna una y otra vez a su pensamiento. Es frente a estas ideas perseverantes y agotadoras que aparecen, como reacción, las conductas compulsivas: actos nimios y repetitivos que permiten desviar la atención frente a la idea original y que, a modo de ritual, son realizados para protegerse a uno mismo, y proteger a los demás, de un fin terrible, que el sujeto cree poder provocar con su pensamiento, como si se tratara de un contagio. De modo que la idea obsesiva y su reverso, el ritual compulsivo, se convierten, como dijo Freud, en una religión privada, que invade la vida de reglas y ceremoniales que tratan de mantener a distancia un destino ominoso, y acaban por esclavizar al sujeto.

Si tomamos la idea obsesiva como nuestro material predilecto, pocos autores la transformaron en obras tan desasosegantemente hermosas como lo hizo Jorge Luis Borges. Hay un cuento en especial (aunque no es ni mucho menos el único), que forma parte de El Aleph, y que es paradigmático en cuanto a su construcción obsesiva, y es El Zahir

El cuento empieza con una palabra, zahir, que a lo largo del tiempo toma distintos significados. En Buenos Aires es una simple moneda, pero en otros lugares y en otros tiempos esta misma palabra había sido un tigre, un astrolabio, una brújula, una veta de mármol, el fondo de un pozo... Borges ya sitúa de inicio el misterio del cuento, no sobre el significado, sino sobre el propio significante: zahir. Luego de mostrarnos el resorte lógico del relato, él se introduce a sí mismo, como narrador y protagonista, puesto que es a sus manos a las que llega el zahir en forma de moneda. Nos dirá: “No soy el que era entonces pero aún me es dado recordar (…). Aún, siquiera parcialmente, soy Borges”.

Luego, como un buen prestidigitador, desvía la historia a una mujer, Teodelina Villar, de la que el propio Borges había estado platónicamente enamorado, y la presenta como una mujer presa de una monomanía obsesiva en torno a la moda y los modales. Teodolina, dirá, se preocupaba “menos de la belleza que de la perfección”. Compara su relación obsesiva con la moda y los protocolos (lo que él llama “la irreprochable corrección de cada acto”) con los códigos talmúdicos y chinos que, según Borges, habían logrado codificar todas las circunstancias humanas. Sin embargo, la obsesión de Teodolina era más prosaica, y por ello, más dura, al no sustentarse sobre ningún ordenamiento religioso. “Las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood”, dirá. Borges, con esta observación, se pone del lado de Freud, al tratar la neurosis obsesiva del lado de la religión privada, y señala la condición cambiante, proteica, de sus rituales, debido precisamente a que no hay libro sagrado que fije sus normas. Este paralelismo entre la neurosis y la religión es el mismo que Freud había trazado en textos como Tótem y tabú.

La obsesión; ese es el mal del que parece contagiarse Borges al salir del funeral de Teodolina; y el zahir –una moneda que le dan al cambio en un bar– será el vehículo de este contagio. La moneda no es una moneda cualquiera, dado que se presenta en su pensamiento como un símbolo de todas las monedas existidas o inventadas. Rememora así las monedas que atraviesan la historia universal y literaria, las de Caronte y las de Judas, la onza de oro que Ahab clava al mástil y el florín de Leopold Bloom. Una vez que la moneda entra en su pensamiento, no como mero objeto, sino como puro símbolo, sabe que está perdido y no podrá librarse de ella jamás. Borges, ahora protagonista de su propio cuento, empieza a percatarse de la extrañeza de sus pensamientos. Sospechará entonces que estos pensamientos no son sino una primera defensa para librarse del influjo del zahir. Se pone del lado de Freud una vez más, que definió estos síntomas como una “neurosis de defensa”.

La moneda, al entrar en el ámbito de las ideas, pierde su condición de objeto concreto para convertirse en la totalidad de las monedas del mundo, y con ello, en el total de futuros posibles que una moneda supone. El concepto pierde amarre con su significado y se convierte en puro significante, capaz de representar la totalidad de las cosas, pasadas o futuras, iniciando así una oscilación dubitativa que tiende al infinito.

Esta misma idea fue cazada perfectamente por Astrud en su canción Cambio de idea, otro pequeño monumento –esta vez hecho de letra y melodía– a la neurosis obsesiva.

¿Y si cambio de idea sobre ti? 

¿Y si cambio de idea sobre lo nuestro y

Cambio de idea sobre ti?

Y mi nueva idea es el negativo fotográfico de la primera:

Negro igual a blanco

Blanco igual a negro.

Manolo Martínez enarbola perfectamente el lamento obsesivo. Busca, sin éxito, el motor inmóvil o el punto omega. O como diría Franco Battiato (que también cojea del mismo pie) un centro de gravedad permanente. Una idea que se fije definitivamente a algo y no esté sometida a una mutación perpetua. En esencia, habla de lo mismo que Borges.

Volviendo al cuento, Borges, preso ya del zahir como pensamiento obsesivo, trata de librarse de él de todas las formas posibles. Trata de olvidarlo voluntariamente, pero se sorprende a sí mismo jugando a invocar su recuerdo; acude a un psiquiatra; trata de deshacerse de la idea arrojando el objeto lejos de sí... pero todo resulta inútil. Esta moneda inmaterial está hecha, como el propio cuento, de pegajoso pensamiento y no hay manera de eliminarla sin eliminarse a uno mismo. Acude a consultar viejos tratados, y así llega a la fatal conclusión de que el zahir no es sino el inicio de una irreversible locura. Al conocer la vieja leyenda del Zahir, que se remonta a tiempos muy lejanos, este deja de ser una moneda, para ser otras cosas: un astrolabio de cobre que ocupaba para siempre el pensamiento de quién lo poseía; también un tigre cuya representación era imposible, y era plasmado en una pintura infinita hecho, a su vez, de infinitos tigres. En última instancia, el Zahir es una palabra que, como las dos caras de una moneda, representa dos conceptos inseparables y antitéticos y, por tanto, es uno de los nombres de Dios. 

También Astrud se ocupará de los cambios de forma, de la topología de la idea obsesiva en su canción Cambio de forma, reverso y continuación de Cambio de idea, donde dice:

Yo cambio de forma, yo cambio de aspecto 

y cambio de forma.

Y yo a vueltas con la perspectiva

Ya sabes que yo nunca pienso, yo me proyecto.

Miente Manolo Martínez cuando dice que nunca piensa (en realidad, lo que quiere decir es que nunca para de pensar), pero dice la verdad cuando matiza que su esfuerzo es proyectado hacia el infinito. Es un intento de dar un estatuto topológico al pensamiento. En la letra de Cambio de idea ya lo avisaba, cuando decía: “Y al final mi idea no es cóncava ni convexa sino un plano que se tensa y se destensa, sin que sirva para nada”. La idea, el tiempo y la forma se funden, como en el cuento borgiano, proyectándose mentalmente hasta el infinito.

Trato de hacer ver al lector como, tanto en el cuento como en estas canciones, lo que al final se revela es su estructura obsesiva y circular. Algo parecido sucede en el cine, por ejemplo, con las películas de Charlie Kaufman. Sus películas están llenas de homenajes a la fenomenología psiquiátrica (En Synecdoche, New York, su hipocondríaco protagonista se llama Sr. Cotard, el nombre del síndrome delirante más grave de la hipocondría), pero lo interesante, sin embargo, no es el chiste psicopatológico sino la estructura que revelan sus guiones. En su guión para Spike Jonze de Adaptation (El ladrón de orquídeas), narra el proceso de adaptación de una novela imposible de adaptar, y la película acaba girando en torno a la escritura del guión de la propia película que estás viendo. En la mencionada Synecdoche, New York, dirigida por él mismo, el protagonista trata de escribir una obra de teatro tan ambiciosa y real que narra su propia vida mientras escribe la obra que narra su vida mientras escribe la obra que narra su vida mientras escribe la obra… ¿Acaso no parece este argumento un cuento borgiano? ¿Acaso no es lo mismo que describe la canción de Astrud, una idea hecha de otra idea hecha de otra idea…, como una matrioshka rusa infinita? La misma estructura obsesiva late bajo estas producciones, y todas ellas introducen de alguna forma al autor dentro de la propia obra que se repliega sobre sí misma.

Una vez que la moneda entra en su pensamiento, no como mero objeto, sino como puro símbolo, sabe que está perdido y no podrá librarse de ella jamás

En el cuento Borges, finalmente la idea del Zahir desemboca en la propia idea de Dios. Ese “Dios todomisericordioso que no permite que dos cosas sean lo mismo al mismo tiempo”, dirá Borges. Este parece un axioma que puede servir como ancla, una suerte de cogito cartesiano del obsesivo, sobre el que poder empezar a articular una afirmación que no oscile en una duda eterna (¡al menos alguien garantiza que dos cosas distintas no pueden ser la misma cosa al mismo tiempo!). Sin embargo, esa solución condena a Borges a afrontar el dilema pensando para siempre: “Quizá yo acabe de gastar el zahir a fuerza de pensarlo y repensarlo; quizá detrás de la moneda esté Dios”.

Es curioso cómo irrumpe Dios, al final del relato de Borges, en forma, claro está, de pura idea. La idea del Otro que representa aquel a quien se dirige el pensamiento. La idea del Otro, con mayúsculas, que puede servir de garante de que hay una lógica por la cual se rige la realidad, y que permite así que esta no sea un puro absurdo. 

En la canción de Astrud no aparece Dios propiamente mencionado, pero sí ese mismo Otro velado, como un Deus ex machina, en el momento final,  cuando dice:

Y con estas cosas se nos va pasando el tiempo

Y no estamos nunca solos

No nos aburrimos nunca.

Si el neurótico obsesivo, en su cavilación privada, no está nunca solo, ¿quién es ese que le acompaña? Este es el lugar que, según el psicoanalista Jacques Lacan, ocupa el Otro. El mismo lugar que en el cuento de Borges ocupa Dios. El Otro de la palabra, el Otro a quien el sujeto dirige el discurso infinito, el íntimo Otro al que el obsesivo desea destruir pero al que hace existir a toda costa, puesto que de su existencia depende la existencia de uno mismo. Es ese gran Otro que, hábilmente, Manolo introyecta en su propia psique, y que le acompaña siempre mientras piensa. Ese Otro con quien el obsesivo sostiene su lucha eterna y que furtivamente, y esa es la magia de la creación, ocupamos los lectores, los oyentes, los espectadores…

La neurosis obsesiva, hoy más conocida por las siglas T.O.C (es decir, Trastorno Obsesivo-Compulsivo), ha sido habitualmente representada en la ficción por lo pintoresco de sus conductas reactivas: las compulsiones. Estos rituales absurdos, como poner las cosas en un cierto orden, preferentemente simétrico,...

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Autor >

Manuel González Molinier

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