NOTAS DE LECTURA (XV)
Experimentos con el tiempo (y pelucas)
¿No será lo verosímil el resultado de un acuerdo siempre transitorio y arbitrario entre lo que sabemos y lo que soportamos?
Gonzalo Torné 11/06/2021
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Cambio de dirección. Si de cuestiones cronológicas se trata parecería que para darle sentido a una lectura no es tan importante la fecha en la que se publicó el libro como la edad que tenemos al leerlo. Claro que es significativo (para valorar y comprender un libro) saber si se escribió antes de Cristo o en 1943. Pero si tomamos un lapso de tiempo más breve, pongamos un puñado de décadas, ¿altera mucho el sentido de la novela que publicase en 1814 o en 1844? Y, sin embargo, este periodo de veinte o treinta años es decisivo para el ángulo de nuestra propia lectura. La novela será la misma, pero no se lee igual a los 18 que a los 42, y no tanto porque se incrementen las probabilidades de que nos hayan pasado cosas similares a los protagonistas (o que se constate que ya no hay posibilidad de que nos ocurran) sino por una suerte de inversión de la polaridad temporal. Lo que a los 19 años se leía como una exploración del futuro, se transforma a los 43 en una meditación sobre pasados alternativos. En un plazo brevísimo para las magnitudes de la cronología histórica, pero decisivo para la conciencia personal, se altera el sentido de la masa temporal de la lectura de ficción. La mirada ya no se proyecta tanto hacia adelante, en dirección a un tramo de vida por recorrer (hacia el futuro y la imaginación), sino que empieza a girar el cuello hacia atrás, en dirección a pasajes ya superados de la edad (hacia el pasado y el recuerdo). De la exploración se pasa al recuento, con la seguridad de que año a año quedará menos ficción que avance por delante de nuestros pasos.
Verosimilitud y pelucas. El progreso de la cultura general y el apoyo visual que ofrecen las películas ha permitido que se desarrolle un juego artístico menor: la captura de anacronismos, de fallos de documentación o de atrezzo histórico, ya sea por distracción o por ignorancia. El caso más corriente quizás sea el del romano que aparece a media película con su reloj de muñeca, pero hay para todos los gustos. ¿Qué decir por ejemplo de estas películas ambientadas en el siglo XXI donde los protagonistas, sin acceso a internet, siguen comunicándose con una telefonía de cable? Digo juego menor porque estos errores suelen ser irrelevantes: ¿mejorarían Julio César o Romeo y Julieta si Shakespeare recordase o estuviese al corriente que en Roma los campanarios no avisaban al pueblo de las horas o que Verona no tiene puerto? Recuerdo haber leído por primera vez la desventurada historia de Julieta sin estar muy seguro si Verona daba al mar, de manera que las ignorancias combinadas de Shakespeare y de su lector se neutralizaban en una amable suma de pérdida cero. Pese a todo, entre lectores y espectadores ha cundido la sensación de que las incongruencias históricas contribuyen a desestabilizar al siempre inestable verosímil, de manera que es mucho mejor evitarlas. Pero lo cierto es que el verosímil es un asunto tan delicado como enigmático y a veces se tiene la sensación de que algunas incongruencias históricas o documentales contribuyen a que cuaje, o por lo menos a apuntalarlo. Pensemos en un ejemplo tonto, apoyado en una ventaja que tiene la literatura sobre el cine en relación a las exigencias documentales: sobre la página del libro solo se “ve” lo que el autor “menciona”; buena parte del “cuadro” sabemos que está allí (el cielo, las estrellas, los árboles del bosque, el vestuario, los zapatos, las orejas y los ojos, el transporte) pero queda indefinido, a cargo de la imaginación de cada lector. Pues bien, sobre esta ventaja, planteemos el prometido ejemplo tonto: en muchas novelas del siglo XIX (ya no digamos del siglo XVIII) es fácil olvidarse de que la mayoría de los personajes corretean por las escenas, declaran su amor, intrigan y van a la guerra tocados por unas pelucas retóricas, que el tiempo ha convertido en imposibles. La mención de una de estas pelucas supone un disparo de documentación veraz que estremece el plácido discurrir de la imaginación, y no diré que me fastidia la lectura pero sí que desestabiliza el verosímil. La mención de la peluca de uno de los personajes hacia la mitad de la Comedia humana, nada menos que del malvado Vautrin, obliga a una reconsideración casi ignominiosa (plagada de pelos, rulos y volutas capilares) de lo imaginado hasta el momento: ¡treinta novelas empelucadas! Será documentalmente cierto, pero el descrédito social de la peluca estamental perturba por completo la seriedad de la acción, sumergiéndola en un involuntario descrédito cómico . El ejemplo es tonto, pero nos pone a pensar hasta qué punto lo “verosímil” no depende tanto del cumplimiento estricto de lo que sabemos del pasado, como de lo que acepta nuestra sensibilidad y nuestro gusto, ya se trate de pelucas o del taparrabos de cristo. Pues también las dentaduras medievales, el aspecto de los caníbales o las casas de los pobres se someten a leves (o no tan leves) modificaciones para saciar nuestra hambre de verosímil. ¿No será lo verosímil el resultado de un acuerdo siempre transitorio y arbitrario entre lo que sabemos y lo que soportamos?
Cambio de dirección. Si de cuestiones cronológicas se trata parecería que para darle sentido a una lectura no es tan importante la fecha en la que se publicó el libro como la edad que tenemos al leerlo. Claro que es significativo (para valorar y comprender un libro) saber si se escribió antes de Cristo o en 1943....
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Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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