Disidencia política
Un consejo desde Europa
En España hay presos de conciencia. Lo es cada persona encarcelada por ejercer su libertad de expresión
Joaquín Urías 25/06/2021
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Dos resoluciones casi simultáneas del Consejo de Europa traen estos días de cabeza a nuestra cúpula judicial. Una proviene de la Asamblea Parlamentaria, otra del Tribunal de Derechos Humanos. Ambas le sacan los colores a España por no respetar los derechos básicos de los disidentes políticos.
El Consejo de Europa, como algún político del PP recordaba estos días, no es lo mismo que la Unión Europa. En efecto, es una organización supranacional bastante anterior a la Unión, que integra a muchos más países del continente y que se centra específicamente en la tutela de los derechos humanos. Eso hace aún más trascendente estas decisiones. Se trata de dos casos diferentes y las decisiones europeas difieren tanto en su tono como en su eficacia vinculante. Pero, al final, ambas coinciden en su conclusión: los jueces españoles y nuestro Tribunal Constitucional vulneran los derechos humanos de quienes se oponen al sistema establecido; no deciden como órganos jurisdiccionales imparciales, sino como auténticos actores políticos. Es una afirmación terrible que supone una quiebra de la esencia misma de nuestro Estado de Derecho y que le debería partir el corazón a cualquier jurista honesto, pero sobre la que Europa parece no tener duda.
La resolución que más repercusión mediática ha tenido es de carácter político. La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, por una mayoría abrumadora que reunía a parlamentarios de todas las ideologías, invita a las autoridades españolas a dejar de perseguir y poner en libertad a los líderes catalanes que, en 2017, encabezaron lo que hemos dado en llamar el procés. Apoya la concesión de los indultos, pero en verdad va mucho más allá.
Políticos de diversos países y partidos reconocen que en el caso de los líderes catalanes la condena por sedición respondió a motivaciones políticas
En su texto, estos políticos de diversos países y partidos reconocen que, aunque en España nadie es normalmente perseguido por expresar públicamente opiniones independentistas, en el caso de estos líderes catalanes la condena por sedición respondió a motivaciones políticas. Destacan que el Tribunal Supremo tuvo que recurrir a interpretaciones creativas del Código Penal tales como la violencia sin violencia y, por ello, aconseja al Gobierno español que reforme la formulación del delito de sedición de tal manera que los jueces no puedan utilizarlo para perseguir conductas que no son delito y castigarlas con penas desproporcionadas de cárcel.
Aunque el texto hace un encomiable esfuerzo por respetar la independencia de los tribunales españoles y no dirigirse directamente a ellos, no cabe duda de que se trata de un ataque a la línea de flotación de la justicia española. Así lo entendieron las asociaciones judiciales mayoritarias –que pidieron infructuosamente al Gobierno español que frenara la resolución– y el propio Consejo General del Poder Judicial, que, al día siguiente, sacó un comunicado apoyando las partes de la resolución que hablan de España como democracia ejemplar y mostrando su indignación con el resto. Como hacen siempre que alguien quiere denunciar que se saltan las leyes que deberían vincularlos, nuestros órganos jurisdiccionales invocan la separación de poderes para silenciar cualquier crítica. Uno juraría que algún profesor despistado enseña en la Escuela Judicial que la separación de poderes tiene forma de embudo: impide que ningún poder (o incluso un ciudadano) critique las resoluciones judiciales, pero permite a los tribunales meterse constantemente en política y, peor aún, despreciar la ley y violentar alegremente las decisiones del poder legislativo.
El texto de la Asamblea Parlamentaria, ciertamente, peca de impreciso jurídicamente cuando dice que los condenados lo fueron sólo por expresar sus ideas. Sin embargo, en esencia repiten lo que bastantes juristas no independentistas vienen señalando en los últimos cuatro años: que, para perseguir y castigar a los independentistas catalanes, los órganos jurisdiccionales españoles han violentado gravemente sus derechos fundamentales, creando un precedente que nos afectará a todos.
El origen de esta situación está, sin duda, en el Gobierno de Mariano Rajoy. Frente al desafío independentista, Rajoy decidió no mojarse en una batalla política y utilizó a unos tribunales muy politizados para que frenaran el problema. Primero consiguió que el Constitucional, en una decisión inaudita, prohibiera al Parlamento catalán discutir siquiera en términos políticos sobre la independencia. Después, le concedió unos poderes policiales para dar órdenes directas que no tienen cabida en nuestro sistema constitucional, pero que el Tribunal no dudó en usar. Como colofón, una vez que no consiguió que la policía evitara la celebración del referéndum simbólico, la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo corrieron a meter en la cárcel, de manera claramente inconstitucional, a unos cuantos líderes. El Supremo llegó a encarcelar al candidato a presidente de la Generalitat el día antes de la sesión de investidura en la que iba a ser elegido. Finalmente dictó una sentencia en la que dice negro sobre blanco que la desobediencia civil pacífica (por ejemplo, a las absurdas órdenes del Constitucional) es un ataque al Estado que puede ser castigado con nueve años de cárcel y se inventa un delito de malversación sobre el que no constan datos ni evidencias.
No hay dudas de que los altos órganos jurisdiccionales del Estado han asumido alegremente la tarea del escarmiento a los independentistas catalanes. La mayoría de estos, por su parte, han cometido actos ilegales e inconstitucionales, aunque ninguno que justifique la violación de sus derechos a la libertad o de manifestación. Los tribunales han pisoteado sus libertades esenciales, amparados en la impunidad que les da su posición de garantes. Sin embargo, en Europa –donde los jueces no pueden imponer su voluntad a base de amenazas–, esta vulneración de derechos no cuela.
El problema de fondo es que hay una parte de nuestra judicatura dispuesta a utilizar el extraordinario poder que se les atribuye para satisfacer sus propios intereses políticos, con el convencimiento de estar salvando el país de sus enemigos, aunque sea por encima de la ley y la Constitución.
Por si alguien tuviera dudas de que esto es algo habitual y continuado, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha vuelto a condenar estos días a España por vulnerar la libertad de expresión de un político independentista. No es la primera vez, pero sí un caso muy claro: un político vasco que participa en el homenaje a un etarra muerto hace décadas y ensalza su figura gritando incluso un “Gora Argala”. Los tribunales españoles, incluido el Constitucional, dijeron que eso de expresar el apoyo personal a la lucha armada es un delito de odio, que es el nuevo comodín para perseguir cualquier discurso disidente con el poder. El Tribunal del Consejo de Europa les responde que en democracia no se puede castigar a nadie por el mero hecho de expresar sus ideas, por mucho que estas desagraden a jueces o ciudadanos.
La base de la democracia no es la unidad territorial de ningún país, sino el derecho de todos a pensar y actuar políticamente con libertad y sin miedo a la cárcel o la policía
Desde Europa nos aconsejan que dejemos de perseguir de este modo ilegítimo a independentistas vascos y catalanes y disidentes en general. Pero aquí nadie lo escucha y la realidad es que en España hay presos de conciencia. Lo es cada persona encarcelada por ejercer su libertad de expresión. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha constatado un puñado de casos y otros, como el del rapero Pablo Hasél, resultan evidentes.
Quien lo diga en público, sin embargo, se expone a la ira de los jueces y hasta a posibles denuncias y condenas. El instinto atávico de proteger a la tribu propia y sacar pecho con orgullo frente al resto no solo se da en el fútbol. En nuestro establishment, las asociaciones de jueces y el CGPJ –que a menudo no es sino su apéndice– reaccionan frente a cualquier crítica internacional con la indignación vociferante del hincha.
La realidad de los muchos jueces que resuelven a diario asuntos cotidianos con objetividad y buen tino no puede ocultar la falta de respeto a los derechos humanos con la que operan las altas instancias judiciales cuando se trata de escarmentar a quienes ponen en duda la unidad de España, la monarquía o los valores castizos de la patria más rancia.
Recientemente nuestro Tribunal (In)Constitucional ha declarado que es delito alegrarse de la muerte de un torero –porque la tauromaquia es parte esencial de nuestra cultura– pero no lo sería hacerlo con el suicidio de un terrorista. Será, pues, por esa misma tradición por lo que, cuando quieren, se saltan a la torera las libertades ideológicas y de expresión.
Los poderes fácticos no titubean a la hora de imponer su modelo tradicional de sociedad, ni se frenan por algo tan banal como los derechos. Sin embargo, un país no se puede construir a base de imposiciones, sustentado sólo en el miedo. La Constitución, por mucho que se empeñen los partidos de derechas, Savater o tantos magistrados de misa semanal, no es una cachiporra con la que atizar a nadie. Se sustenta en los derechos de la ciudadanía, que son la esencia de la democracia. Por mucho que les pese a esos rescoldos del Antiguo Régimen, la base de la democracia no es la unidad territorial de ningún país, sino el derecho de todos a pensar y actuar políticamente con libertad y sin miedo a la cárcel o la policía.
Por favor, señores jueces y señores de los jueces, hagan caso del consejo que da Europa: respeten los derechos de todos y la división de poderes. Están ustedes reventando el sistema democrático.
Dos resoluciones casi simultáneas del Consejo de Europa traen estos días de cabeza a nuestra cúpula judicial. Una proviene de la Asamblea Parlamentaria, otra del Tribunal de Derechos Humanos. Ambas le sacan los colores a España por no respetar los derechos básicos de los disidentes políticos.
El Consejo...
Autor >
Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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