El Ministerio
Rodoreda en la Pampa
El inesperado e improbable encuentro de Jorge Luis Borges y la escritora catalana en un parque de Ginebra
Víctor Sombra 11/12/2019
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Para romper la rutina cambio muchos días de itinerario y voy imaginando historias, a cual más fantástica, mientras pedaleo por Ginebra. Hoy le daba vueltas a historias de gauchos y, sobre todo, al cuento de Borges, El fin, ese que trastoca decisivamente el Martín Fierro, haciendo que el negro, la víctima en la epopeya argentina, sea vengada por su hermano. Llevaba un camino que enlaza varios jardines, casi sin pisar asfalto, y pasaba frente al número 19 de la calle Vidollet cuando recordé que tenía algo pendiente con esa casa. Detuve la bici y la candé.
Recabarren lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería
Quería confirmar que las paredes del portal seguían vacías y que nada recordaba que en aquel edificio vivió durante más de veinte años la escritora catalana Mercè Rodoreda[1]. Siempre me ha intrigado el modo en que se integran en el relato colectivo de la ciudad la enorme cantidad de trayectorias literarias que la cruzan. Entre tantos escritores de tantas lenguas y tantos orígenes, llegados aquí por circunstancias tan diversas, de Valente a Musil, de CortÁzar a George Elliot, ¿cuáles y cómo hacer propios?
a Rodoreda se la silencia en el imaginario local ginebrino, se le viene a decir que, ya que no nos quisiste más que como el vacío desde el que proyectar tu escritura, haremos ver que nunca estuviste aquí
Y entiendo que esta discriminación no es tarea fácil. Desde que sirvió de refugio a los protestantes durante las guerras de religión, Ginebra ha sido una ciudad de acogida y asilo. Y de paso. Fue una parada destacada del Grand Tour con que los anglosajones adinerados dieron inicio a la actividad turística. Es también una ciudad en la que mucha gente se instala por temporadas más o menos largas, por ocio algunos, otros para recibir tratamiento médico, pero los más por trabajo. Gran parte de ellos presta distintos servicios a los organismos internacionales, asociaciones y empresas, muchas del sector financiero. La llave de la ciudad, que figura de forma tan justificada en su escudo, ya no es tanto la que abre las puertas del Cielo de la Roma calvinista, sino la que abre y cierra cajas fuertes y desbloquea negociaciones internacionales. Quizá no fuera mala idea que Ginebra añadiera a su escudo la figura de Ganesha, la diosa elefante, gran facilitadora de los asuntos de terceros. Y es que hace falta ayuda divina para reconocer en este maremágnum de trayectorias literarias lo que cada texto lleva del lugar en que se escribe.
Para adentrarnos en la etiqueta del trato ginebrino la comparación entre Borges y Rodoreda parece esclarecedora. Uno y otra ofrecen los dos extremos de un cierto espectro o rango del reconocimiento desplegado por Ginebra. Empecemos por el autor albiceleste, ¿o debería decir ginebrino? Borges vivió en Ginebra durante la Primera Guerra Mundial, cuatro años que incluyen sus estudios de bachillerato en el Instituto Calvino, así como los meses previos a su fallecimiento. Junto a la casa en que Borges pasó sus últimos meses una placa recuerda su más famosa cita sobre la ciudad:
De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad[2].
Hay varias referencias más a la ciudad en su obra. En el cuento titulado El otro se menciona su verdadero domicilio en Ginebra, un pasaje crucial, que no puedo leer sin escalofrío. Recordemos que la conversación casual de dos personas, sentadas en el banco de un parque, se hace progresivamente inquietante:
-Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa? Me contestó que sí.
No hay muchas referencias a Ginebra o Suiza en la obra de Borges, pero las páginas que le dedica son extremadamente elogiosas. El encumbramiento de Ginebra llega a su cenit en el poema Los conjurados, el último poema de su último libro, donde habla de Ginebra como “una de sus patrias” y se propone la confederación helvética como un ideal universal:
En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y de firme fe.
Los cantones ahora son veintidós. El de Ginebra, el último, es una de mis patrias. Mañana serán todo el planeta.
Acaso lo que digo no es verdadero, ojalá sea profético[3].
La última estancia de Borges en Ginebra fue de apenas unos meses, justo antes de su fallecimiento en junio de 1986. Según el testimonio de María Kodama, su mujer, estaban terminando un viaje por Italia cuando Borges le propuso pasar por Ginebra. Sólo al llegar le confesó su voluntad: “No volvemos más”. “Soy un hombre libre. He resuelto quedarme en Ginebra, porque Ginebra corresponde a los años más felices de mi vida”.
En lo que puede representar el gesto de máxima deferencia pública, las autoridades municipales decidieron sepultar a Borges en el Cementerio de los Reyes, reservado a las personalidades más destacadas
Si este es el reflejo de Ginebra en la vida y obra de Borges, la respuesta de la ciudad no se queda atrás. En lo que puede representar el gesto de máxima deferencia pública, las autoridades municipales decidieron sepultar a Borges en el Cementerio de los Reyes, reservado a las personalidades más destacadas. Años después pusieron su nombre a una calle. Y las instituciones culturales privadas se unieron a esta entusiasta respuesta. El director de la Fundación Bodmer, institución que cuenta con una de las colecciones de manuscritos y libros más valiosa del mundo, hizo la siguiente declaración al cumplirse treinta años de su fallecimiento: “Para Martin Bodmer (fundador de la biblioteca) había cinco grandes en el panteón de la literatura universal: Homero, la Biblia, Dante, Shakespeare y Goethe. El Consejo (de la Fundación) decidió que faltaba uno más, se escogió la lengua española y entre todos los maestros el elegido fue Borges”. Borges ha entrado a formar parte de la oferta turística de la ciudad. Su tumba, una piedra sin desbastar, cruzada de inscripciones nórdicas y germánicas, ostentosamente sencilla, encuentra, al igual que la placa frente a su efímero domicilio, un lugar destacado en los folletos y sitios web de promoción turística.
El contraste con Mercè Rodoreda no puede ser mayor. Apenas hay referencias a Ginebra en su obra y no hay ningún testimonio público de su paso por la ciudad. Es poco conocido que viviera en Ginebra y escribiera allí una parte fundamental de su obra, casi sin excepción relatos que tienen lugar en Barcelona. Quizá sea en parte porque Rodoreda logra trasladarnos al espacio que relata de una forma tan intensa que la separación física es difícil de imaginar. Ella señala que las cuatro paredes de su apartamento de la calle de Vidollet conformaron su Cataluña durante los largos años del exilio. Habría entonces que entender que ella no vivió en realidad en Ginebra. Que, como contrapartida a esa intensa concentración sobre el objeto de su actividad creadora, se desvanece el espacio que ocupa mientras la desempeña. Esto casa bien con su comentario más conocido sobre Ginebra, a la que califica de muy aburrida y, por tanto, un lugar “ideal para escribir[4]”.
En el tratamiento que Ginebra da a estos y otros escritores cabe apreciar una conducta refleja, muy propia del espíritu tolerante y neutral de la ciudad. Esta forma de reflejar el deseo de cada cual se manifestaría hacia Borges convirtiéndolo en el escritor de la ciudad. La decisión se plasma gráficamente, marcando los muros con sus palabras, vertiéndolas en folletos, sitios web y documentos oficiales. Ya que somos tu ciudad escogida, tú serás nuestro escritor, presente en nuestro imaginario, porque nos reflejas como nos gusta vernos. En cambio, a Rodoreda se la silencia en el imaginario local, se le viene a decir que, ya que no nos quisiste más que como el vacío desde el que proyectar tu escritura, haremos ver que nunca estuviste aquí. Tranquila, no te molestaremos, le dicen sin acritud, como buenos gestores de intenciones ajenas.
En el final ginebrino de Borges hay un paroxismo en el que participan instituciones como la Fundación Bodmer, con su visión olímpica de la literatura, las voces que desde Argentina se empeñan en trasladar los restos mortales al cementerio de la Recoleta en Buenos Aires, su esposa, María Kodama para quien últimas voluntades y confidencias se confunden. Y el propio Borges, que escribe una carta al director de la agencia EFE para exponer su posición respecto al lugar en que debe ser enterrado[5], convirtiéndose en personaje de H.G. Wells para añadir aún más leña a la hoguera de la mistificación:
En Ginebra me siento extrañamente feliz. Eso nada tiene que ver con el culto de mis mayores y con el esencial amor a la patria. Me parece extraño que alguien no comprenda y respete esta decisión de un hombre que ha tomado, como cierto personaje de Wells, la determinación de ser un hombre invisible.
Ese giro final de la biografía de Borges desmiente sus propias afirmaciones sobre el lugar en el que deseaba ser enterrado. En esto recuerda el modo en que sus relatos rompen con finales ya escritos. El modo en que El fin rescribe el final del Martin Fierro, trastocando la piedra de bóveda de la mitología patria[6] o la forma en que El laberinto de los senderos que se bifurcan desvía la trayectoria más o menos previsible de un cuento policiaco para convertirlo en ciencia ficción y hasta en una insólita prognosis científica sobre la teoría de los universos paralelos.
Rodoreda concatenó dos guerras. De 1936 a 1945 sufrió de múltiples formas su impacto: pérdida de seres queridos, exilio, enfermedad, precariedad
Del lado de Rodoreda resulta conveniente indagar qué contornos adopta el silencio, la ausencia y hasta el aburrimiento que connotan sus años ginebrinos[7]. El piso de Vidollet representa el final de su azaroso periplo. En Ginebra Rodoreda deja de huir, de concatenar escapadas: las tropas franquistas pisándole los talones, luego el ejército nazi, y más tarde la precariedad económica del París de postguerra. Volver a Barcelona no es una opción porque Rodoreda no solo escapa de las armas vencedoras en la Guerra Civil sino también de un régimen opresivo que le impediría vivir con la libertad e intensidad acostumbradas[8]. Rodoreda concatenó dos guerras. De 1936 a 1945 sufrió de múltiples formas su impacto: pérdida de seres queridos, exilio, enfermedad, precariedad. Este periodo previo a su llegada nos permite vislumbrar bajo otra luz, por mucho que ella se lamente de la lejanía del Louvre y el Jardín de Luxemburgo, el aburrimiento de Ginebra.
El piso anodino y confortable del barrio aledaño a Naciones Unidas en el que se instala en 1954 y que no abandonará hasta fines de los setenta, rodeado de jardines y praderas, representa el refugio que hace posible la afirmación de la escritura, el enclave en que Rodoreda recobrará los medios materiales y la tranquilidad que precisaba para acometer la parte principal de su obra[9]. Como señala en el prólogo a Espejo roto, pasó años sin escribir nada porque «tenía cosas más importantes que hacer, por ejemplo, sobrevivir[10]». Es cierto que Ginebra apenas aparece en sus escritos, pero está en todos ellos: es la ausencia de lugar que proyecta el piso de la Plaza del Diamante y la casa señorial de Teresa Goday, el vacío que permite llenar aquellos espacios con una trama precisa, el silencio que dará voz a sus personajes. En Rodoreda el aburrimiento se acerca a su etimología latina, ausencia de horror, del horror de la guerra primero y de los agobios económicos y las distracciones luego. Es la forja de un carácter reservado y tenaz y una pieza clave de su proceso creativo. Desde Ginebra, Rodoreda escribe en 1961 a su hijo para decirle que se marca como objetivo imponerse como una gran escritora en diez años, un objetivo a cuya luz debemos leer el aburrimiento, la soledad y el retiro que le acompañarán en la ciudad. Nociones moduladas por un objetivo pero también nociones relativas, como muestra que frecuentaran su casa en aquel periodo Julio Cortázar y su mujer, o el diplomático de la República y luego de Naciones Unidas Eugeni Xammar.
En 1960 la pareja de la escritora se muda a Viena, a donde ya viajaba continuamente por trabajo. Rodoreda se queda sola en Ginebra y reacciona incrementando su dedicación a la escritura. La producción literaria de Rodoreda en Ginebra es impresionante: Veintidós cuentos (1958), La Plaza del Diamante (1962), La calle de las Camelias (1966), Jardín junto al mar (1967), Mi Cristina y otros cuentos (1967), la reescritura de Aloma (1968) y la mayor parte de Espejo roto y Viajes y flores. Es como si el periodo anterior, fundamentalmente los años de la República en Barcelona y los del exilio en Francia, no hubieran aportado sino un desdibujado apunte de lo que logrará culminar en Ginebra.
Algunas de las estrategias narrativas que vinculan su actividad literaria al entorno de trabajo son seguramente aplicables a otros escritores que, por una razón u otra, viven en el extranjero. Ya tocamos la concentración sobre el lugar de origen que la ausencia facilita, en una extraña combinación de precisión y nostalgia. Ginebra opera como una lente de aumento que, anulando el entorno vital de la escritura, permite proyectar con detalle las vicisitudes de las familias barcelonesas descritas por Rodoreda. Pero esta anulación se combina con otras estrategias que hacen justamente lo contrario, esto es, aprovechar el entorno vital y trasladarlo a una escritura que evoca un lugar lejano. Un ejemplo claro lo tenemos en la construcción de la protagonista de Espejo roto, según el testimonio de la propia escritora:
La Perla del Lago es un restaurante a orillas del Leman. Cerrado en invierno, en verano es un lugar encantador […] El restaurante está rodeado de jardines, de cedros y de tilos centenarios, de una locura de flores, de tapices de césped sin una brizna que no sea de un verde de esmeralda. Una tarde, a puesta del sol, una señora ya mayor bajó de un Rolls, se acercó al murete que circunda el lago y se quedó tan inmóvil que no parecía de verdad. Llevaba joyas, cosa rara en una ginebrina: un brazalete anchísimo de brillantes y de zafiros. Al cabo de un buen rato se fue. ¿Qué pensaría mirando las barcas, el agua con sol y cielo desmenuzados en su superficie, el vaporcito que pasaba haciendo sonar la sirena con alegría? ¿Pensaba en ella? ¿Reveía su juventud? ¿Veía algo o no veía nada de tan profundamente perdida en sus recuerdos? Más tarde, cuando, sin hacer nada para pensar en ella, pensé en ella, no sabía si tenía el pelo rubio o negro, no lo sé. Recordaba sus ojos que, un momento, se encontraron con los míos; unos ojos, de color indefinido en los que se había ido acumulando mucha vida. Una imagen de refinamiento, un poco fuera del mundo, algo diferente de todo. Al crear a Teresa Goday de Valldaura, le di los ojos de la dama del Leman.
Y luego está la ficción centrada en Ginebra, apenas un cuento largo titulado Parálisis, especialmente esclarecedor porque, aparte de descubrir los lugares que la escritora frecuentaba en la ciudad, reitera su estima hacia ella. Por dos veces la narradora, un personaje muy parecido a la escritora, señala que le ha tomado gusto a Ginebra. Reconoce, eso sí, que le ha llevado tiempo. El relato nos conduce al domicilio de la narradora, muy parecido al apartamento de la calle Vidollet, y nos presenta detalles relevantes de la imagen que tenemos de su vida: las dolencias, la escritura y sus incursiones en la pintura, su gusto por las flores, la presencia de un marido o compañero, tan liviana que parece fantasmal, apenas el eco de una voz. Y quizá también cierta anticipación de su decisión de irse de Ginebra, un proceso que le llevó varios años hasta que cerró su apartamento en 1979:
He dormido mal. Me he despertado con angustia y esa sensación me indica lo que debo hacer: marcharme. Si no me moriré. El corazón. Por la mañana, cuando estoy sola, lleno dos maletas con la ropa que hay en el armario. No cojo más que la mitad. He de ir a la farmacia. Lo primero de todo es curarse el pie enfermo, no podría ni subir al tren si no encontrara quién me llevara las maletas…
Curiosamente este relato liminar, ambivalente, que gira alrededor de la partida y la comparación entre el pasado barcelonés y el presente ginebrino, en el que se reitera el gusto por la ciudad y la intención de abandonarla, se abre con una cita de P.J. Toulet, que viene a decir, en mi traducción de circunstancias:
Hay que saber morir, Faustina, y después callarse, morir como Gilbert tragándose su llave[11].
Podríamos hablar entonces de la invisible, ambigua y decisiva presencia de Ginebra en la escritura de Rodoreda. Al menos se pueden interpretar así sus palabras en relación a La Plaza del Diamante:
Explicar la génesis de “La Plaza del Diamante” quizás sería interesante, pero ¿es que se puede explicar cómo se forma una novela, qué impulsos la provocan, qué voluntad tan fuerte consigue que se continúe, que se haya de terminar con lucha lo que se ha empezado fácilmente? ¿Decir que la fui pensando en Ginebra mirando la montaña del Salève o paseando por La Perla del Lago, bastaría? [...] La escribí febrilmente, como si cada día de trabajo fuera el último de mi vida. Trabajaba cegada; corregía por la tarde lo que había escrito por la mañana, procurando que, a pesar de las prisas con que escribía, el caballo no se me desbocara, aguantando bien las riendas para que no se desviara del camino [...] Fue una época de una gran tensión nerviosa, que me dejó medio enferma[12]…
La invisibilidad de Rodoreda en Ginebra se hace más notoria estos días en que una iniciativa de asociaciones feministas, con apoyo de un grupo de historiadores y de las autoridades locales, ha ido desplegando, junto a los letreros de las calles, un nomenclátor alternativo que reivindica en carteles morados el papel de las mujeres en la ciudad. Se denuncia así que tan solo el ocho por ciento de los nombres de las calles de Ginebra lleven el nombre de mujeres y se exige que en las atribuciones futuras se aplique una proporción de género que vaya compensando este déficit democrático en la memoria gráfica de la ciudad. Entre las escritoras e intelectuales que cuentan con su cartel morado, muchas no nacieron en Ginebra ni escribieron en francés. Está María Shelley, que escribió en la ciudad Frankestein, ambientándolo en parte en la ciudad; George Elliot, que pasó varios meses en Suiza y escribió El velo alzado a partir de sus notas de ese periodo; la poeta afroamericana Audre Lorde, activista por la igualdad racial y los derechos de mujeres y lesbianas; o Alexandra Kollontai, embajadora de la Unión Soviética, delegada ante la Sociedad de Naciones. Otras son suizas, pero no ginebrinas, y pasaron largas temporadas en el extranjero, como Grisélidis Réal pintora, escritora y prostituta, incansable defensora de los derechos de quienes ejercen esta última actividad[13].
Pasemos a la parte programática y reivindicativa de esta pieza. Me legitima mi condición de ciclista que atraviesa con frecuencia los jardines que tanto gustaban a Rodoreda. Solicito que se coloque en el portal de la calle de Vidollet 19[14] un cartel que señale quién vivió allí y dónde se escribió La Plaza del Diamante. Otrosí, que se emplace un cartel morado que marque el espacio público con la reivindicación de una escritora que, sin abandonar nunca su identidad de origen, al contrario, impulsándola desde la distancia, fue también, de manera tenazmente aburrida, de Ginebra[15].
Viene por las calles,
a la luna parva,
un caballo muerto
en antigua batalla[16].
Borges y Rodoreda no coincidieron en Ginebra. Pese a nacer alrededor del cambio de siglo sus periodos ginebrinos están desfasados. Borges pasó allí los años del bachillerato y un corto periodo antes de morir, mientras que Rodoreda llegó a la ciudad bien entrada la cuarentena y la abandonó veinte años después. Conviene por tanto salvar la imposibilidad biográfica imaginando una visita póstuma de Rodoreda al cementerio de los Reyes. Está anocheciendo y ambos se sientan a conversar en un banco. Tienen delante una vasta pradera salpicada de lápidas, flanqueada por grandes árboles. Por curiosidad mutua y pasión por la alteridad[17], Rodoreda habla en castellano y Borges en catalán. Borges gira la cabeza a su propia lápida, al otro lado del camino de grava blanca:
–No suporto el turisme cultural –dice–. No saps fins a on pot arribar la pedanteria dels visitants. Aquesta pedra s’ha convertit en la Kaaba del cretinisme.
–No será para tanto.
–No t'ho pots ni imaginar, Mercè. No saps quan lamento no haver sabut anticipar aquest infern. Per començar, gairebé no es visita res més que la meva tomba i la d’una senyora prostituta que era una autoritat entre les de la seva professió.
–Grisélidis Réal –dijo ella–. Muy activa cuando yo vivía en Ginebra. Una incansable defensora de los derechos de las prostitutas.
–Si, aquella senyora d'allí –dijo Borges, apuntando con la cabeza a una lápida más retirada–. La meva vídua es va queixar de què ens col·loquessin tan a prop, però és una companyia molt agradable: amena i cultivada. El problema no són els veïns, Mercè, sinó els visitants. El noranta per cent dels que entren al cementiri s’apropen a la meva tomba i, d'aquests, més o menys la meitat només ens visiten a la Grisélidis i a mi. I entre una pedra i l'altra recorren tots els llocs comuns sobre la meva obra i la de la senyora... In-so-por-ta-ble. Gairebé prefereixo els iconoclastes. Hi ha un escriptor Italià que es pixa sobre la meva pedra una volta cada mes per després penjar el vídeo a la xarxa. A vegades fins i tot pronuncia les inscripcions rúniques mentre s'alleuja.
–¡Qué horror! –dijo Mercè, llevándose la mano a la nariz–. No sé cómo puedes soportarlo… Aunque la verdad es que tú te lo buscaste, Francisco. Esos momentos del final son decisivos. Arranca la batalla por la memoria y cualquier cosa que digas se malinterpreta. El silencio es la mejor receta.
–Vaig cavar la meva pròpia tomba –dijo Borges con una sonrisa apagada.
–Nunca mejor dicho –confirmó Rodoreda–. A tu situación se aplica la cita de un poeta francés que utilicé hace tiempo. Déjame que la adapte para la ocasión.
–Dale Mercè, però abans vull que sàpigues que m'encanta que em diguis Francisco. Jorge Luis Francisco, aquest és el meu veritable nom. Em vincula amb el llinatge militar de la família: amb el meu avi patern, el coronel Francisco Borges, i encara abans, amb el Francisco Narciso de Lapida que, per cert, ja saps que va firmar l’Acta d'Independència…
–¡Para el desfile! –dijo ella, abriendo mucho los ojos y levantando las manos–. No me arruines la visita con tanto sable. Espera, ahí va la cita: “Hay que saber morir, Francisco, y después callarse, morir como Mercè, tragándose la llave” –dijo ella, echándose a reír.
Borges también rió:
–Quina raó que tens, Mercè! Aquells darrers mesos anava desorientat. Portava la maleïda clau penjada de la sivella dels pantalons. I mira les conseqüències... Per evadir-me dels visitants he de seguir inventant-me històries. Veus, tot això –dijo extendiendo la mano por la extensa pradera– és la pampa d’ultratomba. M’entretinc recreant entre les làpides històries de gautxos, mates, cavalls i paiadors. A vegades algun veí em dona un cop de mà. Ginastera, que és un cavaller, fa el negre de Martin Fierro i la senyora puta és la seva dona. Piaget ja domina el lunfardo i l'utilitzo més per les històries de boliches, tangos i ganivetades. Fins i tot hi participa el Calvino. Fa un sergent Cruz passable, però no pot amb el paper de Francisco Real: ni carnetja ni s'apanya amb la milonga. En fi, hi ha que distreure's, escapar dels turistes, per cert, per allí ve un grup...
–Yo me voy, Francisco –dijo Rodoreda, mirando el reloj–. El Talgo a Girona sale en una media hora. Me vuelvo a mis jardines.
–Adéu Mercè. Quina llàstima no haver-te llegit a temps[18].
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Notas:
1. Rodoreda llega a Ginebra en 1954 y cierra su piso de la ciudad en 1979. Entre 1972 y 1979 va y viene entre Girona y Ginebra.
2. La placa no pudo colocarse en los muros de la casa en la que vivió porque su dueño se negó, arguyendo que apenas había pasado allí unos meses antes de fallecer, por lo que se colocó en el edificio de enfrente. La cita sigue así: “Le debo, a partir de 1914, la revelación del francés, del latín, del alemán, del expresionismo, de Schopenhauer, de la doctrina del Buda, del taoísmo, de Conrad, de Lafcadio Hearn y de la nostalgia de Buenos Aires. También la del amor, la de la amistad, la de la humillación y la de la tentación del suicidio. En la memoria todo es grato, hasta la desventura”.
3. Jorge Luis Borges Los conjurados, 1985. El poema entero reza así: “En el centro de Europa están conspirando. / El hecho data de 1291. / Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas. / Han tomado la extraña resolución de ser razonables. / Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades. / Fueron soldados de la Confederación y después mercenarios, porque eran pobres y tenían el hábito de la guerra y no ignoraban que todas las empresas del hombre son igualmente vanas. / Fueron Winkelried, que se clava en el pecho las lanzas enemigas para que sus camaradas avancen. / Son un cirujano, un pastor o un procurador, pero también son Paracelso y Amiel y Jung y Paul Klee. / En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y de firme fe. / Los cantones ahora son veintidós. El de Ginebra, el último, es una de mis patrias. / Mañana serán todo el planeta. / Acaso lo que digo no es verdadero, ojalá sea profético”.
4. El comentario procede de sus conversaciones en Ginebra con José María Castellet, reflejadas, entre otros lugares, en la película de Ventura Pons Una merienda en Ginebra.
5. Esta situación recuerda, pero sin su vena cómica, a la que presenta la película Truman, de Cesc Gay, cuando el personaje interpretado por Ricardo Darín se acerca al tanatorio para contratar los servicios funerarios de su futura muerte.
6. El fin rompe el culto fatalista e individualista del Martin Fierro y su cuestionable tratamiento racial. El ejecutor de la venganza no es el hermano del negro que Fierro mató sino el mismo negro, porque todos los negros son iguales y el mismo. El negro asume esta visión de Fierro y le da la vuelta, confirma que es el mismo que su hermano, parte de un colectivo y raza que ahora toma venganza. Por eso no es cierto lo que el narrador nos dice al final del cuento: “Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre”. Esto puede valer para Fierro. La degradación de Fierro tras la explotación continuada de sus patrones y la represión de las autoridades le ha hecho asumir el destino de un criminal empujado por el capricho, la bebida o la pulsión sexual hacia la nada. El negro, en cambio, sigue siendo parte de un colectivo y una raza que sabe lo que hace, en este caso defenderse. La motivación de Borges al retocar la mitología patria era seguramente muy diferente. En varias ocasiones manifestó reparos a que algunos de sus relatos pudieran leerse como una suerte de mitificación de tipos criminales. El fin sería una forma de ajustar cuentas con uno de ellos y con su propia tarea previa.
7. El documento más valioso para analizar la relación de la escritora con Ginebra es “Mercè Rodoreda à Genève”, una esclarecedora geografía literaria que la profesora Miariàngela Vilallonga publicó en 2016 la revista ginebrina de geografía Le Globe.
8. Rodoreda estaba casada con un tío carnal bastante mayor, del que se separó en 1937 y con el que tuvo un hijo. Al huir de Barcelona, ante el avance de las tropas franquistas, dejó al hijo al cuidado de su madre. Su situación familiar y personal, fuente de múltiples insatisfacciones, acrecienta la soledad, pero también la condición de Ginebra como un remanso de cierta tranquilidad. Atrás queda, en Barcelona, una situación complicada y dolorosa, el matrimonio infeliz con su tío, el hijo que acabará desarrollando una grave enfermedad mental. Y la relación con Obiols, con quien ha recorrido las diferentes etapas del exilio, le ofrece un horizonte sentimental cada vez más marcado por la infidelidad y la ausencia.
9. Esto es posible porque su pareja, el también escritor Obiols, obtiene un contrato para llevar a cabo tareas de traducción para Naciones Unidas, actividad que ella también llevará a cabo ocasionalmente.
10. Prólogo a Espejo roto, traducción de Pere Gimferrer, Seix Barral, Barcelona, 1978.
11. « Il faut savoir mourir, Faustine, et puis se taire, mourir comme Gilbert en avalant sa clé. » P.J. Toulet, “Les contrerimes”, incluido en Parálisis, Edhasa, Barcelona, traducción de Clara Janés.
12. Villalonga, “Mercè Rodoreda à Genève”, Le Globe. Revue genevoise de géographie, 156 (2016), pp. 157-170.
13. Cien mujeres son objeto de esta admirable propuesta colectiva.
14. Vidollet 19 es también el escenario de intensas conversaciones de Rodoreda con editores, críticos y escritores catalanes, tales como Joan Sales y Josep Maria Castellet, conversaciones que, según diversos testimonios, tuvieron un profundo impacto en el desarrollo de la cultura catalana de la segunda mitad del pasado siglo. Este piso anodino merece celebrarse también desde el punto de vista de la recuperación de una lengua y una cultura menospreciadas por el franquismo.
15. Si has leído hasta aquí te interesará saber que este texto forma parte de una campaña que pedirá a las asociaciones y autoridades ginebrinas implicadas la atribución de un cartel morado, idealmente el de la calle Vidollet, a Mercè Rodoreda, como un primer paso para que acabe contando con una calle en la ciudad. Esta campaña buscará que Rodoreda acabe contando con una calle en la ciudad, buscando la complicidad de la Fundación Mercè Rodoreda, el Ayuntamiento de Barcelona, la Generalitat de Catalunya y el Ministerio de Cultura de España.
16. José María Eguren, El caballo, La canción de las figuras, Lima, 1916.
17. La pasión por la alteridad de Borges es peculiar. Como recuerda Mario Goloboff, «el otro» es a menudo para Borges el doble de uno mismo. Un «doble dubitativo y que se hubiera querido ser o que se dice se hubiera querido ser».
18. Quedo muy agradecido a Francesca Mayens por la traducción al catalán.
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