(Im)parcialidad
Involucionismo judicial
La España profunda y ultraconservadora, atrincherada en el poder judicial, bloquea cualquier progreso social y pervierte la voluntad popular
Joaquín Urías 9/07/2021
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Los fantasmas siguen recorriendo Europa. En todo el continente se oye hablar estos días con preocupación de la independencia judicial. En algunos de los países del antiguo bloque comunista está especialmente amenazada por las injerencias partidistas en los sistemas de nombramiento y promoción de los jueces. También en España nuestra judicatura protesta ruidosamente por el atentado contra su independencia que, dicen, supone la elección parlamentaria del Consejo Superior, que regula su régimen laboral y nombra a los jueces más altos del escalafón. Sin embargo, hay elementos suficientes para pensar que aquí no tenemos un problema de independencia, sino de imparcialidad.
La democracia se sustenta en que la mayoría política que consigue mayor legitimación popular puede imponer mediante leyes y normas su visión ideológica de la sociedad, siempre respetando los derechos de la minoría y el marco fijado por la Constitución. La función del poder judicial es garantizar que quien tiene el poder de dictar normas legítimas pueda efectivamente cambiar la sociedad, haciendo que se respeten y apliquen las leyes aprobadas por el parlamento. Los jueces en el Estado democrático de derecho actúan como los árbitros en un partido de fútbol: no forman parte de ningún equipo y se limitan a asegurar, con la máxima objetividad posible, que se aplica el reglamento. Como los árbitros, pueden equivocarse en la apreciación de la realidad, pero lo que no pueden en ningún caso es perder su neutralidad.
Los jueces, como los árbitros, pueden equivocarse en la apreciación de la realidad, pero lo que no pueden en ningún caso es perder su neutralidad
La neutralidad del poder judicial se garantiza mediante dos principios complementarios. La independencia y la imparcialidad. La independencia consiste en que nadie puede dar órdenes a los jueces y tribunales señalándoles cómo deben resolver un asunto. La imparcialidad es que ellos mismos deben tratar a todas las partes por igual. Mientras que la una es protección frente a injerencias externas, la otra debe ser una cualidad interna de los propios jueces, que no han de tomar partido al resolver los asuntos que se les someten.
Hace poco, miles de jueces, con el apoyo de sus tres asociaciones mayoritarias –muy conservadoras todas ellas– exigían que no se renueve el Consejo General del Poder Judicial tal y como manda la Constitución y debería haberse hecho hace dos años y medio. Sorprendentemente reclamaban que no se aplicara la Constitución y se mantuviera, hasta una reforma del sistema que tomará sin duda años, la composición actual del órgano. Esta reivindicación, inaudita en Europa, coincidía ‘casualmente’ con el hecho de que en el mismo se mantiene inconstitucionalmente una amplia mayoría próxima al Partido Popular. Aunque hubo elecciones y el signo de la mayoría política en el poder cambió, el órgano (como el Tribunal de Cuentas o el Constitucional) no se ha adaptado a esa nueva representación democrática de la sociedad, lo que da pie a pensar que la preocupación por la independencia no debe ser tanta cuando piden que no se aplique el ordenamiento vigente para poder seguir sometidos a ese partido.
Estos días la ciudadanía asiste atónita a un puñado de decisiones en las que los jueces no actúan como árbitros, sino como jugadores de un equipo. En concreto, de la extrema derecha. No se trata ya de que den la razón a unos u otros. El tópico de que los que pierden un caso siempre acusan al juez de ir con el contrario ya no vale ante las evidencias. De hecho, en muchas de las sentencias –que se suceden con tanta rapidez que no da tiempo ni a comentarlas–, el problema no está en la solución final, sino en la argumentación.
Un ejemplo evidente es la resolución de la Audiencia Provincial de Madrid sobre un cartel electoral de Vox. Posiblemente el cartel, pese a su odioso contenido, fuera ejercicio legítimo de la libertad de expresión política en período electoral. Es algo discutible, pero que se puede argumentar. Lo que resulta inadmisible en un Estado de derecho es que los jueces de la sala digan en sus argumentaciones que los menores extranjeros no acompañados “son un evidente problema social y político”. Se trata de una valoración política inadmisible. Esos mismos jueces habrían puesto el grito en el cielo si alguien dijera en una resolución escrita que “el poder judicial es un evidente problema social”. No les corresponde a los jueces problematizar a colectivos de población igual que lo hace la ultraderecha. Por si a alguien le quedaran dudas de la ideología de estos jueces tan parciales, poco después, al hablar de la protección de las ideas pseudo-fascistas dicen que no cabría rechazarlas puesto que también se han admitido otras “tan criticables o más que estas”, en alusión a las declaraciones de un concejal de izquierdas. Que un juez, en su sentencia, diga que las ideas de izquierdas son más criticables que las xenófobas o racistas sólo es posible en una situación en la que muchos miembros de la judicatura han renunciado a su necesaria imparcialidad política e ideológica. Una cosa es que el árbitro se equivoque siempre a favor del mismo equipo, otra que se ponga su camiseta.
Ese mismo día se hizo pública una nueva sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid que, ratificando la del de instancia, obligaba a reponer en el callejero de la capital la calle dedicada al militar franquista Millán Astray. Para resolver la cuestión de fondo, el TSJ argumentaba que del expediente administrativo no se desprende que participara en la sublevación de 1936 o en acciones bélicas durante la Guerra Civil. De ese modo, desafiando a los historiadores científicos, con la misma facilidad con la que otros compañeros jueces desafían a los epidemiólogos, los miembros del tribunal venían a ratificar que se puede ser franquista, incluso habiendo nacido después de la muerte de Franco.
En la misma jornada, y vamos para póker, el mismo Tribunal Superior de Justicia de Madrid ratificaba la condena de la exdirigente de Podemos Isabel Serra por insultar y agredir a la policía mientras intentaba frenar un desahucio. Nuevamente, el problema no está en la solución final, sino en los argumentos de la sentencia. Aquí se trata de una cuestión de insuficiencia probatoria. Pese a la poca credibilidad de algunas declaraciones policiales y a la falta de pruebas, siquiera indiciarias, de la participación de la activista en los hechos delictivos, la Sala penal construye la condena en torno a la idea de “imputación recíproca”: cuando uno está inserto en un grupo y alguien de ese grupo comete espontáneamente algún delito al atacar a la policía, todos los miembros del grupo son responsables del delito. Se trata de una teoría muy discutible desde el punto de vista de la presunción de inocencia, pues no individualiza ninguna conducta delictiva. Sin embargo, lo más grave es su aplicación selectiva: no sirve para culpar a los policías que en grupo disparan balas de goma cegando a alguien o provocando el ahogamiento de unos inmigrantes, pero sí de los activistas sociales que se enfrentan a la policía. Parece que estos jueces están convencidos de que las garantías constitucionales son diferentes si se aplican a los excesos de quienes deberían defender el sistema o a la acción de quienes lo critican.
El aumento de decisiones ideologizadas y conservadoras se produce justo cuando dirige el país una mayoría parlamentaria de corte progresista
Alguien puede pensar que simplemente esta vez los jueces tuvieron un mal día y que en otras ocasiones favorecen en sus decisiones al bando contrario. No es así. Ciertamente, en su día a día la mayoría de los jueces españoles no muestran tanta parcialidad. Pero es que cuando tienes que decidir sobre una separación, una pelea de vecinos o el delito de un narco sin conocer a las partes ni jugarte nada en el asunto es muy fácil ser neutral. Es cierto que cuando hay pruebas evidentes de corrupción también se condena por igual a políticos de izquierda o de derecha, pero se trata de asuntos en los que es difícil colar la ideología del juzgador, por más que a veces se perciba una especial simpatía por algún encausado. En general no son casos ideológicos. La verdadera imparcialidad se demuestra cuando te toca juzgar asuntos en los que entran en juego intereses personales, la propia ideología, la visión personal del mundo. Y en esos casos una gran parte de nuestra judicatura demuestra evidente parcialidad. Cada vez son menos los asuntos relacionados con creencias religiosas, ideología política o ética en los que nuestros tribunales resuelven sin dejar caer su perlita rancia, católica o directamente ultraderechista.
El aumento de decisiones ideologizadas y conservadoras se produce justo cuando dirige el país una mayoría parlamentaria de corte progresista. Al perder la derecha las elecciones y, por ende, la posibilidad de imponer mediante la ley su visión política de la sociedad, miles de jueces salen en su apoyo para frenar los cambios sociales progresistas. Árbitros y hasta linieres se tiran al campo a sustituir a los jugadores lesionados de su equipo favorito.
Leer o escuchar en los medios de comunicación los mensajes involucionistas de nuestros jueces y juezas –a menudo machistas, xenófobos y conspiranoides– no debe merecer más reproche social que el de constatar el escaso respeto que en su vida privada tienen estos servidores públicos por los derechos humanos esenciales. Sin embargo, cuando salta a sus sentencias, que se convierten en soflamas políticas que retuercen las leyes democráticas, cambiándoles su intención para silenciar las voces e iniciativas del bando contrario, la ideología retrógrada dominante en la judicatura se vuelve un problema democrático y constitucional. La España profunda y ultraconservadora, atrincherada en el poder judicial, bloquea cualquier progreso social y pervierte la voluntad popular.
Así que, efectivamente, el fantasma del fin de la democracia se cierne sobre Europa. En España, como en Polonia, el Estado de derecho está en riesgo. Pero las razones son justo las opuestas. En Polonia, los jueces demócratas y defensores de los derechos se arriesgan a que el poder político mayoritario quiera doblegarlos. En España, son algunos jueces los que se niegan a aplicar los derechos humanos y prostituyen la ley al servicio de esa minoría conservadora, machista, xenófoba y ultracatólica. Sin duda, el “problema judicial” va a ser el protagonista de nuestro momento histórico actual. Ojalá no tengamos que leer en los libros de historia del futuro que así empezó el final del régimen de libertades más largo y próspero que hemos conocido.
Los fantasmas siguen recorriendo Europa. En todo el continente se oye hablar estos días con preocupación de la independencia judicial. En algunos de los países del antiguo bloque comunista está especialmente amenazada por las injerencias partidistas en los sistemas de nombramiento y promoción de los jueces....
Autor >
Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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